– Te dije que estaría seguro -respondió él, evitando mirarla.
– Entonces, ¿por qué no puedo hablar con él? -preguntó, con un gesto de impaciencia-. Sí, ya sé que me dijiste que no era seguro utilizar los teléfonos porque pueden localizar la llamada. Pero, ¿una sola llamada, sólo un momento?
Él negó con la cabeza.
– No lo estropees a estas alturas, Sophie.
Ella guardó silencio.
– Me resulta muy difícil, Royd.
– Eso es evidente. -Royd seguía sin mirarla-. ¿Acaso no confías en mí?
– No estaría aquí si no confiara en ti.
– Es un prodigio. Te dije en una ocasión que haría cualquier cosa para acabar con Sanborne y Boch. Os he puesto a ti y al niño en peligro desde el día en que nos conocimos.
– Soy una persona y tengo mi propia voluntad. Yo soy la que se ha prestado a correr el riesgo. Sí, confío en ti -dijo, tras una pausa-. Sólo dime una vez más que Michael está en lugar seguro.
– Tu hijo no sufrirá ningún daño -le aseguró él, y se giró-. Tengo que ir al puente y decirle a Kelly que zarpamos hacia Caracas.
Sophie lo vio alejarse con un sentimiento de desazón. Desde que habían dejado Estados Unidos, Royd estaba demasiado callado, casi cortante. Quizá fuera algo normal en esas circunstancias. Ella también estaba tensa, y tenía que controlar el pánico que la acechaba cuando pensaba en las horas siguientes. Sin embargo, no era pánico lo que percibía en Royd. De vez en cuando lo sorprendía mirándola, observándola.
Acabar con Boch y Sanborne lo era todo para él. Era la obsesión que lo mantenía vivo. ¿Acaso pensaba que se echaría atrás?
No lo sabía. Aquellos días, Royd era un enigma, y ella no tenía ni la energía ni la concentración necesaria para descifrar de qué se trataba. No era el momento para empezar a analizar cada uno de sus estados de ánimo y sus movimientos. Ella le había dicho que confiaba en él, y era verdad. Ese nerviosismo que sentía no tenía nada que ver con Royd sino con el enfrentamiento que le esperaba en los próximos días.
Tenía que confiar en él.
Caracas.
Sophie cogió el reproductor portátil de DVD e insertó el disco.
– ¿Mamá?
Oyó la voz de Michael antes de que en la imagen apareciera su cara.
Dios mío.
Michael tenía una herida en la mejilla izquierda y el labio superior tenía un corte y estaba hinchado. Parecía aterrado. Michael intentó sonreír.
– Estoy bien, mamá. No tengas miedo. Y no dejes que te obliguen a hacer algo que no quieras hacer.
Las lágrimas le ardían en los ojos.
– Tengo que irme. -Michael miraba a alguien fuera de cámara-. No les ha gustado lo que he dicho. Pero lo he dicho en serio. No los dejes…
La cámara se apagó y el disco llegó a su fin.
Sophie se apoyó en la mesa, sintiéndose barrida por oleadas de pánico. Si Michael estaba actuando, merecía un Óscar. Esas magulladuras…
Confía en mí, había dicho Royd. Maldito seas, Royd.
«Confía en mí».
«No te desmorones ahora. Él le había dicho que el DVD sería auténtico. Tenía que pasar la inspección de Sanborne. Las magulladuras…»
Sonó su móvil.
– Has tenido tiempo para ver nuestra película casera. ¿Te ha gustado?
– Hijo de puta. -Sophie no podía impedir que la voz le temblara-. Es sólo un niño.
– Por lo visto, no te ha gustado -dijo Sanborne-. Creo que el niño ha dado muestras de un gran valor. Deberías estar orgullosa de él.
– Estoy orgullosa de él. Quiero que lo dejes ir.
– A su debido tiempo. Cuando tengamos éxito con la primera prueba del REM-4.
– Ahora.
– Nada de exigencias. Las exigencias me irritan -dijo él, y guardó silencio-. Cada día que te niegues a ayudarme recibirás un nuevo vídeo de tu hijo. Empezaré con magulladuras y luego seguiré con otras partes del cuerpo. ¿Me entiendes?
