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7 de febrero. Has visto al chico otras dos veces desde que te encontraste con él el 26 de enero. La primera vez, fuisteis juntos a ver Días felices (cortesía de Mary-Lee, que dejó dos entradas para ti en taquilla), visteis la obra en una especie de pasmado arrobamiento (Mary-Lee estuvo espléndida) y después de la representación fuisteis a su camerino, donde os asaltó con unos besos frenéticos, eufóricos. El éxtasis de actuar ante un público vivo, una sobreabundancia de adrenalina discurriendo por su organismo, sus ojos ardientes. El chico parecía sumamente contento, sobre todo cuando su madre y tú os abrazasteis. Más tarde, te diste cuenta de que probablemente era la primera vez en su vida que veía algo así. Es consciente de que la guerra ya ha terminado, de que los combatientes hace mucho que han depuesto las armas convirtiendo las espadas en rejas de arado de tanto entrechocarlas. Después, cena con Korngold y lady Swann en un pequeño restaurante cerca de Union Square. El chico no habló mucho, pero estuvo muy solícito. Algunas observaciones sagaces sobre la obra, analizando la primera frase del segundo acto, «Salve, sagrada luz», y por qué Beckett había decidido aludir a Milton en ese punto, la ironía de esas palabras en el contexto de un mundo de eterno día, puesto que la luz sólo puede ser sagrada como antídoto de la oscuridad. Su madre sin quitarle los ojos de encima mientras hablaba, brillantes de adoración. Mary-Lee, la reina del exceso, la Madonna de los sentimientos viscerales, y sin embargo ahí estabas tú, observándola con una punzada de envidia: un tanto divertido, sí, pero preguntándote también por qué sigues conteniéndote. Te sentiste más a gusto en presencia del muchacho esa segunda vez. Como si te estuvieras habituando a él otra vez, quizá, pero aún sin estar dispuesto a mostrarle tu afecto. El siguiente encuentro fue más íntimo. Cena en Joe Junior's esta noche en recuerdo de los viejos tiempos, solos los dos, zampando grasientas hamburguesas y apelmazadas patatas fritas, y tú has hablado principalmente de béisbol, recordando las numerosas conversaciones que mantuviste con tu padre, sobre aquel tema apasionante pero enteramente neutral, terreno seguro por así decir, pero entonces él sacó a relucir la muerte de Herb Score y los tremendos deseos que tuvo de llamarte para hablar de él, del lanzador que vio su carrera frustrada por la misma clase de lesión que acabó con las aspiraciones de tu padre, el abuelo que no llegó a conocer, pero entonces pensó que una llamada interurbana no era lo más adecuado, y qué extraño que su primer contacto contigo acabara siendo de todas formas por teléfono, las llamadas de Brooklyn a Exeter cuando estabas en el hospital y el miedo que tuvo de no volver a verte más. Te lo llevaste a la calle Downing después de cenar y fue allí, en el salón del antiguo piso, donde súbitamente se derrumbó y rompió a llorar. Bobby y él se estaban peleando aquel día, te confesó, en aquella sofocante carretera tantos años atrás, y justo antes de que pasara el coche dio un empellón a Bobby, de menor estatura que él, lo empujó tan fuerte que lo tiró al suelo, y por eso lo atropellaron y resultó muerto. Tú escuchabas en silencio. Ya no tenías palabras. Todos esos años sin saber y ahora esto, esa abrumadora trivialidad, una disputa adolescente entre dos hermanastros, y todo el daño que ha causado ese empujón. Tantas cosas que se han aclarado con la confesión del chico. Su feroz repliegue sobre sí mismo, la fuga de su propia vida, los duros trabajos manuales como forma de expiación, más de una década en el infierno por un momento de ira. ¿Se le puede perdonar? Esta noche no has conseguido que las palabras salieran de tus labios, pero al menos has tenido el sentido común de abrazarlo y estrecharlo contra ti. Más en concreto: ¿hay algo que requiera perdón? Probablemente no. Y sin embargo, se le debe perdonar.

