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– Jamás viajo en coche sin ponerme el cinturón. Tal vez se soltara por el impacto, pero desde luego lo llevaba.

Me tomé un momento para repasar las notas, buscando la manera de pillarla desprevenida. Los datos repetidos una y otra vez empezaban a resultar trillados.

– ¿Adónde iban?

Eso la pilló a contrapié. Parpadeando, preguntó:

– ¿Cómo dice?

– Querría saber adónde se dirigían cuando se produjo el accidente. Intento llenar las lagunas. -Sostuve en alto el sujetapapeles como si eso lo explicara todo.

– Ya no me acuerdo.

– ¿No recuerda adónde iban?

– Pues no, como lo oye. Usted misma me ha pedido que si no recordaba algo, lo dijera claramente, y eso no lo recuerdo.

– Bien. Eso he dicho, sí. -Fijé la mirada en el papel e hice una marca-. Veamos si consigo refrescarle la memoria: ¿podría ser que fueran hacia la autovía? Desde Castle, hay acceso en ambas direcciones, al norte y al sur.

Gladys negó con la cabeza.

– Desde el accidente tengo problemas de memoria -dijo.

– ¿Iban a hacer algún recado? ¿A comprar comida? Algo para la cena, quizá.

– Debía de ser algún recado, sí. Yo diría que era eso. Es posible que tenga amnesia, ¿sabe? Según el médico, no es raro en accidentes de este tipo. Me cuesta mucho concentrarme. Por eso no puedo trabajar. No puedo estar mucho rato sentada, y tampoco pensar. Y en eso consiste mi trabajo, no hay más: sumo y resto y pego sellos a los sobres.

Consulté mis notas.

– Ha mencionado una conmoción cerebral.

– Ah, sí, me di un buen golpe en la cabeza.

– ¿Contra qué?

– El parabrisas, supongo. Puede que fuera el parabrisas. Todavía tengo el bulto -dijo, y se llevó la mano brevemente a un lado de la cabeza.

Yo me llevé también la mano a la cabeza como ella.

– ¿En el lado izquierdo o por detrás?

– En los dos sitios. Me golpeé por todas partes. Mire, toque aquí.

Alargué el brazo. Ella me tomó la mano y me la apretó contra un bulto duro del tamaño de un puño.

– Dios mío.

– Más vale que lo anote -indicó señalando el sujetapapeles.

– Por supuesto -convine a la vez que escribía-. ¿Y después qué pasó?

– Como podrá imaginar, Millard estaba alteradísimo. Enseguida se dio cuenta de que no se había hecho daño, pero vio que yo estaba fuera de este mundo, del todo inconsciente. En cuanto recuperé el conocimiento me ayudó a salir de la furgoneta. No le resultó nada fácil, ya que tuvo que sentarse en la silla y bajarse a la calle. Yo apenas sabía dónde me encontraba. De tan aturdida y desencajada, temblaba como una hoja.

– Debió de llevarse un buen susto.

– ¿Cómo no iba a llevármelo, si esa mujer salió de pronto ante nosotros?

– Claro. Y ahora veamos. -Me interrumpí por un momento para comprobar mis anotaciones-. Aparte de su marido y usted y la señorita Ray, ¿había alguien más en el lugar del accidente?

– Ah, sí. Alguien avisó a la policía y vinieron enseguida junto con la ambulancia.

– Me refiero a antes de que llegaran. ¿Alguien se paró para ayudar?

Negó con la cabeza.

– No, no lo creo. Al menos no que yo recuerde.

– Tengo entendido que un caballero prestó ayuda antes de que llegara el agente de tráfico -comenté.

Me miró fijamente, parpadeando.

– Ah, pues ahora que lo dice, sí, es verdad. Lo había olvidado. Mientras Millard echaba un vistazo a la furgoneta, ese tipo me ayudó a ir a la acera. Me dejó en el suelo y me rodeó los hombros con el brazo. Le preocupaba que pudiera entrar en estado de shock. Se me había borrado por completo de la memoria hasta ahora.

– ¿Era otro conductor?

– Creo que era un peatón.

– ¿Puede describirlo?

Pareció vacilar.

– ¿Para qué quiere saberlo? -preguntó.

– La señorita Ray tiene la esperanza de localizarlo para mandarle una nota de agradecimiento.

– Bueno… -Guardó silencio durante quince largos segundos. Vi que calculaba mentalmente las distintas posibilidades. Sin duda poseía astucia de sobra para darse cuenta de que si ese hombre había aparecido tan pronto, con toda probabilidad había presenciado el accidente.

– ¿Señora Fredrickson?

– ¿Qué?

– ¿No recuerda ningún detalle sobre ese hombre?

– Difícilmente podría acordarme de algo a ese respecto. Puede que Millard sepa algo más que yo. Para entonces me dolía tanto la cadera derecha que lo raro es que aguantase en pie. Si tuviera la radiografía aquí, le señalaría las costillas rotas. Según dijo el doctor Goldfarb, aún tuve suerte, porque si la fisura de la cadera hubiese sido más grave, me habría quedado inmovilizada para siempre.

– ¿De qué raza es?

– Blanco. Jamás iría a un médico de otra raza.

– Me refiero al hombre que la ayudó.

Negó con la cabeza en un gesto de pasajera irritación.

– Me alegré tanto de no haberme roto la pierna que no me fijé en nada más. También usted se habría alegrado en mi lugar.

– ¿Qué edad calcula que tendría?

– No puedo contestar a esa clase de preguntas. Me estoy alterando, y dice el doctor Goldfarb que eso no es bueno para mí, nada bueno.

Seguí mirándola y advertí que desviaba la vista por un momento y volvía a fijarla en mí. Me concentré de nuevo en la lista de preguntas y elegí unas cuantas que se me antojaron neutrales e inofensivas. En general cooperó, pero me di cuenta de que se le agotaba la paciencia. Guardé el bolígrafo en la pinza del sujetapapeles y alcancé el bolso a la vez que me ponía en pie.

– Bien, creo que de momento eso es todo. Gracias por su tiempo. En cuanto pase a máquina mis anotaciones, me acercaré por aquí para que lea su declaración y la corrobore. Podrá hacer las correcciones necesarias, y cuando considere que es una versión fiel, puede firmarla y ya no la molestaré más.

Cuando apagué la grabadora, dijo:

– No tengo inconveniente en ayudar. Lo único que queremos es justicia, puesto que ella tiene toda la culpa.

– Eso mismo quiere la señorita Ray.

Al salir de la casa de los Fredrickson, fui por Palisade Drive y doblé a la derecha, repitiendo la ruta que había seguido Gladys el día del accidente. Al pasar por delante del City College, lancé una mirada a la entrada del aparcamiento. Más allá la calle iniciaba una curva descendente. En el cruce de Palisade y Castle giré a la izquierda y seguí hasta Capillo, donde torcí a la derecha. El tráfico era fluido y tardé menos de cinco minutos en llegar a la oficina. El cielo estaba encapotado y se hablaba de tormentas aisladas, cosa que me parecía improbable. Por razones que nunca he entendido del todo, Santa Teresa tiene una temporada lluviosa, pero muy rara vez cae una tormenta. Los relámpagos son un fenómeno que he visto básicamente en fotografías en blanco y negro, mostrando hebras blancas sobre el cielo nocturno como grietas irregulares en un cristal.