Estudié su historial profesional y me fijé en que incluía varios empleos como enfermera privada. El más reciente, durante un periodo de diez meses, había sido en una clínica de reposo, donde sus obligaciones abarcaban la aplicación y el cambio de vendas, la colocación de catéteres, irrigaciones, enemas, extracción de muestras para análisis clínicos y administración de medicamentos. Según el historial, cobraba ocho dólares y medio la hora. Ahora pedía nueve. Bajo el encabezamiento «Antecedentes» afirmaba que nunca había sido declarada culpable de un delito, que en ese momento no estaba en espera de juicio por un delito penal y que nunca había cometido un acto violento en el lugar de trabajo. Eso era una buena noticia, desde luego.
En la lista de empleos, empezando por el presente y retrocediendo en el tiempo, se incluían direcciones, números de teléfono y, cuando correspondía, nombres de los supervisores. Vi que las fechas de empleo constituían una progresión ininterrumpida desde el año de su titulación. De los pacientes ancianos que había atendido como enfermera privada, cuatro habían ingresado después en residencias de la tercera edad con carácter permanente, tres habían muerto y dos se habían recuperado lo suficiente para volver a vivir sin ayuda. Había adjuntado fotocopias de dos cartas de recomendación que decían poco más o menos lo que cabía esperar: bla, bla, bla, responsable; bla, bla, bla, competente.
Busqué el número del City College y pedí a la telefonista que me pusiera con la secretaría de la universidad. La mujer que atendió la llamada estaba acatarrada y el hecho de atender el teléfono le provocó un acceso de tos. Esperé mientras se esforzaba por controlar el ataque. La gente no debería ir al trabajo cuando está resfriada. Probablemente se enorgullecía de no faltar ni un día mientras los demás a su alrededor contraían las mismas enfermedades de las vías respiratorias superiores y agotaban su permiso por enfermedad anual.
– Disculpe. ¡Uf! Lo siento. Soy la señora Henderson.
Le di mi nombre y le expliqué que estaba verificando los antecedentes de Solana Rojas en relación con un contrato de trabajo. Deletreé el nombre y le di la fecha en que había obtenido el título de enfermera en el City College.
– Sólo necesito que me confirme si esta información es exacta.
– ¿Puede esperar un momento?
– Claro -contesté.
Mientras yo escuchaba villancicos, la mujer debió de coger una pastilla para la tos, porque cuando volvió al aparato, oí el ruido de la gragea contra los dientes.
– No estamos autorizados a dar información por teléfono. Tendrá que presentar su solicitud en persona.
– ¿No puede darme siquiera un simple sí o no?
Hizo una pausa para sonarse la nariz, una operación desagradablemente húmeda acompañada de un graznido.
– Exacto. Debemos atenernos a una política de protección de datos personales de los estudiantes.
– ¿Qué tiene esto de personal? Esa mujer busca trabajo.
– Eso dice usted.
– ¿Por qué habría de mentir sobre algo así?
– No lo sé, querida. Eso tendrá que explicármelo usted.
– Pero ¿y si tengo su firma en una solicitud de empleo, autorizando la verificación de su historial académico y profesional?
– Un momento -dijo molesta. Tapó el micrófono con la palma de la mano y, en susurros, habló con alguien a su lado-. Siendo así, no hay problema. Traiga la solicitud. Haré una copia y la presentaré junto con la instancia.
– ¿Puede sacar el expediente para ganar tiempo y tener la información a mano cuando yo llegue?
– No estoy autorizada a hacer eso.
– Bien, y una vez que esté ahí, ¿cuánto tardarán?
– Cinco días hábiles.
Me irrité, pero supe que no servía de nada discutir. Seguramente iba dopada a base de fármacos contra el resfriado y tenía ganas de hacerme callar. Le di las gracias por la información y colgué.
Puse una conferencia con el Colegio de Enfermeras y Técnicos Psiquiátricos de Sacramento. El empleado que me atendió se mostró serviciaclass="underline" mis dólares de contribuyente en acción. La licencia de Solana Rojas estaba en vigor y nunca había sido objeto de sanciones ni demandas. El hecho de que tuviera una licencia significaba que había completado satisfactoriamente los cursos de enfermería en algún sitio; aun así, tendría que ir hasta el City College para confirmarlo. No encontraba ninguna razón por la que a alguien se le ocurriría falsificar los detalles de su titulación, pero Melanie me había pagado por un tiempo y no quería escatimárselo.
Me acerqué al juzgado y examiné los documentos públicos. Tras comprobar el archivo penal, civil, de delitos menores y público (éste incluía los casos civiles generales, de familia, testamentarios y penales), no vi ninguna condena penal ni demanda presentada por ella o contra ella. Para cuando llegué al City College tenía la casi total certeza de que la mujer era tal como se mostraba.
Aminoré la marcha y me detuve en la caseta de información del campus.
– ¿Puede decirme dónde está la secretaría?
– En el edificio de administración, ahí mismo -contestó la mujer señalando la estructura situada justo delante.
– ¿Y dónde aparco?
– Por la tarde no hay restricciones. Puede aparcar donde quiera.
– Gracias.
Ocupé la primera plaza libre que encontré y, tras apearme, cerré el coche con llave. Desde aquella altura se veía el Pacífico por detrás de los árboles, pero el mar estaba gris y el horizonte oscurecido por la bruma. Con el cielo todavía encapotado, el día parecía más frío. Me colgué el bolso al hombro y crucé los brazos para darme calor.
El estilo arquitectónico de casi todos los edificios del campus era sencillo, una funcional mezcla de estuco color crema, rejas de hierro forjado y tejas rojas. Los eucaliptos proyectaban sombras moteadas sobre la hierba y una suave brisa agitaba las frondas de las palmeras que se alzaban por encima de la calle. Había en uso seis u ocho aulas provisionales mientras se ampliaban las instalaciones.
Me resultó extraño pensar que en su día estuve matriculada allí. Después de tres semestres, me di cuenta de que no estaba hecha para los estudios, ni siquiera a los niveles más bajos. Debería haberme conocido mejor. El instituto había sido un suplicio. Inquieta, me distraía con facilidad y me interesaba más fumar porros que estudiar. No sé qué creía que iba a hacer con mi vida, pero esperaba sinceramente no tener que ir a la universidad, lo que descartaba medicina, odontología y derecho, junto con otras innumerables profesiones que no me atraían en absoluto. Me daba cuenta de que sin un título universitario casi ninguna empresa me aceptaría como presidenta. Una verdadera lástima. Sin embargo, si entendía bien la Constitución, mi falta de educación no me excluía como candidata a la presidencia de Estados Unidos, cuyo único requisito era haber nacido en el país y tener al menos treinta y cinco años. ¿No era una perspectiva apasionante?