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– No, no. Tiene toda la razón. Es un comentario muy triste sobre los tiempos que corren -dijo.

– Lástima que no hubiera nadie viviendo cerca para ayudar.

– Provengo de una familia muy pequeña, y todos los demás ya no están.

– Yo soy la menor de nueve hermanos. Pero da igual. Debe de apetecerle volver a casa.

– Más que apetecerme, me muero de ganas. He tratado con un par de agencias de servicios de asistencia sanitaria a domicilio para contratar a alguien, pero de momento la cosa no ha salido bien.

– No siempre es fácil encontrar a la persona adecuada. Según su anuncio, busca usted a una enfermera diplomada.

– Exacto. Con los problemas médicos que tiene mi tío, necesita algo más que una acompañante doméstica.

– A decir verdad, soy enfermera de grado medio, no de grado superior. No quisiera que confunda mi titulación. Trabajo con una agencia, Asistencia Sanitaria para la Tercera Edad, pero mi situación se acerca más a la de una autónoma que a la de una empleada.

– ¿Es de grado medio, entonces? Viene a ser algo muy parecido, ¿no?

Solana se encogió de hombros.

– La formación es distinta y, claro está, una enfermera diplomada de grado superior gana mucho más que alguien de mi humilde origen. Tengo a mi favor que la mayor parte de mi experiencia ha sido con ancianos. Procedo de una cultura en la que se respetan la edad y la sabiduría.

Solana siguió en esa línea, improvisando a medida que hablaba, pero no tenía por qué molestarse. Melanie se creyó todo lo que dijo. Quería creérselo para poder huir sin sentirse culpable ni irresponsable.

– ¿Su tío necesita atención las veinticuatro horas del día?

– No, no. Nada de eso. Al médico le preocupa que no pueda arreglárselas solo durante su recuperación. Aparte de la lesión del hombro, tiene buena salud, así que posiblemente necesitaremos a alguien sólo durante un mes poco más o menos. Espero que eso no sea un problema.

– Casi todos mis empleos han sido temporales -contestó Solana-. ¿Qué responsabilidades tenía usted pensadas?

– Las de siempre, supongo. El baño y el aseo personal, un poco de cuidado de la casa, la colada y quizás una comida al día. Algo por el estilo.

– ¿Y la compra y el traslado a la consulta del médico? ¿No necesitará que alguien lo lleve a su médico de cabecera?

Melanie se reclinó.

– No lo había pensado, pero estaría bien que usted se ocupara de ello.

– Claro. También suele haber otros recados, o al menos ésa es mi experiencia. ¿Y el horario?

– Lo dejo en sus manos. Lo que usted considere mejor.

– ¿Y la paga?

– Estaba pensando en algo del orden de los nueve dólares la hora. Es la tarifa habitual en la Costa Este. No sé aquí.

Solana disimuló su sorpresa. Tenía previsto pedir siete cincuenta, que ya era un dólar más de lo que cobraba normalmente. Enarcó las cejas.

– Nueve -repitió, insuflando a la palabra un infinito pesar.

Melanie se inclinó.

– Me gustaría poder ofrecerle más, pero él lo pagará de su propio bolsillo, y es todo lo que puede permitirse.

– Entiendo. En California, cuando se busca asistencia sanitaria cualificada, eso se consideraría poco.

– Lo sé y lo siento. Tal vez podamos subirlo un poco. No sé, a nueve y medio, por ejemplo. ¿Qué le parece?

Solana se lo pensó.

– Bueno, quizá podría acomodarme, en el supuesto de que estemos hablando de turnos de ocho horas, cinco días por semana. Si es necesario trabajar en fin de semana, la tarifa subiría a diez por hora.

– Me parece bien. Llegado el caso, puedo aportar unos cuantos dólares para sobrellevar el gasto. Lo importante es que él reciba la ayuda que necesita.

– Como es natural, las necesidades del paciente son prioritarias.

– ¿Y cuándo podría empezar? Es decir, suponiendo que a usted le interese.

Solana guardó silencio por un instante.

– Hoy estamos a viernes, y tengo unos cuantos asuntos pendientes. ¿Qué le parece a principios de la semana que viene?

– ¿Sería posible el lunes?

Solana se movió en su asiento con aparente inquietud.

– En fin, quizá pueda reorganizar mi agenda, pero dependería más de usted.

– ¿De mí?

– ¿Querrá usted que le rellene un formulario?

– Ah, no creo que sea necesario. Ya hemos hablado de lo básico, y si surge alguna otra duda, ya la aclararemos en su momento.

– Agradezco la confianza, pero le conviene disponer de la información en papel. Es mejor para las dos que pongamos las cartas sobre la mesa, por así decirlo.

– Eso es muy responsable de su parte. De hecho, tengo formularios. Espere un momento.

Se levantó y cruzó la sala hasta el aparador, donde tenía el bolso. Sacó unas hojas plegadas.

– ¿Necesita un bolígrafo?

– No hace falta. Rellenaré la solicitud en casa y se la traeré mañana a primera hora. Así dispondrá del fin de semana para comprobar mis referencias. Hacia el miércoles ya debería tener todo lo que necesita.

Melanie arrugó la frente.

– ¿No sería posible adelantarlo y empezar a trabajar el lunes? Siempre puedo telefonear desde Nueva York.

– Supongo que sí. Es más una cuestión de que usted se quede tranquila.

– Eso no me preocupa. Seguro que todo está en orden. Sólo de tenerla aquí ya me siento mejor.

– La decisión es suya.

– Bien. Y ahora, ¿qué le parece si le presento al tío Gus y le enseño la casa?

– Estupendo.

Cuando se dirigieron al pasillo, Solana vio que Melanie volvía a manifestar cierto nerviosismo.

– Lamento que la casa esté patas arriba. El tío Gus no se ha preocupado mucho de cuidarla. Típico de hombres solos. Da la impresión de que no ve el polvo y el deterioro.

– Puede que esté deprimido. Los ancianos, en especial los hombres, parecen perder el interés por la vida. Se nota en la poca atención que prestan a la higiene personal, la indiferencia al espacio donde viven y los limitados contactos sociales. A veces también se producen cambios de personalidad.

– No lo había pensado. Debo advertirle que puede ser una persona de carácter difícil. En realidad es un encanto, pero a veces se impacienta.

– Dicho con otras palabras, tiene mal genio.

– Exacto -confirmó Melanie.

Solana sonrió.

– Eso no es nuevo para mí. Créame, los gritos y las pataletas me dan igual. No me lo tomo de manera personal.