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A los trece años, después de un año de tumultuosos cambios, tanto en su fuero interno como en su ser físico, le hizo la misma petición. Esta vez estaba sentado junto a la piscina y no llevaba más que el traje de baño, y aunque se puso todavía más nervioso y titubeante que el año anterior, se incorporó, se bajó el calzón de baño y le ofreció un atisbo de lo que quería ver. Su madre sonrió y dijo: Ya no es tan pequeño el señorito, ¿eh? Cuidado, señoras. Miles Heller anda rondando por ahí.

A los catorce, le dijo rotundamente que no. Su madre se quedó un tanto decepcionada, le pareció a él, pero no insistió. Como quieras, chico, le dijo, y salió de la habitación.

A los quince, Korngold y ella dieron una fiesta en su casa, un festejo grande y ruidoso con más de cien invitados, y aun cuando había muchos rostros conocidos, actores y actrices que había visto en el cine y la televisión, personajes famosos, todos ellos buenos intérpretes, gente que le había conmovido o hecho reír muchas veces a lo largo de los años, no podía soportar el alboroto, el ruido de todas aquellas voces parlanchinas lo estaba poniendo enfermo, y después de aguantarlo a duras penas durante más de una hora, subió furtivamente a la primera planta, se metió en su habitación y se tumbó en la cama con un libro, su lectura del momento, la que fuera, y recuerda que pensó en lo mucho que preferiría pasarse el resto de la velada con el autor de aquel libro que con la estruendosa turbamulta de la planta baja. Al cabo de quince o veinte minutos, su madre irrumpió en el cuarto con una copa en la mano y aspecto de estar enfadada y un poco borracha a la vez. ¿Qué se había creído que estaba haciendo? ¿Es que no sabía que había una fiesta, y cómo se había atrevido a abandonar la reunión? Fulanito estaba allí, y también menganito, además de zutanito, ¿y qué derecho tenía él a insultarlos y largarse al piso de arriba a leer un puñetero libro? Él intentó explicarle que no se sentía bien, que le dolía mucho la cabeza, ¿y qué más daba en cualquier caso si no estaba de humor para quedarse cotorreando con un montón de adultos? Eres igual que tu padre, le espetó ella, cada vez más fuera de quicio. Gruñón de nacimiento. Eras un niño simpático, Miles. Ahora eres un pelma. Por lo que fuese, la palabra «pelma» le pareció muy divertida. O lo que le hizo gracia quizá fuera su madre allí plantada con una tónica con vodka en la mano, su nerviosa y contrariada madre insultándolo con palabras tontas como «gruñón» y «pelma», y súbitamente se echó a reír. ¿Qué tiene tanta gracia?, preguntó ella. No sé, contestó él, no he podido evitarlo. Ayer era tu niño bonito y hoy soy un gruñón. A decir verdad, no creo que sea ni lo uno ni lo otro. En aquel momento, que sin duda fue el mejor de su madre, su expresión cambió de la ira al regocijo, pasando de un estado de ánimo a otro en un solo instante, y de pronto ella también se echó a reír. Hay que joderse, le dijo. Me estoy portando como una auténtica bruja, ¿verdad?

A los diecisiete, le prometió que iría a Nueva York para asistir a la ceremonia de entrega de su título de bachillerato, pero no apareció. Curiosamente, no se lo reprochó. Tras la muerte de Bobby, las cosas que antes le importaban ahora le daban igual. Se figuró que lo habría olvidado. Olvidar no es un crimen; sólo un simple error humano. La siguiente vez que la vio, ella se disculpó, sacando a relucir la cuestión antes de que él tuviera ocasión de mencionarlo, cosa que nunca habría hecho en cualquier caso.

Sus visitas a California se volvieron menos frecuentes. Ya iba a la universidad, y en los tres años que pasó en Brown sólo fue dos veces a verla. Se encontraron en otros sitios, sin embargo, para comer o cenar en algún restaurante de Nueva York, mantuvieron largas conversaciones por teléfono (siempre a iniciativa de ella) y pasaron un fin de semana juntos en Providence con Korngold, cuyo decenio de firme lealtad hacia ella le había hecho imposible sentir por aquel hombre algo distinto a la admiración. En cierto sentido, Korngold le recordaba a su padre. No por su aspecto, ni por la impresión que daba ni por sus modales, sino por el trabajo que hacía, porque a duras penas lograba realizar películas modestas y meritorias en un mundillo donde imperaba la basura grandiosa, igual que su padre luchaba por publicar libros que merecían la pena en un mundo de modas insustanciales y efímeras. Su madre ya andaba por los cuarenta y tantos para entonces y parecía más a gusto consigo misma que cuando estaba en el apogeo de su belleza, menos interesada en las complicaciones de su propia vida, más abierta a los demás. Aquel fin de semana en Providence, le preguntó si sabía lo que quería hacer cuando se licenciara. No estaba seguro, contestó. Un día se mostraba convencido de que iba a doctorarse, al siguiente se inclinaba hacia la fotografía y al otro pensaba dedicarse a la enseñanza. ¿Ni a escribir ni editar libros?, le preguntó ella. No, creía que no, contestó. Le encantaba leer libros, pero no le apetecía nada producirlos.