8 de febrero. La conversación telefónica de los domingos con Willa. Está preocupada por tu salud, se pregunta cómo te las apañas, piensa si no sería mejor que dejara el trabajo y volviera a casa para cuidarte. Te ríes ante la idea de tu diligente y trabajadora esposa diciendo a la administración de la universidad: «Hasta luego, tíos, a mi marido le duele la tripa, tengo que largarme, y a propósito, que se jodan los estudiantes a quienes doy clase, que aprendan solos si les da la puñetera gana». Willa ríe tontamente cuando le describes la escena y es la primera vez que oyes su risa en bastante tiempo, su mejor risa en muchos meses. Le cuentas que anoche fuiste a cenar con el chico, pero ella no reacciona, no hace preguntas, un pequeño gruñido para hacerte saber que está escuchando pero nada más, y a pesar de eso sigues adelante de todos modos, observando que al parecer el muchacho está finalmente entrando en razón. Otro gruñido. Ni que decir tiene, no mencionas el asunto de su confesión. Una pequeña pausa y luego te dice que al fin se siente con fuerzas para volver a su libro, lo que en tu opinión es otra buena señal, y luego le dices que Renzo le manda recuerdos, que la quieres y que cubres de besos su cuerpo entero. Acaba la conversación. No ha ido mal, en general, pero después de colgar deambulas por el piso con la sensación de que te encuentras perdido en medio de un páramo. El chico te ha hecho muchas preguntas sobre Willa, pero aún no te has armado de valor para decirle que ella lo ha arrancado de su corazón. Botellero se viste ahora con traje y corbata. Va a trabajar, paga las facturas y se ha convertido en un ciudadano modélico. Pero Botellero sigue tocado de la cabeza y por la noche, cuando el mundo se cierne sobre él, sigue poniéndose a cuatro patas para aullar a la luna.

15 de marzo. Has visto al chico otras seis veces después de la última entrada que le dedicaste el 7 de febrero. Una visita al Hospital de Objetos Rotos un sábado por la tarde, donde viste cómo enmarcaba cuadros y te preguntaste si no aspiraba más que a eso, si se conformaría con pasar de un trabajillo a otro hasta que se hiciera viejo. No le insistes para que tome decisiones, sin embargo. Lo dejas en paz y esperas a ver lo que pasa, aunque personalmente confías en que en otoño vuelva a la universidad y se saque el título, que es algo que menciona de cuando en cuando. Otra cena con Korngold y La Swann, los cuatro, el lunes, con el teatro cerrado. Una noche al cine, los dos, a ver un clásico, Un condenado a muerte se ha escapado, la obra maestra de Bresson. Almuerzo a mitad de semana, precedido de una visita a la oficina, por donde le diste una vuelta y le presentaste a tu pequeña pandilla de incondicionales, y la loca idea que te asaltó aquella tarde, al preguntarte si un muchacho de su inteligencia e interés por los libros no podría encontrar un hueco en una editorial, como empleado de Heller Books, por ejemplo, lo que le daría ocasión de prepararse para suceder a su padre, pero no hay que soñar demasiado, las ideas de esa clase pueden plantar semillas venenosas en la cabeza y es mejor abstenerse de escribir el futuro de otra persona, sobre todo si es tu hijo. Cena con Renzo cerca de su casa en Park Slope, el padrino de buen humor esta noche, embarcado en otra novela, y nada de charla sobre baches económicos ni depresiones ni amores extinguidos. Y luego la visita a la casa donde vive ahora, la oportunidad de ver en su salsa a los Cuatro de Sunset Park. Un sitio pequeño, triste y venido a menos, pero disfrutaste viendo a sus amigos, sobre todo a Bing, por supuesto, que tiene un aspecto estupendo, igual que las dos chicas, Alice, la que trabaja en el PEN, que habló con gran vehemencia de la cuestión de Liu Xiaobo y luego te hizo una serie de perspicaces preguntas sobre la generación de tus padres, los jóvenes de la Segunda Guerra Mundial, y Ellen, tan bonita y sin pretensiones, que al final de la velada te enseñó un cuaderno de dibujos lleno de los bocetos eróticos más escabrosos que jamás habías visto, que te hicieron detenerte un momento y preguntarte -sólo por un instante- si no podrías rescatar la editorial lanzando una nueva línea de libros artísticos