Porque quería demostrarme su poder sobre mí. Pretendía decirme que era capaz de cruzar las paredes, que yo nunca estaría a salvo cuando cerrase los ojos. Fuera a donde fuese e hiciera lo que hiciese, sería vulnerable. En la oficina, en casa, estaba a su merced, viva sólo por voluntad de ella, pero posiblemente no por mucho tiempo. ¿Cuáles eran los demás mensajes incluidos en el primero?
Empezando por lo obvio, no estaba en México. Había dejado el coche cerca de la frontera para que pensáramos que había huido. En lugar de eso, había vuelto. ¿Cómo? Yo no había oído el motor de un coche, pero ella podría haber aparcado a dos manzanas y recorrer el resto del camino hasta mi cama a pie. Desde su punto de vista, el problema era que comprar o alquilar un coche requería identificación. Peggy Klein le había quitado el carnet de conducir y sin eso estaba perdida. No podía estar segura de si su cara, su nombre y sus varios alias circulaban ya por todas partes. Por lo que ella sabía, tan pronto como intentase usar sus tarjetas de crédito falsas, anunciaría su paradero y la policía estrecharía el cerco.
En las semanas transcurridas desde su marcha, probablemente no había buscado empleo, lo que significaba que vivía de dinero en efectivo. Incluso si encontraba la manera de eludir el problema de la identificación, comprar o alquilar un coche consumiría valiosos recursos. En cuanto me matase, tendría que ocultarse, y eso implicaba preservar sus reservas de efectivo para mantenerse hasta encontrar una nueva presa en que cebarse. Esas cosas exigían paciencia y una minuciosa planificación. No había tenido tiempo material para iniciar una nueva vida. Siendo así, ¿cómo había conseguido llegar hasta aquí?
En autobús o en tren. Viajar en autobús era barato y básicamente anónimo. Viajar en tren le permitiría apearse a tres manzanas escasas de donde yo vivía.
A primera hora de la mañana, le conté a Henry lo de mi visitante nocturna y mi teoría sobre cómo había entrado. Después llamé a un cerrajero para que cambiara las cerraduras. Henry y Gus también las cambiaron. Telefoneé asimismo a Cheney y le dije lo que había ocurrido para que hiciese correr la voz. Le había dado las fotografías de Solana para que los agentes de todos los turnos estuviesen familiarizados con su cara.
Una vez más tenía los nervios a flor de piel. Presioné a Lonnie para que agilizara la orden judicial y yo pudiera recuperar mis armas. Ignoro cómo lo hizo, pero tuve la orden en la mano y las fui a buscar a la armería esa tarde. No me imaginaba a mí misma paseándome por ahí armada hasta los dientes como un pistolero, pero algo tenía que hacer para sentirme segura.
El miércoles por la mañana, cuando volví de correr, había una fotografía pegada con celo en la puerta de mi casa. Otra vez Solana. ¿Y ahora qué? Con el ceño fruncido, la desprendí. Entré, cerré la puerta y encendí la lámpara del escritorio. Examiné la imagen, sabiendo de antemano qué era. Me había sacado una fotografía el día anterior en algún punto del circuito que hago cuando salgo a correr. Reconocí el chándal azul oscuro que llevaba. Esa mañana hacía frío y me había envuelto el cuello con un pañuelo verde lima, por primera y única vez. Debía de llevar ya un buen rato corriendo, porque tenía el rostro enrojecido y respiraba por la boca. En segundo plano, vi parte de un edificio y, delante, una farola. Era un ángulo extraño, pero no conseguí interpretar qué significaba. No obstante, el mensaje era muy claro. Incluso el jogging, que había sido mi salvación, estaba bajo asedio. Me senté en el sofá y me llevé una mano a la boca. Tenía los dedos fríos y, sin darme cuenta, cabeceé. No podía vivir así. No podía pasarme el resto de mi vida en alerta roja. Miré la foto y se me ocurrió otra posibilidad. Quería que yo la encontrara. Me mostraba dónde localizarla, pero no iba a ponérmelo fácil. La astucia era su manera de llevar la delantera. Dondequiera que estuviese, le bastaba con esperar mientras el esfuerzo recaía en mí. El resto consistía en ver si yo tenía inteligencia suficiente para descubrir su paradero. Si no, me mandaría otra pista. Lo que yo no acababa de entender era su plan de acción. Tenía algo en mente, pero yo no podía ahondar en su pensamiento lo suficiente para descifrarlo. Era un despliegue de poder interesante. Yo me jugaba más que ella, pero ella no tenía nada que perder.
