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– ¡Sor Eisten! -gritó Cass sorprendido-. No tengáis miedo. Soy yo, Cass de Cashel. Estuve en vuestro hostal hace seis meses cuando pasé por el pueblo. ¿No me recordáis?

La joven religiosa lo observó de cerca y sacudió la cabeza. Sin embargo, su rostro empezó a mostrar cierto relajamiento y volvió sus ojos castaños hacia Fidelma.

– ¿No estáis con Intat? ¿No sois de su banda? -preguntó medio atemorizada.

– Quienquiera que sea Intat, no somos de su banda -contestó Fidelma con gravedad-. Yo soy sor Fidelma de Kildare. Mi compañero y yo viajamos a la abadía de Ros Ailithir.

Los músculos del rostro de la hermana, tan tensos antes, se empezaron a relajar. Intentaba contener las lágrimas de susto y de alivio.

– ¿Ya… ya… se han ido? -consiguió decir finalmente, con voz temblorosa y atemorizada.

– Parece que se han ido, hermana -respondió Fidelma intentando tranquilizarla cuanto podía; luego se adelantó y tendió las manos para coger al bebé-. Venid, parecéis agotada. Dadme al niño, descansad un poco y explicadnos qué ha sucedido. ¿Quiénes eran?

Sor Eisten se echó hacia atrás de golpe, como si temiera que la tocaran. Por si acaso, apretó al bebé con fuerza contra su pecho.

– ¡No! No nos toquéis a ninguno.

Fidelma se detuvo sorprendida.

– ¿Qué queréis decir? No os podemos ayudar hasta que sepamos lo que está sucediendo.

Sor Eisten se la quedó mirando con los ojos expresivos bien abiertos.

– Es la plaga, hermana -susurró-. Hemos tenido la peste en este pueblo.

La mano con la que Cass agarraba al muchacho, que seguía retorciéndose, pareció quedarse de repente sin fuerza. El cuerpo se le quedó rígido. El muchacho se escabulló.

– ¿Plaga? -susurró Cass, dando un paso atrás de forma involuntaria.

A pesar de su anterior actitud, al verse confirmada la presencia de la peste, Cass se sentía claramente preocupado.

– Así pues, ¿hay peste en el pueblo, después de todo? -preguntó Fidelma.

– Varios han muerto en el pueblo durante las últimas semanas. A mí no me ha tocado, gracias a Dios, pero otros han muerto.

– ¿Alguno de los que están aquí está enfermo? -insistió Cass, mirando ansioso a los niños.

Sor Eisten sacudió la cabeza en señal de negación.

– No es que a Intat y sus hombres les importara. Todos hubiéramos muerto si no nos hubiéramos ocultado…

Fidelma la miraba fijamente y cada vez era mayor el horror que sentía.

– ¿Os hubieran matado tanto si tuvierais la peste como sino? ¡Explicaos! ¿Quién es ese Intat?

Sor Eisten dejó ir otro gemido. Estaba casi a punto de derrumbarse. Incitándola un poco, empezó a explicarse.

– Hace tres semanas, apareció en el pueblo la peste amarilla. Primero la cogió una persona y luego otra. No perdonó ni el sexo ni la edad. Ahora estos niños y yo misma es todo lo que queda de las treinta almas que habitaban en este lugar.

Los ojos de Fidelma se posaron primero en el bebé, que no tendría más que unos meses, y luego en los niños. Las dos niñas de cabellos cobrizos apenas tendrían nueve años. El niño rubio, que se había alejado del lado de Cass y se había situado a la defensiva detrás de sor Eisten, tendría la misma edad. Los dos muchachos más altos, que fruncían el ceño, con el cabello negro y ojos grises suspicaces, eran mayores. Uno tendría unos diez años y el otro tal vez catorce o quince. Parecían hermanos. Fidelma se giró y miró a la rolliza religiosa, que temblaba.

– No habéis explicado todo, hermana -dijo Fidelma como engatusándola, sabiendo que la joven podía romper a llorar-. ¿Decís que ese hombre, Intat, ha venido a matar a la gente, a quemar la aldea, cuando todavía había gente sana aquí?

Sor Eisten aspiró fuerte por la nariz e hizo ver que pensaba lo que iba a decir.

