No querrás pasarte el resto de la vida huyendo de la policía, ¿verdad? Ya has huido demasiado. Es hora de dar la cara y afrontar las consecuencias, Miles. Y yo la daré contigo.
No puedes. Tienes buen corazón, papá, pero esto es sólo cosa mía.
No, no es sólo tuya. Vas a tener un abogado. Y yo conozco unos cuantos que son cojonudos. Todo va a salir bien, créeme.
Lo siento. Lo lamento mucho, coño.
Escúchame, Miles. Hablar por teléfono no resuelve nada. Tenemos que discutirlo en persona, cara a cara. En cuanto cuelgue, me voy derecho a casa. Coge un taxi y vete para allá lo antes posible. ¿De acuerdo?
De acuerdo.
¿Lo prometes?
Sí, lo prometo.
Media hora después, está sentado en el asiento trasero de un Dodge de alquiler con conductor, camino de la calle Downing en Manhattan. Ellen ha ido al banco con la tarjeta de él y ha vuelto con mil dólares del cajero automático, se han despedido con un beso y, mientras el coche avanza entre el nutrido tráfico hacia el puente de Brooklyn, se pregunta cuánto tiempo pasará antes de que vuelva a verla. Ojalá pudiera ir al hospital para visitar a Alice, pero sabe que no es posible. Ojalá pudiera ir a la cárcel en que han encerrado a Bing, pero sabe que es imposible. Se aprieta el hielo contra la mano hinchada y mientras la mira, piensa en el soldado sin manos de la película que vio con Alice y Pilar en el invierno, el joven soldado que vuelve a casa de la guerra, incapaz de desnudarse e irse a la cama sin la ayuda de su padre, y tiene la impresión de haberse convertido en ese muchacho, que no puede hacer nada sin que su padre lo ayude, un chico sin manos, un muchacho que no debería tener manos, un chico a quien las manos no han traído sino problemas en la vida, sus coléricas y agresivas manos, esas manos que empujan llenas de furia, y entonces le viene a la memoria el nombre del soldado de la película, Homer, Homer Nosecuántos, como el poeta Homero, que escribió la escena sobre Odiseo y Telémaco, padre e hijo juntos después de tantos años, lo mismo que su padre y él, y el nombre de Homero le hace pensar en el hogar, como en la expresión «sin hogar», todos están ahora sin hogar, tal como ha dicho a su padre por teléfono, Alice y Bing son personas sin hogar, y él también, la gente de Florida que vivía en las casas que él limpiaba son personas sin hogar, sólo Pilar tiene hogar, ahora ella es su techo, y de un puñetazo lo ha destruido todo, ya nunca vivirán juntos en Nueva York, ya no hay futuro para ellos, ya no hay esperanza, y aunque ahora huya a Florida para estar a su lado, no habría esperanza para ellos, y si se queda en Nueva York para defenderse en los tribunales, tampoco podrán esperar nada, ha decepcionado a su padre, ha fallado a Pilar, ha defraudado a todo el mundo, y mientras el coche cruza el puente de Brooklyn y contempla los enormes edificios de la otra orilla del East River, piensa en las construcciones perdidas, en los edificios derruidos e incendiados que ya no existen, los inmuebles perdidos y las manos perdidas, y se pregunta si vale la pena tener esperanza en el porvenir cuando no hay futuro, y de ahora en adelante, dice para sí, dejará de tener esperanza en nada y vivirá exclusivamente para hoy mismo, para este momento, este instante fugaz, el ahora que está aquí y ya no está, el momento que se ha ido para siempre.
AGRADECIMIENTOS
Mi más efusivo agradecimiento a las siguientes personas: Charles Bernstein, Susan Bee y su hijo, Felix. Mark Costello.
Larry Siems y Sarah Hoffman, del PEN American Center. Mi hija, Sophie Auster, por su trabajo de quinto curso sobre Matar a un ruiseñor (1998).
Siri Hustvedt, por la extraña sensación de estar vivo.
Paul Auster