– Yo sabía que le había dado una nota de Llamez-moi a otra chica. A ver, ¿qué clase de hombre va por ahí repartiendo su número de teléfono? Si le interesas te pide tu número, ¿no? En lugar de buscar un… un… ¿cómo lo llamaríamos? Una reacción positiva, supongo, repartiendo su número y esperando a que alguien pique.
– ¿Algo más?
– Sí. Yo le di mi número dos veces, y la primera vez él no me llamó. Ahora entiendo que para él era una especie de juego. Quería saber si me había gustado lo suficiente para darle mi número. En realidad no le interesaba yo, sino lo que pensaba de él. Solo se dignó a llamarme después de que yo fuera a verlo actuar.
»Y la primera noche, cuando no quise acostarme con él. ¡Cómo se quedó! Es como un niño pequeño. Y todo aquel rollo de "¿Soy el mejor? ¿Quién es el más gracioso de todos?". Y ¿sabes otra cosa, Joy? Yo también tenía parte de culpa. Porque en parte accedí a salir con él porque era famoso. Y me salió el tiro por la culata. La única culpable de mi desgracia soy yo.
– Pero haces que parezca un desastre total -objetó Joy-. Os llevabais muy bien. Yo sé que él te gustaba, y es evidente que tú le gustabas a él.
– Sí, yo le gustaba -admitió Ashling-. Eso no lo dudo. Pero se gustaba más él mismo. Y a mí me gustaba él, pero en parte por motivos erróneos. Ya me lo dijo Clodagh -añadió con voz queda-: soy una víctima.
– ¡Menuda guarra!
– No, Joy, lo soy. O mejor dicho, lo era -se corrigió-. Ahora ya no lo soy.
– Pero el que todo venga de la inseguridad de Marcus no significa que vayas a hacer las paces con Clodagh, ¿verdad? -preguntó Joy, angustiada-. Sigues odiándola, ¿no?
Ashling sintió una breve pero intensa punzada de dolor que desapareció rápidamente; entonces se encogió de hombros y contestó:
– Por supuesto.
63
El día de San Valentín un sobre enorme entró por el buzón y cayó en el suelo del recibidor de Lisa. ¿Una felicitación? ¿De quién? Emocionada, desgarró el sobre, pero… Vaya.
Era la notificación de la sentencia provisional.
Quiso soltar una risita, pero no acabó de salirle. La celeridad con que el tribunal había enviado la sentencia a su abogado la sorprendió: poco más de dos meses, cuando ella, inconscientemente, estaba convencida de que como mínimo tardaría tres.
Comprendió, con súbita lucidez, que Oliver y ella estaban en la recta final. No había obstáculos en el camino, y al final de la pista Lisa alcanzaba a ver el final de su matrimonio.
Solo faltaban seis semanas para que el tribunal pronunciara la sentencia definitiva.
Entonces sí se sentiría mejor. Porque entonces podría considerar zanjado el asunto.
Aquella noche salió con Dylan. Él llevaba un par de meses invitándola (cada vez que iba a la oficina para recoger a Ashling, y Lisa creyó que eso la animaría un poco. Sobre todo teniendo en cuenta que no había tenido noticias de Oliver.
Dylan la recogió después del trabajo y la llevó con su coche a un pub de las colinas de Dublín, desde donde podían contemplar las luces de la ciudad, que centelleaban como joyas. Lisa le dio un diez por la elección del lugar. También le dio un siete por cómo llevaba el pelo y un ocho por la ropa. Además, técnicamente Dylan estaba encantador y no paraba de piropearla, así que también se llevó un siete o un ocho por eso. Con todo, a Lisa no acababa de caerle simpático: lo encontraba poco sincero, insensible, y bajo su galante conversación Lisa detectó un cinismo que le daba cien vueltas al suyo.
Aunque podía ser que el problema surgiera de ella: no lograba librarse de la tristeza que la había acompañado todo el día.
Bebió mucho, pero no consiguió emborracharse, y la cita, lejos de levantarle la moral, no hizo más que deprimirla. Y cuando Dylan dejó muy claro que estaba deseando acostarse con ella, Lisa aún se deprimió más.
Murmuró algo de que ella no era «de esa clase de chicas».
– Ah, ¿no?