– No teníamos soldados que nos protegieran. Esto era un asentamiento de granjeros. Al principio pensé que los atacantes temían que la peste se extendiera por los pueblos vecinos y que intentaban conducirnos a las montañas para que no los contagiáramos. Pero empezaron a matar a la gente. Parecían sentir un placer especial matando a los niños pequeños.

Gimió profundamente al recordarlo.

– ¿Así que todos los hombres del pueblo habían sucumbido a la plaga? -preguntó Cass-. ¿No había nadie para defenderos cuando sobrevino el ataque?

– Tan sólo unos pocos hombres intentaron evitar la carnicería. ¿Qué podían hacer unos cuantos granjeros contra una docena de guerreros armados? Murieron bajo las espadas de Intat y sus hombres…

– ¿Intat? -inquirió Fidelma-. De nuevo, Intat. ¿Quién es ese Intat que no dejáis de nombrar?

– Es un jefe local.

– ¿Un jefe local? -Fidelma estaba escandalizada-. ¿Se atrevió a pasar al pueblo a fuego y espada?

– Yo conseguí reunir a algunos de los niños y llevarlos a salvo al bosque -repitió sor Eisten, sollozando al recordar las escenas de aquella matanza-. Nos ocultamos mientras Intat llevaba a cabo su horrible acción. Prendió fuego al pueblo… -se detuvo, incapaz de continuar.

Fidelma exhaló con profundidad.

– ¿Qué gran crimen se ha cometido aquí, Cass? -preguntó en voz baja, mientras contemplaba las casas del pueblo que todavía ardían.

– ¿No podía ir alguien al bó-aire, el magistrado local, y exigir protección? -preguntó Cass, visiblemente conmovido por la historia de sor Eisten.

– ¡Intat es el bó-aire de este lugar! -exclamó la monja rabiosa-. Ocupa un lugar en el consejo de Salbach, jefe de los Corco Loígde. -Parecía que iba a sucumbir al agotamiento, pero entonces se recuperó y levantó la barbilla-. Y ahora ya habéis oído lo peor; ahora que ya sabéis que hemos estado en contacto con la plaga, dejadnos perecer en las montañas y seguid vuestro camino.

Fidelma sacudió la cabeza con compasión.

– Nuestro camino es ahora vuestro camino -dijo con firmeza-. Vendréis con nosotros a Ros Ailithir, pues supongo que estos niños no tendrán familia que los alimente.

– Ninguna, hermana. -La joven religiosa miraba fijamente a Fidelma, asombrada-. Yo regento una casita de acogida para los huérfanos de la peste y ellos están a mi cargo.

– Entonces, a Ros Ailithir.

Cass parecía estar ligeramente preocupado.

– Hay un buen trozo hasta Ros Ailithir -susurró, y luego añadió algo en voz baja-. Y, al abad, tal vez no le guste que expongamos la abadía al contacto de la peste.

Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.

– Todos estamos expuestos a ella. No podemos ocultarnos de ella ni quemarla hasta hacerla inexistente. Hemos de aceptar la voluntad de Dios, sea cual sea. Bueno, se está haciendo tarde. ¿Tal vez deberíamos quedarnos aquí esta noche? Al menos no tendremos frío.

Ante aquella sugerencia, sor Eisten protestó al instante.

– ¿Y si Intat y sus hombres regresan? -se lamentó.

– Tiene razón, Fidelma -admitió Cass-. Existe esa posibilidad. Es mejor no quedarse aquí, por si Intat anda cerca. Si se da cuenta de que hay supervivientes, tal vez tenga ganas de rematar la faena.

Fidelma cedió con renuencia a sus objeciones.

– Cuanto antes nos pongamos en marcha, antes llegaremos. Cabalgaremos todo lo que podamos en dirección a Ros Ailithir.

– Pero Intat se ha llevado nuestros animales -volvió a protestar Eisten-. No es que hubiera caballos, pero había algún asno…

– Tenemos dos caballos y los niños se pueden sentar dos o tres juntos en cada uno -afirmó Fidelma-. Los adultos tendremos que ir a pie y haremos turnos para llevar al bebé. Pobrecito. ¿Qué le pasó a la madre?

– Era una de las que mató Intat.

Los ojos de Fidelma se mostraron fríos como el acero.

– Responderá ante la ley por este hecho. Como bó-aire, ha de tener en cuenta las consecuencias de sus actos. ¡Y responderá!