Me duché y me puse el chándal y las zapatillas de deporte. Desayuné cereales fríos. Lavé el tazón y la cuchara y los coloqué en el escurridor. Subí al altillo por la riñonera. Dejé las ganzúas en su pequeño estuche de piel, pero saqué la ganzúa eléctrica para que cupiera la H &K, que cargué antes de meterla. Salí de casa con la foto de Solana en la mano. Las otras instantáneas que llevaba eran de ella. Inicié mi recorrido habituaclass="underline" primero por Cabana, y a la izquierda por State. Permanecía atenta al paisaje que dejaba atrás, intentando identificar el punto desde el que ella había tomado la foto. Daba la impresión de que el objetivo de la cámara estuviese inclinado hacia abajo, pero no mucho. Si ella hubiese estado al aire libre, yo la habría visto. Cuando corro, fijo la atención en el propio ejercicio, pero no hasta el punto de excluir todo lo demás. Por lo general salía a correr antes del amanecer, y por vacías que estuvieran las calles, siempre había alguien por ahí, y no todos buena gente. Me interesaba estar en forma, pero no por ello era imprudente.
Me sentí dividida entre el deseo natural de ser minuciosa y la necesidad de acabar cuanto antes. Optando por un término medio, recorrí a pie la mitad del camino. Presentía que se había apostado en la autovía, del lado de la playa. Los edificios al final de State eran muy distintos de los que se veían en la fotografía. Seguía esa ruta desde hacía semanas y me sorprendió lo diferentes que parecían las calles cuando las recorría a pie. Las tiendas permanecían cerradas, pero las populares cafeterías de la acera estaban llenas. La gente iba al gimnasio o regresaba a sus coches, sudada después de hacer ejercicio.
En el cruce de Neil con State, di media vuelta y volví sobre mis pasos. Me ayudó el hecho de que no hubiera demasiadas farolas: dos por manzana. Examiné los edificios hasta el segundo piso, comprobando las escaleras de incendios y los balcones donde podía estar escondida. Busqué ventanas que se encontraran al nivel que reproduciría el ángulo desde el que se había tomado la instantánea. Casi había llegado ya a la vía del ferrocarril y se me acababa el terreno. Caí por fin en la cuenta gracias a la sección del edificio que aparecía en el encuadre. Era la tienda de camisetas en la otra acera. Al fijarme, vi que el zócalo bajo el escaparate se veía nítidamente. Despacio, caminé hasta que el fragmento del paisaje de fondo coincidía con el de la imagen. Entonces me volví y miré a mis espaldas. El hotel Paramount.
Observé la ventana que se veía justo por encima de la marquesina. Era un salón en la esquina, probablemente amplio porque se veía una profunda terraza que rodeaba ambos lados del edificio en esa parte. Quizás el hotel original tuvo allí un restaurante, con puertas halconeras que daban a la terraza para que los clientes pudieran disfrutar del aire de la mañana mientras desayunaban y, más tarde, a la hora del cóctel, de la puesta de sol.
Entré en el vestíbulo por la puerta delantera. Las reformas se habían llevado a cabo con impecable atención a los detalles. El arquitecto había logrado capturar el glamour de antaño sin sacrificar los criterios de elegancia actuales. Parecía que los antiguos accesorios de bronce seguían en su sitio, perfectamente bruñidos. Sabía que no era así, ya que los originales habían sido expoliados durante los días posteriores al cierre del hotel. Murales de tonos apagados cubrían las paredes, con escenas que representaban a los elegantes huéspedes que frecuentaban el hotel Paramount durante la década de los cuarenta. Allí estaba el portero, junto con numerosos botones acarreando las maletas de los clientes recién llegados. Un grupo de mujeres muy delgadas con garbosos sombreros jugaban al bridge en un rincón del vestíbulo. Dos de las cuatro lucían estolas de zorro encima de chaquetas con grandes hombreras. No se advertía la menor señal de que estuviese librándose una guerra salvo por la escasez de hombres. Las zonas del patio y la piscina aparecían también en las pinturas, y para ello se habían extraído imágenes de fotografías antiguas. Vi seis casetas en el otro extremo de la piscina, flanqueadas de palmeras pata de elefante y también cocos plumosos, más grandes y elegantes. Semanas atrás, cuando miraba la obra a través de la valla, no me había dado cuenta de que la piscina entraba en el propio vestíbulo por debajo de una pared de cristal. La parte situada dentro del vestíbulo era básicamente decorativa, pero en conjunto conseguía un agradable efecto. En el mural aparecían automóviles de época aparcados en la calle y no se veía el menor asomo de las distintas tiendas dirigidas al turismo que ahora salpicaban State. Justo a la derecha, una escalera ancha alfombrada en trompe l'oeil ascendía en curva hacia el entresuelo. Me volví y vi la misma escalera en la realidad.