– Vaya. No tenía ni idea -dije-. Sobre el papel, la impresión es buena.
– Eso no siempre refleja toda la verdad.
– Por eso estoy aquí, para llenar los huecos. ¿Se veían ustedes fuera del trabajo?
– Rara vez. Las demás salíamos a veces los viernes por la noche.
Digamos que nos desmelenábamos un poco al acabar la semana. Solana se iba derecha a casa. Al cabo de un tiempo, ni siquiera le pedíamos que nos acompañara, suponiendo ya que diría que no.
– ¿No bebía?
– ¡Qué va! Nada más lejos. Era una mujer muy estricta. Además, siempre andaba controlando el peso. Y en los descansos leía. Cualquier cosa con tal de hacernos quedar mal a las demás. ¿Le he servido de algo?
– Mucho.
– ¿Cree que la contratarán?
– Eso no es cosa mía, pero desde luego pasaré nota de lo que me ha dicho.
Me marché del centro a la una con el curriculum de Lana Sherman en la mano. De regreso a mi oficina pasé por delante de una sándwichería y caí en la cuenta de que no había comido. Con los agobios del trabajo, a veces me salto una comida, pero casi nunca cuando tengo tanta hambre como en ese momento. Había llegado a la conclusión de que una dieta equilibrada era la antítesis de la saciedad. Una hamburguesa de cuarto de libra con queso y una buena ración de patatas fritas la dejan a una prácticamente comatosa. La súbita acometida de hidratos de carbono y grasas inducen a dormir una siesta, lo que deja un hueco de diez o quince minutos antes de pensar en la siguiente comida. Di media vuelta y entré en la sándwichería. Lo que pedí no es asunto de nadie más que mío, pero no estaba nada mal. Comí sentada a mi mesa mientras revisaba el expediente de los Fredrickson.
A las dos, sujetapapeles en mano, llegué a mi cita con Gladys Fredrickson. Su marido y ella ocupaban una casa modesta cerca de la playa, en una calle parcialmente invadida por viviendas mucho más suntuosas. Dados los exagerados precios del suelo en la zona, tenía sentido adquirir cualquier casa en venta y realizar amplias reformas o derribar la estructura entera y partir de cero.
La casa de madera de los Fredrickson, de una sola planta, encajaba en esta última categoría, pues, más que una rehabilitación, merecía que la demolieran, amontonaran los escombros y los quemaran. El decrépito estado reflejaba años de mantenimiento postergado. En una fachada lateral, vi que un tramo del canalón de aluminio se había desprendido. Debajo de la brecha, las hojas podridas, arrastradas por el agua, formaban un improvisado montón de abono orgánico. Sospeché que la moqueta olería a humedad y el cemento blanco entre los azulejos de la ducha estaría negro de moho.
En el porche, además de la escalera, había una larga rampa de madera que ascendía desde el camino para dar acceso a una silla de ruedas. La propia rampa estaba salpicada de algas de color verde oscuro y sin duda era tan resbaladiza como el hielo cuando llovía. Me detuve en el porche a mirar los arriates de hiedra mezclada con acederas amarillas. Dentro, el perro ladraba con tal intensidad que probablemente acabaría llevándose una patada en el trasero. Al otro lado del patio lateral, a través de una alambrada, vi a una vecina de avanzada edad colocando en el jardín lo que debían de ser los adornos navideños. Consistían en siete pajes de Papá Noel de plástico, huecos e iluminados por dentro, más nueve ciervos, también de plástico, uno de los cuales tenía una enorme nariz roja. Se interrumpió para mirarme y respondió a mi breve saludo con una sonrisa colmada de dulzura y pesar. En otro tiempo hubo niños en su vida -hijos o nietos-, cuyo recuerdo celebraba con esa inquebrantable exhibición de esperanza.
Ya había llamado dos veces y estaba a punto de llamar de nuevo cuando Gladys abrió la puerta. Apoyaba todo el peso del cuerpo en un andador y llevaba un collarín de gomaespuma de quince centímetros de ancho. Alta y gruesa, vestía una blusa a cuadros con los botones a punto de reventar debido a la presión del amplio pecho. El elástico de la cintura de su pantalón acrílico había dado de sí y dos imperdibles lo mantenían sujeto a la blusa, evitando que se le cayera hasta los pies. Calzaba unas zapatillas de deporte de marca desconocida, aunque era evidente que no iba a echarse a correr en fecha próxima. En la del pie izquierdo había recortado una porción de piel en forma de media luna para alivio del juanete.
– ¿Sí?
– Soy Kinsey Millhone, señora Fredrickson. Tenemos una cita para hablar del accidente.
– ¿Es usted de la compañía de seguros?
– No de la suya. Trabajo para La Fidelidad de California. Me ha contratado el abogado de Lisa Ray.
– El accidente fue culpa de ella.
– Eso me han dicho. He venido a verificar la información que ella nos dio.
– Ah. Bueno, entonces será mejor que pase -dijo, y le dio la vuelta al andador para encaminarse hacia la butaca reclinable donde se sentaba.
Al cerrar la puerta me fijé en una silla de ruedas plegable apoyada en la pared. Me había equivocado respecto a la moqueta. La habían quitado y dejado a la vista los suelos de estrechos tablones de madera noble. Las grapas que antes sujetaban la moqueta seguían incrustadas en la madera y vi una hilera de orificios oscuros donde en su día estuvieron clavados los listones de fijación.
Dentro de la casa, el calor era tan sofocante que el aire olía a chamusquina. Un pajarillo de vivos colores revoloteaba como una mariposa nocturna de una barra de cortina a otra mientras el perro brincaba sobre los cojines del sofá y derribaba las pilas de revistas, correo comercial, facturas y periódicos colocadas encima. El perro tenía la cara pequeña, los ojos negros y brillantes, y un esponjoso triángulo de pelo en el pecho. El pájaro había dejado dos cagadas del tamaño de pequeñas monedas en el suelo, entre la mesa y la silla.
– ¿Millard? -vociferó Gladys-. Te he dicho que saques de aquí al perro. Dixie se ha subido al sofá y no me responsabilizo de lo que haga.
– Maldita sea. Ya voy. Deja de gritar -contestó Millard a pleno pulmón desde alguna de las habitaciones que daban al estrecho pasillo transversal.
Dixie aún ladraba, bailando sobre las patas traseras mientras arañaba remilgadamente el aire con las delanteras, y mantenía la mirada fija en el periquito con la esperanza de comérselo en recompensa por sus habilidades.
Al cabo de un momento apareció Millard, impulsando su silla de ruedas. Como a Gladys, le calculé poco más de sesenta años, aunque los llevaba mejor que ella. Era un hombre fornido, de rostro rubicundo, poblado bigote negro y una mata de pelo rizado y canoso. Llamó al perro con un penetrante silbido y el animal saltó del sofá, cruzó raudo la sala y subió a su regazo de un brinco. Millard giró en redondo y, hablando entre dientes, desapareció por el pasillo.
– ¿Desde cuándo va en silla de ruedas su marido?
– Desde hace ocho años. Tuvimos que quitar la moqueta para que pudiera desplazarse por la casa.
– Ya que estoy aquí, espero que él también pueda dedicarme un rato.