Выбрать главу

Claro que lo valía. Michael volaba hacia un lugar seguro.

– Hizo lo que creía mejor.

– Así es. Pero eso no significa que lo haya hecho de la mejor manera posible. No soy perfecto -dijo, asintiendo con la cabeza-. Compraré comida china al volver. Cerraré la puerta con llave. No le abra a nadie excepto a mí.

Salió y cerró.

No le abra a nadie excepto a mí.

Había pronunciado aquella frase de la manera más impasible, si bien su significado no era nada banal. Ella seguía siendo un blanco, y eso sin duda agradaba a Royd. ¿Por qué no tenía más miedo? Estaba cansada y con los nervios a flor de piel, pero no tenía miedo. Aquello se debía probablemente al hecho de que Michael ya no corría peligro. Podía lidiar con cualquier cosa siempre y cuando no tuviera que preocuparse por la suerte de su hijo.

Se metió en la ducha y dejó correr el agua caliente por todo el cuerpo. Michael estaría bien. Nadie podía cuidar mejor de él que Jock.

Quizá Royd podría.

¿Por qué había pensado de pronto en eso? Royd era la imagen misma del peligro y la muerte. Al contrario de Jock, no tenía ni una pizca de amabilidad que disimulara la amenaza. Royd era un tipo rudo y decidido, y tenía tanta sensibilidad como un rinoceronte enfadado.

Sin embargo, había sabido que Michael reaccionaría de esa manera en el último momento.

Tenía buen juicio, pero carecía de sensibilidad. No tenía la menor duda de que Royd era un hombre inteligente.

«No pienses en él», se dijo. Aprovecharía esos momentos para relajarse y recuperar fuerzas. Estaba irritada y enfadada, y empezaba a sentir las primeras punzadas de la soledad. Michael estaba siempre con ella, en persona o en sus pensamientos. Todos los días empezaban y acababan con su hijo presente. Ahora se había separado de él, y aquello dolía.

«Entonces deja de quejarte y haz lo que tengas que hacer. Es la única manera de volver a estar juntos». Ella no era solo madre. También era una mujer inteligente y tenía voluntad. Debía servirse de esas cualidades y usarlas contra Sanborne.

Royd estaba sentado en una silla al otro extremo de la habitación, con una pierna colgando sobre el brazo del sillón y la cabeza apoyada en el respaldo.

Tigre, tigre, luz llameante…

– ¿Está despierta? -Royd se enderezó en el sillón y sonrió-. Se ha quedado completamente frita. Me pregunto cuánto sueño habrá perdido en los últimos años.

Sophie sacudió la cabeza para despejarse antes de sentarse y envolver su cuerpo desnudo con la sábana.

– ¿Cuánto tiempo lleva ahí?

Royd miró su reloj.

– Tres horas. Y he tardado otras dos horas en encontrarle ropa y una bolsa de viaje.

– Cinco horas. Debería haberme despertado -dijo, y puso los pies en el suelo-. O debería haber aprovechado para dormir.

– No tenía prisa. Aunque pareciera que se está convirtiendo en una costumbre que yo la despierte a usted, ¿no? Sin embargo, esta vez he disfrutado.

– Eso es una cho… -Sophie se interrumpió al ver su mirada. Sensual. Tan sensual como su manera de sentarse. Perezosa, felina, totalmente sensual. Tuvo que apartar la mirada-. Entonces será mejor que encuentre otra cosa para distraerse. No me gusta que invadan mi espacio, Royd.

– No lo he invadido. No me he movido de esta silla desde que entré. Sólo la he estado observando -dijo, sonriendo-. He estado demasiado tiempo en la selva -Se incorporó-. Volveré a mi habitación y calentaré la comida china en mi microondas. Su ropa está en esas dos bolsas. Espero que le quede bien. He intentado encontrar algo con un poco de estilo -dijo, mirando por encima del hombro-, aunque nunca encontrará nada que le quede mejor que esa sábana.

Ella se lo quedó mirando. Dios mío, tenía las mejillas calientes y los pechos bajo las sábanas de pronto estaban hinchados y sensibles.

