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– No, ha dicho que hoy no le venía bien. Tendrá que volver en otro momento si quiere hablar con él. -Gladys apartó un montón de papeles-. Si le apetece sentarse, despéjese el sitio usted misma.

Ocupé con cuidado el hueco que ella me había hecho. Dejé el bolso en el suelo y saqué la grabadora, que coloqué en la mesita de centro delante de mí. Una montaña de sobres marrones, en su mayoría de un servicio de mensajería llamado Fleet Feat, se desmoronó contra mi muslo. Esperé mientras ella maniobraba para colocarse en posición ante la butaca y por fin se acomodaba con un gruñido. En ese breve intervalo, sin más intención que prevenir la posible avalancha de facturas, dispersé los primeros cinco o seis sobres. Dos tenían una orla roja y la proverbial advertencia: ¡urgente! ¡último aviso! Una era de una tarjeta de crédito para el consumo de gasolina, la otra de una cadena de grandes almacenes.

En cuanto Gladys se instaló, recurrí a mi voz de enfermera visitante.

– Con su permiso, grabaré la conversación. ¿Está usted de acuerdo?

– Supongo.

Después de pulsar el botón de grabación, recité mi nombre, su nombre, la fecha y el número del caso.

– Sólo para que conste, aclararemos que ofrece usted la información de forma voluntaria, sin amenazas ni coacciones. ¿Es así?

– Ya he dicho que sí.

– Gracias. Se lo agradezco. Cuando conteste a mis preguntas, le ruego que facilite sólo la información que conoce, sin dar opiniones, juicios o conclusiones.

– En fin, tengo mis opiniones como todo el mundo.

– Lógicamente, señora Fredrickson, pero debo limitar mi informe a datos de la mayor precisión posible. Si le pregunto algo y usted no lo sabe o no lo recuerda, dígalo. Por favor, evite toda conjetura y especulación. ¿Está lista para empezar?

– Estoy lista desde que me he sentado. Es usted quien lo alarga. No me esperaba tantas paparruchas.

– Le agradezco su paciencia.

Asintió en señal de respuesta, pero antes de que yo pudiera plantear la primera pregunta, se lanzó a hablar por propia iniciativa.

– Ay, cariño, estoy para el arrastre, y no es broma. Sin el andador, apenas puedo moverme. En este pie siento un hormigueo. Es como si lo tuviera dormido, como si lo hubiera apoyado mal…

Siguió describiendo los dolores de la pierna mientras yo tomaba notas, como se suponía que debía hacer.

– ¿Algo más? -pregunté.

– Bueno, dolores de cabeza, claro, y tengo el cuello rígido. Fíjese, apenas puedo volver la cabeza. Por eso llevo este collarín, para más sostén.

– ¿Algún otro dolor?

– Cariño, no tengo más que dolores.

– ¿Podría decirme qué medicamentos toma?

– Tengo una pastilla para cada cosa. -Alargó la mano hacia la mesa, donde había varios frascos junto a un vaso de agua. Me los mostró uno por uno, sosteniéndolos en alto para que yo anotara los nombres-. Estos dos son analgésicos. Éste es un relajante muscular, y esto otro es para la depresión…

Aunque continuaba escribiendo, levanté la vista con interés.

– ¿Depresión?

– Sufro una depresión crónica. No recuerdo haberme sentido tan mal de ánimo en la vida. El doctor Goldfarb, el ortopeda, me envió a un psiquiatra, que me recetó estas pastillas. Supongo que las otras no hacen mucho efecto cuando llevas tomándolas un tiempo.

Anoté el nombre, Elavil, cuando me enseñó la receta.

– ¿Y antes qué tomaba?

– Litio.

– ¿Ha tenido algún otro problema desde el accidente?

– Duermo mal y apenas puedo trabajar. Me han dicho que es posible que no pueda volver a trabajar. Ni siquiera a tiempo parcial.

– Según tengo entendido, lleva la contabilidad de varias empresas pequeñas.

– Desde hace cuarenta y dos años. A eso lo llamo yo aguantar en un trabajo. Ya empiezo a estar harta.

– ¿Trabaja en casa?

Señaló hacia el pasillo.

– Allí al fondo, el despacho es la segunda habitación. El problema es que no puedo pasar mucho tiempo sentada por los dolores de cadera. Tendría que haber visto usted el moretón que me salió, enorme, por todo este lado. Violeta como una berenjena. Todavía tengo una mancha amarilla, grande como la luna. ¿Y quiere saber si duele? Veo las estrellas. Tuvieron que vendarme las costillas y, como le he dicho, está además el problema del cuello. Traumatismo cervical y conmoción cerebral. Yo lo llamo «contusiones de la confusión» -dijo, y soltó una risotada.

Sonreí educadamente.

– ¿Qué coche conduce?

– Una furgoneta Ford del noventa y seis. Verde oscuro, por si iba a preguntármelo.

– Gracias -respondí, y lo anoté-. Volvamos al accidente. ¿Podría contarme qué pasó?

– Con mucho gusto, aunque para mí fue terrible, terrible, como podrá imaginarse. -Entornó los ojos y se tocó los labios con un dedo, fijando la mirada en la media distancia como si recitara un poema. Cuando iba por la segunda frase, quedó claro que había contado la historia tan a menudo que los detalles no variarían-. Millard y yo circulábamos por Palisade Drive a la altura del City College. Era el jueves antes del puente de los Caídos. ¿Cuánto hará de eso? ¿Seis, ocho meses?

– Algo así. ¿Qué hora del día era?

– Media tarde.

– ¿Y cuáles eran las condiciones meteorológicas?

Al verse obligada a pensar la respuesta en lugar de recitar de memoria, arrugó un poco la frente.

– Si no recuerdo mal, hacía buen tiempo. La primavera pasada llovió de forma intermitente, pero cesó durante unos días y, según los periódicos, ese fin de semana haría bueno.

– ¿Y en qué dirección iban?

– Hacia el centro. Mi marido no debía de circular a más de diez o quince kilómetros por hora. O un poco más, puede, pero desde luego iba muy por debajo del límite de velocidad. De eso estoy segura.

– ¿Y eso es cuarenta kilómetros por hora?

– Algo así.

– ¿Recuerda a qué distancia estaba el vehículo de la señorita Ray cuando lo vio? -pregunté.

– Recuerdo que lo vi a mi derecha, en la salida del aparcamiento del City College. Millard se disponía a pasar cuando ella apareció como una flecha delante de mí. ¡Y pumba! Mi marido pisó el freno, pero ya era tarde. No me había llevado semejante sorpresa en toda mi vida, se lo aseguro.

– ¿Llevaba ella el intermitente puesto?

– No lo creo. Seguro que no.

– ¿Y ustedes?

– No, señora. Millard no tenía previsto girar. La intención era seguir hasta Castle.

– Según tengo entendido, se planteó la duda de si usted llevaba puesto el cinturón de seguridad o no.

Ella movió la cabeza en un rotundo gesto de negación.