Выбрать главу

A las dos y diez, después de cubrir toda la zona, regresé al coche, atravesé el cruce y entré en el aparcamiento de la universidad. Me puse la chaqueta que había dejado en el asiento trasero, cerré el Mustang y me encaminé hacia el lugar donde la vía de acceso iba a dar a la avenida de cuatro carriles de Palisade, separados los sentidos de la marcha por una valla de tela metálica. A mi derecha, la calle iniciaba una suave curva en pendiente y se perdía de vista. No había un carril de giro destinado a los vehículos que se proponían entrar en el aparcamiento, ni en un sentido ni en otro, pero vi que, desde la perspectiva de Lisa Ray, cualquier vehículo que se acercara sería visible a unos quinientos metros, circunstancia que no había observado en mi visita anterior.

Me encaramé a una tapia baja de piedra y me quedé mirando cómo pasaban los coches. Unos pocos peatones entraban y salían del campus, en su mayoría estudiantes o madres trabajadoras que iban a recoger a sus hijos a una guardería dependiente de la propia universidad, situada en la esquina más alejada, cerca de la parada de autobús. Deduje que la guardería no disponía de plazas de estacionamiento propias y, por lo tanto, las madres aprovechaban el aparcamiento universitario cuando recogían a sus hijos. A la menor posibilidad entablaba conversación con esas desafortunadas transeúntes y les explicaba para qué necesitaba a ese hombre de pelo blanco. Las madres eran corteses, pero, abstraídas, apenas respondían a mis preguntas debido a las prisas, preocupadas por que les cobraran horas de permanencia. A lo largo de la tarde desfiló por allí un flujo constante de madres con criaturas a rastras.

De los primeros cuatro estudiantes a los que abordé, dos eran nuevos y otros dos se habían ido afuera el puente de los Caídos. La quinta ni siquiera era estudiante, sino sólo una mujer que andaba buscando a su perro. Ninguno pudo aportar un solo dato útil, pero aprendí mucho sobre la inteligencia y superioridad del caniche corriente. El vigilante del campus se detuvo a charlar conmigo, pensando quizá que era una sin techo y estaba allí reconociendo el terreno o trapicheando con drogas de diseño.

Mientras él me interrogaba, yo me dediqué a interrogarlo a él. Recordaba vagamente al hombre de pelo blanco, pero no cuándo lo había visto por última vez. Su respuesta, aunque imprecisa, me dio al menos un rayo de esperanza. Le entregué una octavilla y le pedí que se pusiera en contacto conmigo si volvía a ver a ese hombre.

Así seguí hasta las cinco y cuarto, dos horas después del momento en que se produjo el accidente. En mayo, debía de haber luz hasta las ocho. Ahora el sol se ponía a las cinco. En el fondo esperaba que el testigo tuviese alguna actividad cotidiana que lo llevara al barrio a la misma hora todos los días. Pensé en regresar el sábado y peinar de nuevo la zona. Tal vez durante el fin de semana me fuera más fácil encontrar a la gente en casa. Si no contestaba nadie al anuncio del periódico, volvería el jueves de la semana siguiente. Abandoné el proyecto por ese día y me fui a casa, cansada y cabizbaja. Por mi experiencia, andar deambulando sin objetivo fijo le pone a uno los nervios de punta.

Entré en mi calle y, como de costumbre, fui derecha a las plazas de aparcamiento más cercanas a mi estudio. Me desconcertó ver un contenedor de intenso color rojo junto al bordillo. Debía de medir cuatro metros de ancho y dos metros y medio de fondo y habría podido alojar a una familia de cinco miembros. Me vi obligada a aparcar a la vuelta de la esquina y desandar el camino a pie. Al pasar junto al contenedor miré por encima del borde, a un metro y medio de altura, y vi el interior vacío. ¿Qué hacía allí?

Saqué el correo del buzón, crucé la verja y doblé hacia mi estudio, que en su día fue un garaje de una sola plaza. Siete años atrás, Henry cambió de sitio el camino de acceso, construyó un garaje nuevo de dos plazas y convirtió el garaje original en un estudio de alquiler, donde me instalé yo. Tres años más tarde, un desafortunado incidente con una bomba arrasó la estructura. Henry aprovechó la demolición gratuita y reconstruyó el estudio, añadiendo un altillo que contenía un dormitorio y un baño. El último contenedor que yo había visto en nuestra manzana era el que alquiló él para echar los escombros de la obra.

Me desprendí del bolso en la entrada del apartamento y, dejando la puerta entreabierta, crucé el patio hasta la casa de Henry. Llamé a la puerta de la cocina y él apareció poco después, procedente del salón, donde veía las noticias. Charlamos un momento de temas intrascendentes y luego pregunté:

– ¿Qué hace ahí ese contenedor? ¿Es nuestro?

– Lo ha pedido la enfermera de Gus.

– ¿Solana? ¡Vaya un atrevimiento por su parte!

– Eso mismo he pensado yo. Ha venido esta mañana para informarme de que lo traían. Va a deshacerse de los trastos viejos de Gus.

– ¿No lo dirá en serio?

– Pues sí. Le ha pedido permiso a Melanie, y ella ha dado el visto bueno.

– ¿Y Gus está de acuerdo?

– Eso parece. Yo mismo he llamado a Melanie para asegurarme de que todo estaba en orden. Me ha dicho que Gus ha pasado unos días malos y Solana se ha quedado a dormir dos noches, pues pensaba que no debía estar solo. Ha tenido que dormir en el sofá, que no sólo es demasiado corto, sino que además huele a tabaco. Le ha preguntado a Melanie si podía traer un camastro, pero no cabía. Las otras dos habitaciones están hasta los topes de trastos, y eso es lo que ella se propone tirar.

– Me sorprende que Gus haya accedido.

– No le quedaba más remedio. No puede pretender que esa mujer duerma en el suelo.

– ¿Quién va a sacar todo eso a la calle? En una sola de esas habitaciones debe de haber media tonelada de diarios.

– Lo hará casi todo ella sola, al menos en la medida de sus posibilidades. Para los objetos más pesados contratará a alguien, supongo. Gus y ella lo han examinado todo y decidido qué se podía tirar. Se ha quedado con lo bueno, los cuadros y unas cuantas antigüedades, lo demás pasará a la historia.

– Ya que está, esperemos que quite esa moqueta tan asquerosa -observé.

– Pues sí.

Henry me invitó a una copa de vino, y habría aceptado, pero en ese momento sonó mi teléfono.

– Tengo que ir a contestar -dije, y me alejé al trote.

Descolgué justo antes de que saltara el contestador. Era Melanie Oberlin.

– ¡Ah, menos mal! -dijo-. Me alegro de encontrarte. Temía que no estuvieras en casa. Estoy a punto de salir, pero quiero hacerte una pregunta.

– Adelante.

– He telefoneado al tío Gus hace un rato y creo que no sabía quién era. Ha sido una conversación muy extraña. Estaba como atontado, ¿sabes? Parecía borracho o confuso, o quizá las dos cosas.

– Eso no es propio de él. Todos sabemos que es un cascarrabias, pero siempre tiene claro dónde está y qué ocurre a su alrededor.

– Ahora ya no.

– Tal vez sea la medicación. Deben de estar dándole analgésicos.

– ¿Todavía? No me encaja. Sé que tomó Percocet, pero se lo retiraron en cuanto pudieron. ¿Has hablado con él últimamente?