Ellen fue la primera persona a quien invitó. Sin ella, nunca habría puesto los pies en Sunset Park ni descubierto la casa, y por tanto parecía apropiado concederle el derecho de ser la primera en negarse. Se conocían desde que eran pequeños, cuando iban a la escuela primaria en el Upper West Side, pero luego se perdieron de vista durante muchos años, sólo para descubrir siete meses antes que ambos vivían en Brooklyn y además en Park Slope, no muy lejos el uno del otro. Ellen entró una tarde en el Hospital para enmarcar algo, y aunque al principio no la reconoció (¿podría alguien reconocer a una mujer de veintinueve años a quien ha visto por última vez cuando era una niña de doce?), cuando escribió su nombre en la hoja de pedido comprendió al instante que se trataba de la Ellen Brice que había conocido de niño. Qué extraña resultaba la pequeña Ellen Brice, ya mayor y trabajando en una agencia inmobiliaria de la Séptima Avenida esquina con la calle Nueve, pintora en sus momentos de ocio lo mismo que él es músico en sus ratos libres, aunque él tiene un remedo de carrera y ella no. Aquella primera tarde en la tienda metió la pata con sus habituales preguntas amables pero faltas de tacto y pronto se enteró de que seguía soltera, de que sus padres se habían jubilado y vivían en un pueblo costero de Carolina del Norte y de que su hermana estaba embarazada de gemelos. Su primer encuentro con Millie Grant aún quedaba a seis semanas de distancia en el futuro (la misma Millie a quien está a punto de sustituir Miles Heller), y como Ellen y él estaban los dos oficialmente disponibles la invitó a tomar una copa.
Nada salió de esa copa, ni de la cena a que la invitó tres noches después, pero cuando eran niños tampoco había habido nada entre ellos de manera que así continuó siendo también en su edad adulta. Ambos estaban libres, sin embargo, y aun cuando no había idilio alguno entre ellos, continuaron viéndose de vez en cuando y empezaron a establecer una modesta amistad. A él no le importaba que no le hubiera gustado el concierto de Mob Rule al que asistió (el estruendoso caos de su trabajo no era para todo el mundo), ni tampoco le preocupaba excesivamente el hecho de que a él sus cuadros y dibujos le parecieran sosos (meticulosas y bien ejecutadas naturalezas muertas, así como paisajes urbanos que, en su opinión, carecían de estilo y originalidad). Lo que contaba era que parecía disfrutar oyéndole hablar y que nunca le decía que no cuando la llamaba. Algo en él reaccionaba a la sensación de soledad que parecía envolverla, le conmovía su callada bondad y la vulnerabilidad que había en sus ojos, y sin embargo cuanto más se afianzaba su amistad, menos sabía qué pensar de ella. Ellen no era una mujer carente de atractivo. De figura esbelta, tenía un rostro agradable, pero proyectaba un aura de inquietud y derrota, y con aquella piel suya demasiado pálida y su pelo liso y sin lustre había que preguntarse si no estaría sumida en cierta depresión, viviendo en alguna habitación del sótano del hotel Melancolía. Siempre que la veía hacía lo imposible por arrancarle una sonrisa, con resultado desigual.
