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– Buenos días os dé Dios, hermano -lo saludó Fidelma con una sonrisa, intentando iniciar una conversación-. ¿Por qué hay caras tan largas en este lugar?

El monje se dio la vuelta y se quedó mirándola con severidad; parecía que su rostro se volvía incluso más lúgubre.

– ¿Acaso os esperabais diversión en un momento como éste, hermana? -resopló con aire de desaprobación, se giró y se fue antes de que Fidelma pudiera pedir más explicaciones.

Fidelma se quedó por un momento desconcertada y luego lanzó una mirada a su alrededor en un intento de encontrar un alma más comunicativa.

Vio a un hombre de rostro delgado que la contemplaba con arrogancia. Cuando levantó la mirada y se vio altaneramente examinada, le sobrevino un recuerdo. Antes de que pudiera articularlo, el hombre había avanzado hacia ella.

– Así pues, Fidelma de Kildare -dijo con voz frágil y sin calidez-, parece que vuestro hermano Colgú os ha hecho venir…

Fidelma estaba sorprendida por su tono hostil, pero respondió saludando con una sonrisa al identificar al hombre.

– Os reconozco, sois Forbassach, brehon del reino de Laigin. ¿Qué hacéis tan lejos de Fearna?

El hombre no le devolvió la sonrisa.

– Tenéis buena memoria, sor Fidelma. He sabido de vuestras hazañas en la corte de Oswio de Northumbria y del servicio que cumplisteis en Roma. Sin embargo, vuestro talento no servirá de nada en este reino. El juicio no se verá impedido por vuestra brillante reputación.

Fidelma sintió por un momento que la sonrisa se le helaba. Era como si se le hubieran dirigido en un idioma extraño y ella intentara evitar que su rostro revelara que no comprendía nada. El brehon Morann de Tara le había advertido de que un buen abogado no tenía que dejar nunca que el adversario supiera lo que estaba pensando y, ciertamente, Forbassach le estaba indicando que, en cierta manera, era su adversario; sin embargo, no era capaz de adivinar a qué se debía.

– No dudo, Forbassach de Fearna, de lo profundo de vuestras declaraciones, pero no les acabo de comprender -contestó Fidelma lentamente, permitiéndose una sonrisa para relajarse un poco.

Forbassach se ruborizó.

– ¿Os mostráis insolente conmigo, hermana? ¿Sois la mismísima hermana de Colgú y sin embargo pretendéis…?

– Disculpad, Forbassach.

Una voz calmada y masculina interrumpió la réplica con tono colérico del brehon.

Fidelma alzó la mirada. A su lado había un joven de su misma edad, aproximadamente. Era alto, de casi seis pies, e iba vestido de guerrero. Estaba bien afeitado, tenía el cabello castaño y rizado y a primera vista parecía duro pero atractivo. Sus rasgos resultaban agradables. Fidelma no tenía tiempo para una valoración más detenida. Se percató de que llevaba una gargantilla de oro retorcido y trabajada con ricos adornos que mostraba que era un miembro de la Orden del Collar de Oro, la guardia de élite de los reyes de Muman. Se giró hacia ella con una sonrisa amable.

– Disculpad, sor Fidelma. Tengo órdenes de daros la bienvenida a Cashel y de acompañaros al momento hasta vuestro hermano. ¿Os importaría seguirme…?

Fidelma vaciló, pero Forbassach se había alejado frunciendo el ceño en dirección a un grupito que estaba murmurando y lanzando miradas hacia ella. Estaba perpleja. Pero dejó estar ese asunto y empezó a seguir al joven soldado por el vestíbulo enlosado, apresurándose lo justo para mantener su paso sin prisa pero ligero.

– Yo no lo entiendo, soldado -dijo jadeando un poco al esforzarse en seguir su ritmo-. ¿Qué hace aquí Forbassach de Fearna? ¿Por qué está de tan malhumor?

El soldado dejó ir un sonido sospechoso, como un soplido despectivo.

– Forbassach es un enviado del nuevo rey de Laigin, el joven Fianamail.

– Eso no explica su saludo desagradable, ni que todos estuvieran tan de luto. Cashel solía ser un palacio lleno de risas.

El soldado parecía incómodo.

– Vuestro hermano os explicará cómo están las cosas.

Llegaron frente a una puerta que se abrió antes de que pudiera levantar la mano para llamar.

– ¡Fidelma!