Sophie empezaba a marearse.
– Entiendo.
– Así está mejor. Mandaré a uno de mis hombres a buscarte a la plaza Bolívar esta noche a las seis. Te traerá a la isla. Sé puntual. No quiero tener que hacer una llamada telefónica que te pondría muy triste. -Colgó.
Sophie desconectó el móvil.
Se sintió paralizada. Tenía que ponerse en marcha. Debía encontrarse con Royd en la calle lateral junto a la oficina de correos. Había venido sola, en caso de que la observaran, pero ahora Royd tenía que enterarse del DVD y de la llamada de Sanborne.
Sin embargo, no podía enfrentarse a él si antes no se controlaba. En ese momento, se sentía completamente dominada por el pánico. Tenía que concederse un momento para recuperar la calma.
Si confiaba en Royd, ¿por qué estaba tan aterrada creyendo que ese DVD era auténtico?
Confía en él. Confía en él. Confía.
Capítulo 18
– Intenta obtener su autorización para ir a la planta depuradora mañana. -Royd disminuyó la velocidad a medida que se acercaban al centro de Caracas-. Quizá quiera que trabajes en un laboratorio en el pueblo, pero invéntate un pretexto para ir a la planta.
– De acuerdo.
– Intentaré montar la operación para dentro de tres días. Traeré a MacDuff y a sus hombres y para entonces estaremos listos para ponernos en marcha. Desembarcaremos después de la puesta de sol. Asegúrate de estar en la planta en ese momento. Yo iré por delante de MacDuff y Kelly y primero te sacaré de ahí. No puedo darte un micrófono ahora porque seguramente te registrarán cuando llegues a la isla. Una vez que te hayas establecido, debería ser seguro. Tienes que poder contactar con nosotros si todo te revienta en las manos.
– Si todo me revienta en las manos, también es probable que yo reviente. No necesitaré el micrófono.
– No tiene gracia -dijo él, cortante.
– Lo siento. ¿Cómo me harás llegar un micro?
– Lo dejaré cerca de la puerta de la verja que rodea la planta. Muy cerca de la superficie, de modo que sólo tendrás que quitar un poco de tierra para encontrarlo.
– ¿De qué hablas?
– Plantaré un par de flores amarillas típicas de la isla. En realidad, son maleza, pero son bonitas. Coge unas cuantas flores hasta que des con el micrófono, que no será más grande que la uña de tu pulgar. Mantenlo puesto en todo momento. Si vemos que la situación empeora, vendré a buscarte.
– Eso sería una estupidez. Sólo conseguirás que te maten. Espera hasta que yo te diga que vengas.
– Ya veremos.
– No, tú espera. No voy a arriesgar el pellejo si no puedo decir cómo hay que hacerlo.
Royd guardó silencio un momento.
– Esperaré. Hasta que ya no pueda esperar más.
– Eso no es una gran concesión.
– Es una enorme concesión -dijo él, grave-. La más grande que jamás he hecho a nadie. -Se detuvo junto al bordillo-. Ahora, baja. No puedo ir más lejos sin correr el riesgo de que nos vean juntos. La plaza Bolívar está a dos manzanas, siguiendo por esa calle. A partir de aquí, estarás sola.
Sola. Sophie intentó que no se notara el impacto de esas últimas palabras. Ya se lo esperaba. Se habría rebelado si él le hubiera dicho que había cambiado de parecer y que no la mandaría a la isla. Sin embargo, ahora que había llegado el momento, la realidad le daba miedo.
– De acuerdo. -Sophie intentó sonreír cuando fue a abrir la puerta-. Supongo que estaré en contacto, pero no antes de que me hagas llegar el maldito micrófono. -Bajó del coche y vaciló-. Royd, tengo que pedirte algo.
– Dime.
– Si algo me ocurre, ¿cuidarás de mi hijo? ¿Te asegurarás de que esté seguro y sea feliz?
– Mierda.
– ¿Me lo prometes?
– No te ocurrirá nada.
– Prométemelo.
– Prometido -dijo él, después de un breve silencio.