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Delante de ella, el joven soldado Cass, también envuelto en una gruesa capa de lana con cuello de piel, iba sentado en su caballo con un estudiado porte. Fidelma sonrió para sí al ver cuánto se esforzaba por presentar una buena imagen ante sus ojos críticos. No estaría bien que un miembro de la guardia de élite del rey de Muman mostrara debilidad en presencia de la hermana del presunto heredero. Muy a su pesar, se compadecía por el joven y cuando, de tanto en tanto y de modo repentino, lo veía temblar por el frío húmedo, se sentía más dispuesta hacia él.

El sendero serpenteaba por la ladera de la montaña y una ráfaga de aire frío procedente del sudoeste les golpeó en la cara cuando salieron del abrigo que ofrecía el crestón de rocas. Fidelma percibió el sutil olor de sal en el aire, que indicaba inequívocamente la cercanía del océano.

Cass refrenó su montura y dejó que Fidelma se situara junto a él. Entonces señaló del otro lado de las colinas cubiertas de árboles y de la llanura ondulante, que parecía desaparecer por el sur en el horizonte. Sin embargo, las nubes se mantenían sobre la llanura de tal manera que no podía ver dónde acababa la tierra y empezaba el cielo.

– Deberíamos llegar a la abadía de Ros Ailithir antes de la puesta de sol -anunció Cass-. Ante vos están las tierras de los Corco Loígde.

Fidelma entornó los ojos para protegerlos del frío viento y miró hacia delante. No había deducido tal conexión, cuando su hermano le había dicho que los reyes de Osraige provenían de Corco Loígde. No se había dado cuenta de que la abadía de Ros Ailithir estaba situada en las tierras de ese clan. ¿Sería eso una mera coincidencia? Sabía poco de ellos, salvo que eran uno de los grandes clanes que conformaban el reino de Muman y que eran gente orgullosa.

– ¿Cómo se llama esta colina? -preguntó controlando un temblor.

– La llaman «Long Rock» -contestó Cass-. Es el punto más elevado antes de llegar al mar. ¿Habéis visitado antes la abadía?

Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.

– No había estado nunca en esta parte del reino, pero me han dicho que la abadía está situada en la punta de una estrecha cala.

El soldado asintió con la cabeza.

– Ros Ailithir está al sur de aquí -dijo indicando la dirección con un gesto de su mano. Luego hizo una mueca al sentir de repente una ráfaga de viento frío en plena cara-. Pero alejémonos de este viento, hermana.

Hizo que su caballo avanzara y Fidelma lo dejó pasar y esperó un rato antes de seguirlo.

Además del tiempo inclemente, que había hecho que el viaje fuera tan desagradable, Fidelma se encontró con que Cass no era un compañero fácil. Era hombre de pocas palabras y Fidelma se iba reprendiendo a sí misma por ir comparándolo con el hermano Eadulf de Seaxmund's Ham, su compañero en Whitby y Roma. Con gran contrariedad, percibió que sentía una curiosa forma de aislamiento; un sentimiento que había experimentado cuando había dejado a Eadulf en Roma y había regresado a su tierra natal. No quería admitir que echaba de menos la compañía del monje sajón. Y no estaba bien que comparara a Cass con Eadulf, pero…

Había conseguido enterarse por el guerrero taciturno que estaba a las órdenes Cathal de Cashel desde que había llegado a la «edad de elegir» y dejó la casa de su padre para entrar al servicio en la corte del rey. Fidelma dedujo que apenas tendría unos pocos conocimientos de tipo general. Había estudiado en una de las academias militares de Muman y luego se había convertido en guerrero profesional o tren-fher. Sirviendo en el ejército real en tiempos de guerra, se había distinguido en dos campañas y había pasado a ser comandante de un catha, un batallón de tres mil hombres. Sin embargo, Cass no era un tipo que se jactara de sus proezas bélicas. Al menos eso era algo a su favor. Fidelma se había informado sobre él antes de marcharse de Cashel. Descubrió que había luchado con éxito en siete combates individuales al servicio de Muman y se había convertido en miembro de la Orden del Collar de Oro y campeón del rey.

