El lunes por la mañana llegué al trabajo a las ocho, una hora temprana para mí, pero no había dormido bien y había salido a correr a las cinco y media en lugar de a las seis, con lo cual estaba en la oficina media hora antes de lo habitual. Una ventaja de mi oficina -quizá la única- era que siempre se podía aparcar delante. Estacioné, cerré el coche y entré. Encontré la habitual pila de correo en el suelo bajo la rendija. La mayor parte era publicidad que iría derecha a la papelera, pero encima de todo vi un sobre acolchado que, supuse, serían más documentos del bufete de Lowell Effinger. Melvin Downs no había comparecido a declarar, y le había prometido a Geneva que iría a buscarlo otra vez y tendríamos otra charla íntima. Era evidente que no le había impresionado la amenaza de desacato.
Dejé el bolso en el escritorio. Me quité la chaqueta y la colgué en el respaldo de la silla. Alcancé el sobre marrón, que estaba grapado, y tardé un rato en abrirlo. Separé la solapa y miré dentro. Al instante lancé un grito y arrojé el sobre al otro lado del despacho. Fue una reacción involuntaria, un acto reflejo desencadenado por la repulsión. Lo que había visto eran los apéndices peludos de una tarántula viva. Me estremecí, literalmente, pero no tuve tiempo de calmarme o detenerme a pensar.
Aterrorizada, observé la tarántula mientras salía con cautela del sobre acolchado, primero una pata peluda, después otra, tanteando la moqueta beige. Se la veía enorme, pero, de hecho, el cuerpo compacto no medía más de cuatro centímetros de ancho, suspendido de ocho patas de vivo color rojo que parecían moverse cada una por su lado. Las partes delantera y trasera del cuerpo eran redondeadas, y las patas, terminadas en diminutas garras planas, parecían tener articulaciones, como pequeños codos o rodillas. Con el cuerpo y las patas, la araña habría podido llenar un círculo de diez centímetros de diámetro. La tarántula avanzó por el suelo con pasos cortos de bailarina, como una bola andante de pelo rojo y negro.
Si no se lo impedía, se metería entre mis archivos y se quedaría a vivir allí para siempre. ¿Qué podía hacer? Pisar una araña de ese tamaño quedaba descartado. No quería acercarme tanto ni ver salir el salpicón de materia cuando la aplastara. Desde luego no iba a golpearla con una revista. Aparte de mi aversión, la araña no representaba el menor peligro. Las tarántulas no son venenosas, pero son feísimas: recubiertas de pelo, con ocho ojos redondos y resplandecientes y (no exagero) unos colmillos que se veían desde la otra punta de la habitación.
Ajena a mi inquietud, la tarántula salió de mi despacho con cierta elegancia y se dispuso a cruzar la recepción. Temí que se estirase y alargase para pasar por debajo del zócalo como un gato deslizándose por debajo de una alambrada.
Sin perderla de vista, retrocedí por el pasillo hasta la cocina. El viernes había lavado la jarra de cristal de la cafetera y la había dejado a secar boca abajo sobre una toalla. Me hice con la jarra y volví rápidamente; me sorprendió ver la distancia recorrida por la tarántula en esos pocos segundos. No me detuve a pensar en lo asquerosa que era de cerca. Dejé la mente en blanco y deposité la jarra boca abajo encima de ella. Luego volví a estremecerme y dejé escapar un gemido procedente de una parte primitiva de mí.
Me alejé de la jarra dándome palmadas en el pecho. Nunca volvería a usarla. Sería incapaz de beber de una cafetera que había tocado una araña con sus patas. No había resuelto mi problema; sólo había postergado la ineludible pregunta de qué hacer con ella. ¿Qué opciones tenía? ¿ La Sociedad Protectora de Animales? ¿Un grupo local de Salvemos a las Tarántulas? No me atrevía a devolverla a la naturaleza (siendo la naturaleza la hiedra que se extendía ante mi puerta), porque siempre estaría buscándola por el suelo, preguntándome cuándo iba a asomar otra vez. Es en momentos como éste cuando se necesita a un hombre cerca, si bien habría apostado cualquier cosa a que la mayoría de los hombres sentían tanto asco como yo y casi la misma aprensión ante la idea de unas tripas de araña.
Volví a mi escritorio procurando no pisar el sobre marrón vacío, que tendría que quemar. Saqué el listín telefónico y busqué el número del Museo de Historia Natural. La mujer que contestó no dio la impresión de extrañarse por la situación en que me encontraba. Consultó su agenda y me dio el número de un hombre de Santa Teresa que de hecho criaba tarántulas. A continuación, con cierto atolondramiento, me informó de que la charla que ese hombre daba, con una demostración en vivo incluida, era una de las preferidas de los niños de primaria, a quienes les encantaba ver cómo se paseaban las arañas por sus brazos. Aparté la imagen de mi cabeza mientras marcaba el número que me había dado.
No sabía qué esperar de alguien que se ganaba la vida confraternizando con tarántulas. El joven que se presentó en mi oficina media hora después tenía poco más de veinte años y era corpulento y blando, con una barba cuya finalidad debía de ser darle aspecto de madurez.
– ¿Eres Kinsey? Soy Byron Coe. Gracias por llamar.
Le di la mano, procurando no deshacerme en efusivas muestras de gratitud. Apretó la mía con delicadeza y le noté la palma caliente. Lo miré con la misma devoción que concedí a mi fontanero el día en que se soltó el tubo de la lavadora y se inundó todo de agua.
– Te agradezco que hayas venido tan pronto.
– Es un placer ayudar. -Tenía una sonrisa amable y su mata de pelo rubio era grande como un arbusto en llamas. Llevaba un peto vaquero, una camiseta de manga corta y botas de excursionista. Traía dos cajas de plástico ligero, que dejó en el suelo, una de tamaño medio y otra grande. La jarra de la cafetera había atraído su atención en cuanto llegó, pero se había contenido por cortesía-. Vamos a ver qué tienes ahí.
Hincó una rodilla en el suelo y luego se tendió boca abajo y acercó la cara a la jarra. Golpeó con un dedo el cristal, pero la araña, palpando el perímetro en busca de una vía de escape, estaba demasiado ocupada para reaccionar.
– Es preciosa -se admiró Byron.
– Gracias.
– Es una tarántula mexicana de patas rojas, una Brachypelma emilia, de unos cinco o seis años. Macho, a juzgar por el color. Fíjate en lo oscura que es. Las hembras son más bien de un marrón claro. ¿Dónde la has encontrado?
– De hecho, ella me ha encontrado a mí. Alguien me la ha mandado dentro de un sobre.
Alzó la vista con interés.
– ¿Y qué celebras?
– No celebro nada, sólo ha sido una broma de mal gusto.
– Menuda broma. Es imposible comprar una araña de patas rojas por menos de ciento veinticinco dólares.
– Ya, claro, yo sólo me conformo con lo mejor. Cuando dices mexicana de patas rojas, ¿significa que únicamente se encuentran en México?
– No de forma exclusiva. En estados como Arizona, Nuevo México y Texas no son raras. Yo crío las rodilla de oro de Chaco y las azul cobalto. Ninguna es tan cara como ésta. Tengo un par de tarántulas rosa salmón de Brasil que conseguí por diez pavos cada una. ¿Sabes que es posible adiestrar tarántulas como mascotas?