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Ambos fueron fieles a sus promesas. Abner Marsh siguió buscando, pero no encontró su barco.

Dejaron la plantación Gray en cuanto Karl Framm recuperó suficientes fuerzas para viajar, varios días después de la desaparición de Joshua. Gray y sus hijos se habían mostrado muy curiosos durante aquellos días, al ver que no publicaban nada los periódicos sobre la explosión de un vapor, que los vecinos no la habían oído, y que Joshua había escapado. Cuando Toby, Karl Framm y él ascendieron el río, el Sueño del Fevre no estaba, como era de esperar. Marsh regresó a San Luis.

Continuó la búsqueda durante el largo y terrible invierno. Escribió más cartas, merodeó por bares y billares próximos a los muelles, contrató varios detectives, leyó demasiados periódicos, encontró a Yoerger y Grove y el resto de la tripulación del Eli Reynolds y los envió río arriba y abajo, en camarote, para que buscaran. Nada. Nadie había visto el Sueño del Fevre, ni tampoco el Ozymandias. Abner Marsh pensó que le habrían cambiado el nombre otra vez. Leyó todos los malditos poemas que Byron y Shelley habían escrito, pero en esta ocasión no hubo suerte. Llegó a aprendérselos de memoria, e incluso leyó a otros poetas, pero lo único que encontró por ese camino fue un vapor del Missouri de palas en popa y aspecto miserable, llamado el Hiawatha.

Marsh recibió, de hecho, un informe de los detectives, pero no le decía nada que no imaginara ya. El vapor de ruedas a los costados Ozymandias había salido de Natchez aquella noche de octubre con unas cuatrocientas toneladas de carga, cuarenta pasajeros de camarote y casi el doble en cubierta. La carga nunca fue entregada, ni se había vuelto a ver al vapor ni a los pasajeros, excepto en algunos puestos de leña justo a la salida de Natchez. Abner Marsh releyó aquel informe al menos media docena de veces, preocupado. Los tiempos de paso ante los puestos eran bastante mediocres, lo que indicaba que Sour Billy estaba haciéndolo condenadamente mal, a menos que estuviera manteniendo tal velocidad para que Julian y su gente de la noche tuvieran una apacible travesía. Ciento veinte personas se habían esfumado. A Marsh le entró un sudor frío. Contempló la carta y recordó lo que le había dicho Damon Julian: nadie en el río olvidará nunca su Sueño del Fevre.

Durante meses, Abner Marsh fue víctima de terribles pesadillas sobre un barco que se deslizaba por el río, todo negro, con todas las lámparas y velas apagadas, con grandes y negros lienzos alquitranados colgados alrededor de la cubierta principal para que ni el resplandor rojizo de los hornos escapara, un barco oscuro como la muerte y negro como el pecado, una sombra moviéndose a través de la niebla y bajo la luz de la luna, apenas visible, silencioso y rápido. En sus sueños, el barco no hacía ningún ruido al avanzar, y unas formas blancas merodeaban en silencio por sus cubiertas y por su gran salón, y en sus camarotes los pasajeros se apretujaban aterrados, hasta que las puertas se abrían a la medianoche y empezaban a gritar. Una o dos veces, Marsh se despertó gritando también y ni siquiera despierto podía olvidar su barco soñado envuelto en sombras y gritos, con un humo más negro que los ojos de Julian y un vapor del color de la sangre.

Cuando el hielo empezó a fundirse en la parte superior del río, Abner Marsh se tuvo que enfrentar con un difícil problema. No había encontrado el Sueño del Fevre y la búsqueda le había llevado al borde de la ruina. Los libros de contabilidad le relataban una triste historia: sus arcas estaban casi vacías. Poseía una compañía de vapores sin ningún barco y no le quedaban fondos para comprar o construir uno modesto. Así pues, aun contra su voluntad, Marsh escribió a sus agentes y detectives para terminar la cacería.