Empujó suavemente a su caballo sendero abajo detrás del soldado, serpenteando y girando algunas veces cara al viento y otras al resguardo de éste. Cuando llegaron al pie de la montaña, el chubasco ventoso se había calmado un poco y Fidelma vio una línea brillante de luz que recorría el largo horizonte por el oeste.

Cass sonrió al seguir su mirada.

– Mañana se habrán ido las nubes -predijo con seguridad-. El viento traía la tormenta del sudoeste. Ahora traerá buen tiempo.

Fidelma no contestó. Algo había llamado su atención entre las estribaciones que asomaban al sudeste. Al principio había pensado que era simplemente el reflejo de la luz del sol que atravesaba las gruesas nubes. ¿Pero qué iba a reflejar? Tardó unos momentos en darse cuenta de qué se trataba.

– ¡Allí hay fuego, Cass! -gritó, indicando la dirección-. Y es grande, si no me equivoco.

Cass siguió la dirección de su mano tendida con ojos interesados.

– Un gran fuego, ciertamente, hermana. En aquella dirección hay un pueblo. Un lugar pobre con una única celda de religioso y una docena de casas. Estuve hace seis meses, cuando pasé por estas tierras. Se llama Rae na Scríne, el lugar sagrado en el punto llano. ¿Qué podría causar tal fuego allí? Tal vez deberíamos investigarlo.

Fidelma se entretuvo, apretando los labios pensativa. Su intención era llegar a Ros Ailithir lo antes posible.

Cass frunció el ceño al percibir que dudaba.

– Nos coge de camino a Ros Ailithir, hermana, y la celda está ocupada por una joven religiosa que se llama sor Eisten. Tal vez tenga problemas -dijo con tono de reprimenda.

Fidelma se sonrojó, pues sabía cuál era su deber. Tan sólo su mayor obligación para con el reino de Muman la había hecho vacilar.

En lugar de responderle, clavó los talones en los costados del caballo y lo hizo avanzar deprisa, molesta por el suave tono de reproche que le había dedicado Cass debido a su indecisión.

Tardaron un rato en llegar a un lugar que era la cresta de un pequeño collado espesamente poblado de árboles y que tenía vistas sobre la aldea de Rae na Scríne. Desde su posición en el camino, veían que los edificios del pueblito parecían estar todos ardiendo. Grandes llamas destructoras se elevaban hacia el cielo y los escombros y el humo ascendían en espirales formando una columna negra sobre las construcciones. Fidelma hizo que se detuviera su caballo y Cass casi choca contra ella. La razón de su repentina inquietud era que había una docena de hombres corriendo entre las llamas con espadas y teas ardiendo en las manos. Estaba claro que eran los incendiarios. Antes de poder reaccionar, un grito salvaje les indicó que los habían avistado.

Fidelma se giró para advertir a Cass y sugerirle una retirada en caso de que los hombres resultaran hostiles, pero percibió un movimiento detrás de ellos, junto a los árboles que bordeaban el camino.

Dos hombres salieron al camino con los arcos tensos y apuntando. No dijeron nada. No había nada que decir. Cass intercambió una mirada con Fidelma y se encogió de hombros. Se giraron y esperaron pacientemente mientras dos o tres de los hombres, que obviamente habían prendido fuego al poblado, ascendieron corriendo por el collado y se detuvieron ante ellos.

– ¿Quiénes sois? -inquirió su jefe, un individuo que tenía la cara grande y roja, manchada de hollín y barro.

Sujetaba una espada en una mano y en la otra ya no sostenía la tea. Llevaba un casco de guerra de acero, una capa de lana ribeteada de piel y una cadena de oro. Sus ojos pálidos resplandecían como por el fragor de la batalla.

– ¿Quién sois? -volvió a gritar-. ¿Qué buscáis aquí?