Se sentía… No quería pensar en cómo se sentía. Y no quería pensar en el hombre que le hacía sentir eso. De todas maneras, era una insensatez. A ella siempre le habían atraído los hombres inteligentes y civilizados, como Dave. Puede que Royd fuera un hombre inteligente, pero no tenía nada de civilizado. Establecía sus propias reglas e ignoraba todo lo demás.

Era normal sentirse así. Aquella respuesta descontrolada era puramente biológica, considerando que no había tenido relaciones sexuales desde meses antes de su ruptura con Dave. La habían sorprendido con la guardia baja y era probable que hubiera tenido la misma reacción ante cualquiera, en esas mismas circunstancias.

Quizá no cualquiera. Había en Royd una sexualidad atrevida que…

«Olvídate de ello. Ese momento no se repetiría». Se incorporó y fue hacia el otro extremo de la habitación para abrir las bolsas. Debía vestirse, guardar el resto de la ropa en la bolsa de viaje, ir a la habitación de Royd y comer. Cuando acabaran, quizá fuera la hora de llamar a Jock y hablar con Michael.

– Acabo de ver las noticias de la noche -dijo Boch, cuando Sanborne contestó el teléfono-. La policía todavía no sabe si estaban en la casa cuando explotó. O si lo saben, no lo han hecho público.

– Tenían que estar dentro. El policía que paró su coche reconoció las fotos. Los restos del mismo coche fueron encontrados entre los restos esparcidos por el jardín.

– Pero no hay cuerpos, maldita sea.

– Es la fuerza de la explosión. Hablamos de trozos de cuerpos, y la policía no anunciará una muerte hasta estar segura. Podría desatar una marea de demandas contra la compañía de gas y provocar el pánico en los barrios donde había fugas. Llevará un tiempo.

– Son excusas, Sanborne. Tu enviado, Caprio, metió la pata y ahora no tienes pruebas de que tus hombres hayan corregido el error.

Sanborne procuró controlar su irritación.

– No puedo llamar a ninguno de mis contactos en la policía. No me pueden relacionar con ella de ninguna manera. ¿Es que no lo entiendes? Le he dicho a Gerald Kennett que llame al hospital, y Sophie Dunston no ha llamado. Suele ver a sus pacientes los fines de semana. El personal está impresionado y preocupado.

– Eso no basta. Esa mujer no es tonta. Puede que esté oculta. Debe de tener amigos con quienes ponerse en contacto. Averigua algo de ellos.

– Tengo que irme con cuidado. No puedo exponerme a que llamen a la policía acusándome de acoso. -Sanborne no esperó una respuesta-. Voy muy por delante de ti -avisó-. He mandado a uno de mis hombres, Larry Simpson, a hablar con los vecinos y con el entrenador de fútbol del chico, fingiendo ser reportero. Ninguno de ellos ha sabido nada.

– ¿Y el ex marido?

– He mandado a alguien a casa de Edmunds. ¿Satisfecho?

– No. Me daré por satisfecho cuando la policía declare que Sophie Dunston ha volado en pedazos -dijo Boch, y calló-. Ben Kaffir se ha puesto en contacto conmigo. Le interesa el REM-4, pero está coqueteando con Washington y no quiere comprometerse hasta que demostremos que no figura como implicado en ninguna investigación. Esa mujer, Dunston, ya ha creado demasiados problemas.

– Ya no creará más problemas -dijo Sanborne-. Ten paciencia. Dame otro día y verás que te preocupas innecesariamente.

– No me preocupo. Voy a viajar a Caracas para hacer los últimos arreglos. Si me entero de que has vuelto a fallar, volveré y yo mismo me ocuparé de ella -dijo Boch, y colgó.

Sanborne se reclinó en su silla. Aunque él mismo tenía ganas de destapar toda su irritación, Boch no se equivocaba demasiado. Él le había dicho la verdad acerca de la tardanza de los informes forenses, pero le preocupaba la desaparición de Caprio. El retraso en anunciar la muerte quizá se debiera a que intentaban identificar los trozos encontrados, pero quizá era una chapuza. Las cosas no marchaban tan bien como había imaginado, y aquello no le gustaba.

¿Royd?

Dios, esperaba que no. No tenía necesidad alguna de enfrentarse a ese cabrón en ese momento decisivo.