Con el poco dinero que le había quedado subió río arriba, donde el Eli Reynolds seguía todavía posado en el atajo donde había embarrancado. Le ajustaron un nuevo timón y le arreglaron un poco la rueda de palas, y aguardó a las crecidas de primavera. La crecida llegó y el atajo se hizo practicable otra vez, y Yoerger y su tripulación condujeron al Reynolds a San Luis, donde se le puso una rueda de palas nueva, otro motor con el doble de potencia y una segunda caldera. Incluso lo volvieron a pintar, y compraron una alfombra amarilla esplendorosa para el salón principal. Luego, Marsh se lanzó al comercio de Nueva Orleans, para el cual el barco era demasiado pequeño, demasiado viejo y mal dotado, pero pudo continuar así la búsqueda con sus propios medios.

Abner sabía, ya antes de comenzar, que casi no había ninguna esperanza. Sólo entre Cairo y Nueva Orleans, había unos mil setecientos kilómetros de río. Después estaba el alto Mississippi, por encima de Cairo hasta las cataratas de St. Anthony, y estaba el Missouri, el Ohio y el Yazoo, y el río Rojo y unos cincuenta afluentes navegables para los vapores, la mayoría de los cuales tenían a su vez tributarios, por no mencionar todas las pequeñas cañadas y atajos que eran navegables sólo parte del año, cuando se tenía un buen piloto. El Sueño del Fevre podía estar oculto en cualquiera de ellos, y si el Eli Reynolds pasaba ante él sin reconocerlo, significaría comenzar otra vez toda la búsqueda. Miles de vapores llenaban el Mississippi y su sistema de navegación fluvial, y muchos se iniciaban en el negocio cada mes, lo que significaba un montón de nombres nuevos que comprobar a través de los periódicos. Sin embargo, Marsh era, ante todo, obstinado. Siguió buscando, y el Eli Reynolds se convirtió en su hogar.

No consiguió muchos contratos. Los vapores más grandes, rápidos y lujosos del río competían por el recorrido San Luis-Nueva Orleans, y el Reynolds, con lo viejo y lento que era, atraía a pocos pasajeros.

—No es que sea más lento que un caracol y dos veces más feo —le dijo uno de sus empleados a Marsh en el otoño de 1858, al darle aviso de que se iba para ocupar otro puesto—. Es también usted, si quiere que le diga la verdad.

—¿Yo?—rugió Marsh—. ¿Qué diablos quiere decir?

—La gente del río habla, ya sabe usted. Dicen que tiene encima una especie de maldición, peor que la del Drennan White. A uno de sus barcos le estallaron las calderas, dicen, y todo el mundo murió. Otros cuatro quedaron estrujados e inservibles entre el hielo. Otro fue quemado después de que todos los que iban en él murieran de la fiebre amarilla y el último, se dice que lo embarrancó usted mismo después de un ataque de locura y de golpear al piloto con un garrote.

—¡Maldito estúpido piloto! —exclamó Abner.

—Y ahora le digo, ¿ quién querrá viajar con un hombre maldito como usted? O siquiera trabajar para él. Yo no, se lo aseguro. Yo no.

El hombre que había contratado para sustituir a Jonathon Jeffers le rogó una vez más a Abner que sacara el Eli Reynolds del tráfico de Nueva Orleans y que efectuara el trabajo en el alto Mississippi o en el Illinois, para los cuales estaba mejor dotado, o incluso el Missouri, que era duro y peligroso pero enormemente provechoso si el barco no se estrellaba contra los salientes. Abner Marsh se negó y se enfadó con el hombre al insistir éste. Pensaba que no había ninguna oportunidad de encontrar al Sueño del Fevre en los ríos del norte. Además, durante los últimos meses había estado haciendo paradas secretas en ciertos puestos de leña de Louisiana y en islas desiertas del Mississippi y de Arkansas, tomando a bordo esclavos fugitivos y llevándolos al norte, a los estados libres. Toby le puso en contacto con un grupo llamado el “ferrocarril subterráneo”, que preparaba todos los detalles. Abner Marsh no tenía ninguna simpatía a los malditos ferrocarriles e insistía en llamarlo el “río subterráneo” pero de todos modos se sintió satisfecho de esa actividad pues consideraba que, de algún modo, estaba haciéndole daño a Damon Julian. En ocasiones, se mezclaba con los huidos en la cubierta principal y les preguntaba por la gente de la noche y el Sueño del Fevre, imaginándose que quizá los negros conocían cosas que los blancos ignoraban, pero ninguno supo decirle nada de utilidad.