de carácter pornográfico. Ya les han entregado dos órdenes de desalojo, y les expresaste la preocupación de que estuvieran abusando de su buena suerte y acabaran poniéndose en una situación peligrosa, pero Bing dio un puñetazo en la mesa y afirmó que aguantarían hasta el final, y no seguiste con tu argumentación porque no es asunto tuyo decirles lo que tienen que hacer, son personas adultas (más o menos) y perfectamente capaces de tomar decisiones por sí mismos, aunque se equivoquen. Seis veces más, y poco a poco el chico y tú habéis creado cierta intimidad. Ahora se muestra más abierto contigo y una de las noches que estuviste a solas con él, después de la película de Bresson, muy probablemente, te contó toda la historia sobre la chica, Pilar Sanchez, y por qué tuvo que huir de Florida. Para ser franco, te quedaste pasmado cuando te dijo lo joven que es, pero tras pensarlo un momento, te diste cuenta de que era comprensible que se enamorase de alguien de esa edad, porque la vida del muchacho se había truncado, su correcto y natural desarrollo estaba atrofiado, y aunque tenga aspecto de adulto, en su fuero interno se ha quedado en los dieciocho o diecinueve años. En enero hubo un momento en que creyó que iba a perderla, te dijo, tuvieron un tremendo altercado, su primera discusión seria, y afirmó que en buena parte la culpa fue suya, enteramente suya, porque cuando se conocieron y aún no sabía lo importante que ella iba a ser en su vida, le mintió sobre su familia y le contó que sus padres habían muerto, que no tenía hermanos, que nunca los había tenido, y ahora que había vuelto con sus padres, quería que ella supiera la verdad, y cuando le dijo la verdad se enfadó tanto por sus embustes que le colgó el teléfono. Estuvieron una semana discutiendo y Pilar tenía razón en sentirse estafada, prosiguió el muchacho, le había fallado, había perdido la fe en él, y sólo cuando le pidió que se casara con él empezó a suavizarse, a comprender que nunca volvería a decepcionarla. ¡Matrimonio! ¡Comprometido con una chica que aún no había terminado el instituto! Espera a conocerla el mes que viene, dijo el muchacho. A lo que tú respondiste, con toda la calma de que eras capaz, que estabas deseando que llegara ese día. 29 de marzo. La conversación telefónica dominical con Willa. Finalmente le cuentas la confesión del chico, sin saber si eso servirá de ayuda o empeorará las cosas. Es demasiado para que lo asimile en el acto y por tanto su reacción pasa en los minutos siguientes por varias etapas distintas. Primera: silencio absoluto, un mutismo que dura lo suficiente para que te sientas obligado a repetir lo que acabas de explicarle. Segunda: dice unas palabras, con voz queda. «Esto es horroroso, más de lo que se puede soportar, ¿cómo puede ser verdad?» Tercera: sollozos, mientras vuelve a la carretera y rellena los espacios vacíos en la imagen de su memoria, se representa la pelea entre los muchachos y ve a Bobby atropellado de nuevo. Cuarta: ira creciente. «Nos ha mentido -proclama-, nos ha traicionado con sus mentiras», y tú le contestas diciendo que no mintió, que simplemente no dijo nada, que estaba demasiado traumatizado por la culpa para hablar, y que vivir con esa carga casi le ha destrozado la vida. «Mató a mi hijo», declara, y tú respondes diciendo que lo empujó y cayó a la carretera y que la muerte de su hijo fue un accidente. Continuáis hablando por espacio de más de una hora, y una y otra vez le repites que la quieres, que no importa lo que decida ni lo que quiera hacer respecto al chico, tú siempre la querrás. Vuelve a derrumbarse, poniéndose finalmente en la piel del chico, te dice al fin que se hace cargo de lo mucho que ha sufrido, pero no está segura de que entenderlo sea suficiente, no tiene claro lo que quiere hacer, no sabe si tendrá fuerzas para mirarlo a la cara otra vez. Necesita tiempo, concluye, más tiempo para pensarlo, y tú le aseguras que no hay prisa, nunca la obligarás a hacer nada en contra de su voluntad. Acaba la conversación y una vez más te sientes perdido en medio de un páramo. A última hora de la tarde, empiezas a resignarte al hecho de que el páramo es ahora tu hogar, donde te toca pasar los últimos años de tu vida.