Un joven se apresuró hacia ella atravesando la puerta. Resultaba obvio, incluso con un examen superficial, que él y Fidelma eran parientes. Eran iguales en estatura y tenían el mismo cabello pelirrojo y los mismos ojos verdes cambiantes; la misma estructura facial y el mismo movimiento indefinible.

Los hermanos se abrazaron con cordialidad. Se separaron y se quedaron cogidos por los brazos, examinándose el uno al otro.

– Los años te sientan bien, Fidelma -observó Colgú con satisfacción.

– Y a ti también, hermano. Estaba ansiosa cuando recibí tu mensaje. Han pasado muchos años desde que estuve en Cashel por última vez. Temía que te hubiera sucedido algún percance. Sin embargo, pareces sano y te veo contento. Pero esas personas del vestíbulo, ¿por qué están tan tristes y melancólicas?

Colgú mac Failbe Fland condujo a su hermana al interior de la estancia y se volvió hacia el soldado alto.

– Más tarde os llamaré, Cass -dijo, y luego siguió a Fidelma al interior de la cámara.

Era una sala de estar con un fuego ardiendo en un rincón. Un criado se acercó portando una bandeja donde había dos copas de vino calentado con especias; estaba tan caliente que unas volutas de vapor se elevaban del líquido. Después de colocar la bandeja sobre una mesa, el criado se retiró sin molestar mientras Colgú acompañaba a Fidelma a una silla frente al fuego.

– Caliéntate después de tu largo viaje desde Kildare -le dijo Colgú, mientras los truenos seguían retumbando en el exterior-. El día sigue enfadado -observó él, cogiendo una de las copas de vino especiado y ofreciéndosela a su hermana.

Fidelma sonrió con malicia al tomar la copa y alzarla.

– Sin duda. Pero brindemos por los tiempos mejores que vendrán.

– «Amén», hermanita -contestó Colgú.

Fidelma sorbió del vino saboreándolo.

– Hay mucho de que hablar, hermano -dijo-. Han pasado muchas cosas desde que nos vimos por última vez. Ciertamente, yo he viajado a muchos lugares: a la isla de Colmcille, a la tierra de los sajones e incluso a la misma Roma. -Hizo una pausa al darse cuenta de repente de que los ojos de su hermano reflejaban un estado preocupado y de ansiedad-. Pero todavía tienes que responder a mi pregunta… ¿Por qué hay este aire de melancolía en el palacio?

Vio que su hermano fruncía el ceño e hizo una pausa.

– Siempre eras aguda en tus observaciones, hermanita -dijo él con un suspiro.

– ¿Qué pasa, Colgú?

Colgú estuvo dudando unos momentos y luego hizo una mueca.

– Me temo que no has sido requerida para una reunión familiar -confesó amablemente.

Fidelma se lo quedó mirando, esperando que su hermano se explicara. Como no fue así, continuó.

– No creía que fuera para eso. ¿Qué sucede?

Colgú miró a su alrededor casi furtivamente, como para asegurarse de que nadie escuchaba a escondidas.

– El rey… -empezó-. El rey Cathal tiene la peste amarilla. Yace en su lecho a las puertas de la muerte. Los médicos no le dan mucho tiempo de vida.

Fidelma parpadeó; sin embargo, en su fuero interno, no estaba muy sorprendida por la noticia. Desde hacía dos años la peste amarilla se extendía por toda Europa, diezmando la población. Decenas y miles de personas habían muerto a causa de su virulencia. No había perdonado ni al campesino más pobre, ni al obispo más pagado de sí mismo, ni siquiera a los orgullosos reyes… Hacía tan sólo dieciocho meses, cuando la peste había llegado por primera vez a Éireann, los Reyes Supremos de Irlanda, Blathmac y Diarmuid, habían muerto con días de diferencia en Tara. Hacía pocos meses, Fáelán, rey de Laigin, había muerto a causa de sus estragos. La peste seguía sin remitir. La plaga había dejado infinidad de niños huérfanos por todo el país, que habían quedado desamparados y hambrientos. Algunos miembros de la fe, como el abad Ultan de Ardbraccan, habían reaccionado estableciendo orfanatos y luchando contra la peste, mientras que otros, como Colman, el principal profesor del colegio de san Finnbarr en Cork, se había llevado a sus cincuenta alumnos y había huido a alguna isla remota para intentar escapar de la plaga. Fidelma estaba bien enterada de los estragos de la peste amarilla.