A principios de verano, el mismo día sofocante en que Pilar Sanchez se fue a vivir con Miles Heller en el sur de Florida, estalló una crisis en el norte. El contrato de arrendamiento del local a pie de calle que albergaba el Hospital de Objetos Rotos estaba a punto de expirar y el dueño le pedía un incremento del veinte por ciento en el alquiler. Él le explicó que no podía permitírselo, que el cargo mensual adicional lo obligaría a cerrar el negocio, pero el muy cabrón se negó a ceder. La única solución consistía en dejar su apartamento y encontrar otro más barato en otro sitio. Ellen, que en la inmobiliaria de la Séptima Avenida trabajaba en la sección de alquileres, le habló de Sunset Park. Era un barrio más deprimente, observó ella, pero no estaba lejos de donde él vivía ahora y los alquileres andaban por la mitad o la tercera parte de los de Park Slope. Aquel domingo, fueron a explorar juntos el territorio entre las calles Quince y Sesenta y cinco de la parte occidental de Brooklyn, una zona extensa y variopinta que va desde Upper New York Bay a la Novena Avenida, habitada por más de cien mil personas, incluidos mexicanos, dominicanos, polacos, chinos, jordanos, vietnamitas, norteamericanos blancos y negros, y una colonia de cristianos de Gujarat, India. Almacenes, fábricas, instalaciones abandonadas en los muelles, una vista de la Estatua de la Libertad, la terminal del ejército, ya cerrada, donde antes trabajaban diez mil personas, una basílica llamada Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, bares de moteros, entidades donde cobrar cheques, restaurantes latinoamericanos, el tercer barrio chino más grande de Nueva York y las doscientas quince hectáreas del cementerio de Green-Wood, donde están enterrados seiscientos mil cadáveres, entre ellos los de Boss Tweed, Lola Montez, Currier e Ives, Henry Ward Beecher, R A. O. Schwarz, Lorenzo Da Ponte, Horace Greeley, Louis Comfort Tiffany, Samuel F. B. Morse, Albert Anastasia, Joey Gallo y Frank Morgan, el mago de El mago de Oz.
Ellen le enseñó seis o siete apartamentos ese día, ninguno de los cuales le gustó, y entonces, mientras caminaban junto al cementerio, torcieron al azar por una manzana desierta entre las avenidas Cuarta y Quinta y vieron la casa, una pequeña y absurda construcción de madera con un porche techado en la parte delantera, que daba toda la impresión de haber sido arrancada de las llanuras de Minnesota para soltarla por error en pleno Nueva York. Se levantaba entre un solar lleno de basura que albergaba un coche desmantelado y la osamenta metálica de un edificio de pequeños apartamentos cuya construcción se había interrumpido hacía más de un año. El cementerio estaba justo enfrente, lo que significaba que no había edificios al otro lado de la calle y que además la casa abandonada apenas llamaba la atención, pues se encontraba en una manzana donde no vivía casi nadie. Le preguntó si sabía algo de ella. Los dueños habían muerto, contestó Ellen, y como los hijos habían dejado de pagar los impuestos sobre la propiedad durante varios años consecutivos, la casa pertenecía ahora al Ayuntamiento.
Un mes después, cuando se decidió a hacer lo imposible, a arriesgarlo todo a la oportunidad de vivir en una casa sin pagar alquiler durante el tiempo que el Ayuntamiento tardara en localizarlo y darle la patada, se quedó asombrado cuando Ellen aceptó su proposición. Intentó convencerla de que desistiera, explicándole lo difícil que sería y la cantidad de problemas en que iban a meterse, pero ella se mantuvo firme y dijo que no había vuelta de hoja; ¿y para qué iba a molestarse en pedírselo si quería que le contestase que no?
Una noche allanaron la casa y descubrieron que había cuatro habitaciones, tres pequeñas en el piso de arriba y otra más grande en la planta baja, que formaba parte de una ampliación construida en la parte de atrás. El lugar se hallaba en un estado lamentable, todas las superficies con una capa de polvo y hollín, manchas de humedad en la pared de detrás de la pila de la cocina, el linóleo cuarteado, las tablas del piso astilladas, una cuadrilla de ratones y ardillas haciendo carreras de relevos bajo el tejado, una mesa desmoronada, sillas sin patas, telas de araña que colgaban de los rincones del techo; pero por raro que pareciese, no había ni una ventana rota, y aunque por los grifos salían chorros parduscos, más parecidos al té del desayuno inglés que al agua, las cañerías estaban intactas. Una buena limpieza, dijo Ellen. Eso es todo lo que hace falta. Un par de semanas fregando y pintando, y ya podrían instalarse.