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Subí y al llegar al rellano giré a la derecha, para encontrarme de cara a la calle. Lo que había supuesto que era un restaurante o un salón era una suite espléndida. El número de latón en la puerta era un recargado 2. Dentro oí un televisor a todo volumen. Me acerqué a la ventana al final del pasillo y me asomé. Solana debió de tomar la foto desde una ventana de la suite, porque la perspectiva era ligeramente distinta de la del lugar donde yo estaba.

Bajé al vestíbulo por la ancha escalera. El conserje era un hombre de entre treinta y cuarenta años, de rostro huesudo y cabello engominado, al estilo que se veía en las fotografías de los años cuarenta. También su traje tenía un aspecto retro.

– Buenos días. ¿En qué puedo ayudarla? -preguntó. Tenía en las uñas el lustre de una manicura reciente.

– Verá, me interesa la suite del entresuelo -contesté, y señalé hacia la escalera.

– Ésa es la suite Ava Gardner. Ahora mismo está ocupada. ¿Para cuándo necesita reservarla?

– En realidad, no quiero reservarla. Creo que la ocupa una amiga mía y he pensado en presentarme por sorpresa.

– Ha pedido que no la moleste nadie.

Arrugué un poco la frente.

– Eso no es propio de ella. Por lo general tiene una visita detrás de otra. Aunque, claro, se está divorciando y quizá le preocupe que su ex intente localizarla. ¿Puede decirme con qué nombre se ha registrado? Su nombre de casada era Brody.

– Sintiéndolo mucho, no puedo dar esa información. Va contra las normas del hotel. La privacidad de nuestros huéspedes es nuestra mayor prioridad.

– ¿Y si le enseño una fotografía? ¿Podría al menos confirmarme que es mi amiga? No me gustaría llamar a la puerta si estoy equivocada.

– ¿Por qué no me da su nombre y yo la avisaré?

– Pero entonces echaría a perder la sorpresa.

Me deslicé la riñonera de atrás adelante y abrí la cremallera del compartimento más pequeño de los dos. Saqué la foto de Solana y la puse en el mostrador.

– Me temo que no puedo ayudarla -dijo él. Procuró mantener la mirada fija en mí, pero supe que no podría resistirse a echar un vistazo. Bajó los ojos una décima de segundo.

No dije nada, pero lo observé atentamente.

– En cualquier caso, tiene una visita en estos momentos. Acaba de subir un caballero.

Eso entendía él por respeto a la privacidad.

– ¿Un caballero?

– Un atractivo hombre de pelo blanco, alto, muy delgado. Diría que ronda los ochenta años.

– ¿Le ha dado su nombre?

– No ha sido necesario. Ella ha llamado para decir que esperaba a un tal señor Pitts, y que cuando llegara, debía mandarlo directamente arriba, que es lo que he hecho.

Me sentí palidecer.

– Quiero que llame a la policía y que lo haga ahora mismo.

Me miró con una sonrisa burlona en el rostro, como si aquello fuera una broma filmada por una cámara oculta para ver cómo reaccionaba.

– ¿Llamar a la policía? Eso mismo ha dicho el caballero. ¿Hablan en serio?

– ¡Mierda! Llame ahora mismo. Pregunte por el inspector Cheney Phillips. ¿Se acordará?

– Claro -contestó, con pundonor-. No soy tonto.

Me quedé allí. Vaciló y al cabo de un momento descolgó el teléfono.

Me alejé del mostrador y subí los peldaños de la escalera de dos en dos. ¿Por qué habría llamado a Henry? ¿Y qué podía haberle dicho para inducirlo a ir hasta allí? Cuando me acerqué por segunda vez a la suite Ava Gardner, habían bajado el volumen del televisor. Por suerte para mí, la modernización y reforma del hotel no había incluido la instalación de cerraduras activadas con tarjeta. No reconocí la marca de la cerradura, pero no podía ser muy distinta de cualquier otra. Abrí la riñonera y saqué el estuche de piel con las cinco ganzúas. Para mayor seguridad, habría preferido que sonaran la música y las voces a todo volumen, pero no podía correr riesgos. Iba a ponerme manos a la obra cuando se abrió la puerta y vi a Solana ante mí.

– Puedo ahorrarle el esfuerzo -dijo-. ¿Por qué no pasa? Me ha telefoneado el conserje para avisarme de que subía.

«El muy tarado», pensé. Entré en la habitación. Solana cerró la puerta y colocó la cadena.

Aquello era la sala de estar. Las puertas a la izquierda, abiertas, daban a dos dormitorios independientes y a un cuarto de baño de un anticuado mármol blanco con vetas grises. Henry estaba fuera del mundo, tendido en el mullido sofá con un gotero en el brazo, la aguja sujeta con esparadrapo. Aún tenía buen color y vi el movimiento uniforme de su pecho. Lo que me preocupó fue la jeringa llena en la mesa de centro junto al jarrón de cristal con rosas.

Las puertas halconeras estaban abiertas y la brisa agitaba los visillos. Vi las palmeras recién plantadas junto al patio enlosado alrededor de la piscina. El suelo de la terraza seguía en obras, pero parecía que la piscina estaba acabada, ya que habían empezado a llenarla. Solana me concedió unos momentos para que me hiciera una composición de lugar, disfrutando al ver el miedo que asomaba a mi semblante.

– ¿Qué le ha hecho?

– Le he dado un sedante. Se ha puesto nervioso al ver que no estabas aquí.

– ¿Por qué iba a pensar que yo estaba aquí?

– Porque eso es lo que le he dicho al telefonearlo. Le he explicado que usted había venido y me había agredido. Y que yo le había hecho mucho daño y estaba al borde de la muerte y rogaba que le permitiera verlo. Al principio no me ha creído, pero he insistido y él ha temido equivocarse. Le he dicho que le había intervenido el teléfono y que si llamaba a la policía, usted estaría muerta antes de colgar. Se ha dado mucha prisa, y en menos de quince minutos ya estaba llamando a la puerta.