—¿Cómo suena esa sirena?
—Exactamente como un hombre gritando —respondió Karl Framm.
—Dime otra vez el nombre —pidió un joven piloto.
—Ozymandias —contestó Framm. Sabía pronunciar bien aquella rara palabra.
—¿Qué significa eso?
Abner Marsh se puso en pie.
—Es de un poema —intervino—. “Mirad mis obras, vosotros los poderosos, desesperados.”
Los reunidos le miraron sin entender nada, y una dama gorda se echó a reír con una risa nerviosa y disimulada.
—Hay maldiciones y cosas peores en ese viejo diablo del río —apuntó un sobrecargo de poca estatura. Mientras hablaba, Marsh asió a Karl Framm del brazo y le arrastró fuera.
—¿Por qué demonios ha tenido que contar esa historia? —le preguntó al piloto.
—Para meterles miedo —dijo Framm—. Para que si lo ven alguna maldita noche, tengan el sentido común de echar a correr.
Abner Marsh caviló considerando aquello y, por último, inclinó ligeramente la cabeza en señal de aceptación.
—Supongo que no importa. Lo llamó con el nombre que le puso Sour Billy. Si hubiera mencionado el Sueño del Fevre, le hubiera arrancado la cabeza allí mismo, ¿me oye?
Framm le oyó, pero no le importó mucho. La historia corría de boca en boca, para bien o para mal. Marsh escuchó una versión distorsionada en labios de otro hombre un mes después, mientras cenaba en el “Albergue de los Plantadores”, y otras dos veces durante aquel invierno. El relato cambió en varios extremos, naturalmente, e incluso el nombre del barco negro. Ozymandias era un nombre demasiado extraño para la mayoría de los narradores, al parecer. Sin embargo, aunque no mencionaran el nombre del barco, la historia seguía siendo la misma.
Poco más de medio año después, Marsh escuchó otra historia, que cambiaría su vida.
Acababa de sentarse a cenar en un pequeño hotel de San Luis, más barato que el “Albergue de los Plantadores” y que el “Sureño”, pero que servía buenas comidas. También estaba menos frecuentado por la gente de los barcos, cosa que convenía a Marsh. Sus viejos amigos y rivales le miraban de una forma rara aquellos últimos años, o le evitaban como si fuera un gafe, o simplemente aceptaban sentarse a su mesa para hablar de sus infortunios, y Marsh no tenía paciencia para nada de todo aquello. Prefería que lo dejaran solo. Aquel día de 1860 estaba allí sentado, tranquilamente, bebiendo una copa de vino a la espera de que el camarero le sirviera el pato asado con batata y judías y el pan caliente que había pedido, cuando le abordaron.
—Llevaba un año sin verle —dijo el tipo. Marsh le reconoció vagamente. El hombre había sido fogonero en el A. L. Shotwell unos años antes. Con un gruñido, le invitó a tomar asiento.
—No le importa, ¿verdad? —dijo el ex fogonero, sentándose inmediatamente y empezando a parlotear. Ahora era segundo maquinista en un nuevo barco de Nueva Orleans del que nunca había oído hablar Marsh, y le llenó de chismes y noticias del río. Marsh le escuchó educadamente, preguntándose cuándo le traerían la comida. No había tomado nada en todo el día.
Acababa de llegar el pato, y Marsh estaba untando de mantequilla un pedazo de estupendo pan caliente cuando el maquinista dijo:
—¿Ha oído hablar de la gran tormenta de Nueva Orleans?
Marsh masticó el pan, tragó y tomó otro trozo.
—No —murmuró, sin gran interés.
Aislado como vivía, no llegaba hasta él gran cosa sobre inundaciones, tormentas y demás calamidades. El hombre silbó por entre la hendidura de sus dientes amarillentos.
—Diablos, fue una cosa terrible. A un montón de barcos se les rompieron las amarras y fueron zarandeados a base de bien. El Eclipse era uno de ellos. Oí que había salido con graves desperfectos.
Marsh tragó el trozo de pan y dejó en el mantel el cuchillo y el tenedor que acababa de asir para trinchar el pavo.
—El Eclipse —murmuró.
—Sí.
—¿Cómo de graves?—preguntó Marsh—. El capitán Sturgeon volverá a ponerlo en condiciones, ¿verdad?
—Diablos, quedó demasiado malparado para eso —contestó el maquinista—. Según oí, lo utilizarán de muelle en Memphis.
—De muelle —repitió Marsh quedamente, pensando en aquellos viejos y cansados cascos grises que formaban los muelles de San Luis y Nueva Orleans y las demás grandes ciudades portuarias del río, cascos desprovistos de motores y calderas, cáscaras vacías utilizados solamente para cargar mercancía y trasladar carga—. No puede ser… Ese barco…
—Bueno, supongo que es lo que se merece —dijo el tipo—. Diablos, le hubiéramos ganado con el Shotwell a no ser por…
Marsh emitió un gruñido estrangulado en lo más hondo de la garganta.
—¡Fuera de aquí!—rugió—. Si no fuera porque estuvo en el Shotwell le pegaba ahora mismo una patada y lo echaba a la calle por lo que acaba de decir. Y ahora, ¡largo de aquí!
El maquinista se levantó rápidamente.
—¡Está tan loco como decían! —masculló antes de irse.
Abner Marsh permaneció sentado en aquella mesa larguísimo rato, sin tocar la comida que tenía ante sí, sin mirar nada en concreto y con una extraña y fría mirada en sus ojos. Por fin, se le acercó tímidamente un camarero.
—¿Le pasa algo a su pato, capitán?
Marsh miró hacia el plato. El pato se había enfriado un poco y la grasa empezaba a solidificar a su alrededor.
—Ya no tengo hambre —dijo. Apartó el plato, pagó la cuenta y se fue.
Pasó la semana siguiente trabajando sobre sus libros de contabilidad, sumando las deudas. Después, llamó a Karl Framm.
—Ya no tiene sentido —le dijo Marsh—. Ya nunca podrá correr contra el Eclipse, aunque lo encuentre, que no lo encontraré. Estoy harto de buscar. Voy a llevar el Reynolds al tráfico del Missouri, Karl. Tengo que ganar un poco de dinero.
Framm se quedó mirándolo con expresión acusadora.
—No tengo licencia para el Missouri.
—Lo sé. Puede irse. De todos modos, merece un barco mejor que el Reynolds.
Karl Framm dio una chupada a la pipa y no dijo nada. Marsh no se atrevió a mirarle a los ojos, y revolvió algunos papeles.
—Le pagaré todos los salarios que le debo —dijo.
Framm asintió y se volvió para irse. Al llegar a la puerta se detuvo.
—Si consigo un barco, seguiré buscando. Si lo encuentro, se lo haré saber.
—No lo encontrará —respondió Abner en tono convencido. A continuación Framm cerró la puerta y desapareció del barco y de la vida de Abner Marsh, y éste se quedó solo como nunca lo había estado. Ahora no quedaba nadie más que él, nadie que recordara el Sueño del Fevre ni el traje blanco de Joshua ni el infierno que llamaba desde el fondo de los ojos de Damon Julian. Ahora sólo seguía vivo porque Marsh lo recordaba, y Marsh se disponía a olvidar.