Entonces desapareció. Su madre no tuvo nada que ver con su impetuosa decisión de dar media vuelta y largarse, pero una vez que abandonó a Willa y a su padre, se separó de ella también. Para bien o para mal, había de ser así, y así debe ser ahora. Si acude a verla, su madre se pondrá inmediatamente en contacto con su padre para decirle dónde está, y entonces todo lo que ha perseguido durante los últimos siete años y medio se habrá ido al traste. Se ha convertido en una oveja negra. Ése es el papel que ha representado por voluntad propia y que seguirá interpretando en Nueva York, incluso después de volver al redil que abandonó. ¿Se atreverá a ir al teatro y llamar a la puerta del camerino de su madre? ¿Osará llamar al timbre del piso de la calle Downing? Posiblemente, aunque no lo cree; o al menos no puede considerarlo por ahora. Después de todo ese tiempo, sigue sin sentirse preparado del todo.

Un poco al norte de Washington, cuando el autocar acomete el último trecho del viaje, empieza a nevar. Se da cuenta de que avanza hacia el invierno, hacia los días fríos y las noches largas de los inviernos de su infancia, y de pronto el pasado se ha convertido en futuro. Cierra los ojos y piensa en el rostro de Pilar, en sus manos recorriendo el cuerpo ausente, y entonces, en la oscuridad de detrás de sus párpados, se ve a sí mismo como una mota negra en un mundo de nieve.

BING NATHAN Y COMPAÑÍA

BING NATHAN

Es el guerrillero del agravio, el campeón del descontento, el detractor militante de la vida contemporánea que sueña con forjar una nueva realidad con las ruinas de un mundo fallido. A diferencia de la mayoría de los inconformistas de su clase, no cree en la acción política. No pertenece a movimiento ni partido alguno, nunca ha hablado en público y no tiene deseos de sacar a la calle hordas coléricas para quemar edificios y derribar gobiernos. Su postura es puramente personal, pero si vive de acuerdo con los principios que ha establecido para sí mismo, está convencido de que otros seguirán su ejemplo.

Cuando habla del mundo, entonces, se está refiriendo a su mundo, a la reducida y limitada esfera de su propia vida y no al mundo en general, que es demasiado amplio e imperfecto para que tenga influencia alguna en el suyo. Se concentra por tanto en lo habitual, lo particular, en los detalles casi imperceptibles de los asuntos cotidianos. Las decisiones que toma son necesariamente menores, aunque eso no quiere decir que carezcan de importancia, y día tras día procura cumplir con la norma fundamental de su descontento: oponerse a las cosas tal como son, resistir en todos los frentes a la situación establecida. Desde la guerra de Vietnam, que empezó veinte años antes de que él naciera, el concepto denominado «Estados Unidos de América», sostiene, está agotado; el país ya no es una propuesta factible, pero si algo continúa uniendo a las masas agrietadas de esta nación difunta, si en la opinión pública norteamericana aún existe unanimidad con respecto a una idea, es la creencia en la noción de progreso. Él argumenta que es una posición equivocada, que la evolución tecnológica de las pasadas décadas en realidad sólo ha conseguido disminuir las perspectivas vitales. En una cultura de usar y tirar generada por la avaricia de empresas movidas por la rentabilidad, el panorama se ha vuelto aún más mezquino, más alienante, más vacío de sentido y voluntad de consolidación. Sus actos de rebelión son baladíes, quizá, gestos irascibles que consiguen poco o nada incluso a corto plazo, pero contribuyen a realzar su dignidad como ser humano, a ennoblecerlo a sus propios ojos. Asume que el futuro es una causa perdida y si el presente es todo lo que cuenta ahora, entonces debe ser un presente imbuido del espíritu del pasado. Por eso rehúye los teléfonos móviles, los ordenadores y todos los objetos electrónicos: porque se niega a tomar parte en las nuevas tecnologías. Por eso pasa los fines de semana tocando la batería y otros instrumentos de percusión en un grupo de jazz de seis miembros: porque el jazz está muerto y ya sólo se interesan por él unos cuantos privilegiados. Por eso montó su negocio hace tres años: porque quería defenderse. El Hospital de Objetos Rotos está situado en la Quinta Avenida, en Park Slope. Flanqueado por una lavandería automática y una tienda de ropa de tiempos pasados, es un pequeño establecimiento comercial dedicado a la reparación de objetos de una época a punto de desaparecer de la faz de la tierra: máquinas de escribir manuales, plumas estilográficas, relojes mecánicos, radios de válvulas, tocadiscos, juguetes de cuerda, máquinas de chicles de bola y teléfonos de disco. Poco importa que el noventa por ciento de sus ingresos provenga de enmarcar cuadros. Su tienda presta un servicio único e inestimable, y cada vez que trabaja en otro producto averiado de las antiguas industrias de hace medio siglo, pone en ello la pasión y fuerza de voluntad de un general librando una batalla.