Dylan hizo una mueca que expresaba desprecio y pesar, y de pronto a Lisa le entraron ganas de volver a su casa.
Dylan la acompañó de nuevo a la ciudad; conducía en silencio, haciendo chirriar las ruedas del coche en las cerradas curvas de la carretera.
Cuando se detuvieron delante de su casa, Lisa le dio las gracias pero no se entretuvo ni un momento. A salvo en la cocina, se comió una bolsita de cacahuetes (estaba haciendo la dieta de los aperitivos), y se preguntó qué iba ser de ella si ya no la motivaban ni los ligues de una noche.
Clodagh se sentó, cruzó las piernas y, nerviosa, se puso a flexionar el tobillo. Dylan se había llevado a los niños de paseo toda la tarde y no tardaría en regresar, y, aunque él todavía no lo sabía, iban a hablar.
Sus encuentros, pese a ser civilizados, resultaban sumamente desagradables. Dylan estaba resentido y ella estaba a la defensiva, pero todo eso pronto cambiaría.
¿Cómo pudo pensar que su relación con Marcus iba a funcionar? Dylan era sencillamente maravilloso: paciente, amable, generoso, abnegado, trabajador, mucho más guapo. Clodagh quería recuperarlo. Pero esperaba encontrar cierto rencor y resistencia, y no le apetecía tener que tragarse el orgullo para convencer a su marido.
Oyó voces de niños en la puerta: ya habían llegado. Corrió a abrirles y le lanzó a Dylan una sonrisa cordial que cayó en saco roto.
– ¿Podemos hablar un momento? -preguntó esforzándose por sonar alegre.
Él respondió con un despiadado «De acuerdo». Clodagh dejó a Craig y a Molly delante del televisor, les puso un vídeo, cerró la puerta y fue a la cocina, donde la esperaba Dylan.
Armándose de valor, dijo:
– Dylan, estos últimos meses… estaba equivocada. Lo siento mucho. Todavía te quiero, y me gustaría que… -Le costó, pero al final logró decirlo-: Me gustaría que volvieras a casa.
Se quedó mirándolo, esperando a que la dorada luz de la felicidad iluminara su rostro e hiciera desaparecer la dureza que se había instalado en él desde que empezó todo aquello. Dylan la miró con incredulidad.
– Ya sé que nos llevará un tiempo volver a la normalidad, y que a ti te costará confiar en mí otra vez, pero podemos hacer terapia juntos, o algo así -prometió-. Cometí un grave error haciendo lo que hice, pero todavía estamos a tiempo de arreglar las cosas. -Como él no decía nada, preguntó-: ¿No crees?
Finalmente Dylan habló, y solo dijo una palabra:
– No.
– No… ¿qué?
– No voy a volver.
Clodagh no estaba preparada para aquello. Era la única respuesta que no había previsto.
– Pero ¿por qué? -No acababa de creérselo.
– Porque no quiero.
– Pero si estabas destrozado por lo que… te hice.
– Sí, creí que me iba a morir -concedió él-, pero supongo que lo he superado, porque ahora que lo pienso, no quiero seguir casado contigo.
Clodagh se echó a temblar. Era increíble que aquello estuviera sucediendo.
– ¿Y los niños? -preguntó.
– Ya sabes que los quiero mucho.
Tocado, pensó Clodagh.
– Pero no voy a volver contigo por ellos -añadió Dylan-. No puedo hacerlo.
Clodagh estaba perdiendo la batalla. Se estaba demostrando que todo el poder que creía tener no era más que una fachada. Y entonces se le ocurrió algo tan improbable que casi parecía ridículo.
– ¿Has… has conocido a otra persona?
Dylan soltó una risita desagradable. Esto es obra mía, pensó ella, avergonzada. Yo he hecho que se vuelva así.
– He conocido a muchas personas -contestó Dylan.
– ¿Quieres decir… estás diciendo… que has dormido con otras mujeres?
– Bueno, dormir, lo que es dormir…
Clodagh se desplomó; se sentía traicionada, celosa, engañada. Y el tono burlón y provocador de Dylan le despertó una horrible sospecha.
– ¿Conozco a alguna?
– Sí -respondió él con una sonrisa cruel.
– ¿Quién?