– Créame, no llamó para hablar de usted. Me preguntó si yo había notado algún cambio en él.
De pronto clavó en mí una mirada intensa e inescrutable.
– ¿Conque ahora el médico es usted? Tal vez quiera ver mis anotaciones. Llevo un registro de todo, como me enseñaron a hacer. Medicación, tensión, deposiciones. Con mucho gusto le mandaré a la señorita Oberlin una copia si duda de mis aptitudes o mi dedicación a los cuidados de su tío.
Aunque no llegué a mirarla con los ojos entornados, tomé plena conciencia del cariz que había tomado la conversación. ¿Acaso estaba chiflada, esa mujer? Me era imposible aclarar el malentendido. Temía que si pronunciaba otro par de frases, abandonaría el empleo, indignada, y Melanie se vería en un apuro. Era como encontrarse ante una serpiente, que primero anunciaba su presencia con un silbido y luego se enrollaba presta a atacar. No me atreví a darle la espalda ni a apartar de ella la mirada. Me quedé inmóvil. Renuncié a mi defensa a ultranza y decidí hacerme la muerta. Si uno huye de un oso, éste lo persigue: es la reacción natural de la bestia. Lo mismo ocurre con la serpiente. Al menor movimiento, atacaría.
Me sostuvo la mirada. En ese breve instante, advertí que se contenía. Había bajado una especie de barrera y, detrás, yo había avistado un aspecto de ella que no quería que viese, un destello de ira que enseguida había vuelto a ocultar. Era como ver a alguien en medio de un ataque epiléptico: en el transcurso de tres segundos había perdido el control y vuelto en sí. Prefiriendo que se diera cuenta de hasta qué punto se había revelado ante mí, pasé a otro tema, como si no hubiera ocurrido nada.
– Ah, antes de que se me olvide, quería preguntarle si la caldera va bien.
Volvió a centrarse.
– ¿Cómo dice?
– El año pasado Gus tuvo complicaciones con la caldera. Con el frío que está haciendo, quería asegurarme de que la calefacción funciona bien. ¿No han tenido ningún problema?
– Va perfectamente.
– Bien, pero si empieza a hacer cosas raras, no dude en avisar. Henry tiene los datos de la empresa que la reparó.
– Gracias. Eso haré, por supuesto.
– Ahora tengo que irme. Aún no he cenado y ya es tarde.
Me acerqué a la puerta y noté que me seguía de cerca. Miré hacia atrás y sonreí.
– Me pasaré por la mañana cuando salga para ir al trabajo.
No esperé su respuesta. Con toda naturalidad hice un gesto de despedida y salí. Al bajar por los peldaños del porche, percibí su presencia en la puerta a mis espaldas, mirando a través del cristal. Me resistí al impulso de comprobarlo. Doblé a la izquierda por el camino, y cuando ella ya no me veía, me permití uno de esos escalofríos que te sacuden de la cabeza a los pies. Abrí la puerta de mi estudio y dediqué unos minutos a encender todas las luces para disipar las sombras en la casa.
Por la mañana, antes de marcharme a la oficina me presenté por segunda vez en la casa de al lado, decidida a hablar con Gus. Me extrañó encontrarlo dormido tan temprano la tarde anterior, pero quizás era lo normal a esas edades. Había reproducido en mi mente una y otra vez la reacción de Solana a mi pregunta sobre el estado psíquico de Gus. Yo no había previsto tal arranque de paranoia, y de hecho ignoraba cuál era la causa y qué significaba. En cualquier caso, me había comprometido con Melanie a ir a ver cómo estaba su tío y no permitiría que esa mujer me ahuyentara. Sabía que Solana no empezaba a trabajar hasta primera hora de la tarde, y me alegraba la perspectiva de eludirla.
Subí por los peldaños del porche y llamé a la puerta. Como no recibí respuesta inmediata, ahuequé las manos contra el cristal y escudriñé el interior. No había ninguna luz encendida en la sala de estar, pero sí aparentemente en la cocina. Golpeé el cristal con los nudillos y esperé, pero no advertí la menor señal de presencia humana. Me había llevado la llave que Gus le había dado a Henry, pero pensaba que no debía tomarme la libertad de usarla.
Fui a la puerta trasera, con cristal en la mitad superior. Vi una nota pegada con celo por dentro:
«Voluntaria de Meals on Wheels: La puerta no está cerrada con llave. Pase usted misma. El señor Vronsky es duro de oído y puede que no abra».
Probé el picaporte y, en efecto, la puerta no estaba cerrada. La abrí lo suficiente para asomar la cabeza.
– ¿Señor Vronsky?
Eché un vistazo a las encimeras y los fogones de la cocina. No parecía que hubiera desayunado. Vi una caja de cereales colocada al lado de un cuenco y una cuchara. No había platos en el fregadero.
– ¿Señor Vronsky? ¿Está en casa?
Oí un ahogado golpeteo en el pasillo.
– ¡Maldita sea! ¿Quieres acabar ya con ese griterío? Hago lo que puedo.
Al cabo de unos segundos Gus Vronsky, quejumbroso como siempre, apareció en la puerta ayudándose de un andador, y entró en la cocina. Aún iba en bata, casi doblado por la cintura a causa de la osteoporosis, que lo obligaba a mirar al suelo.
– Espero no haberte despertado. No sabía si me habías oído.
Ladeó la cabeza y me miró de soslayo. Tenía puestos los audífonos, pero llevaba el izquierdo torcido.
– ¿Con semejante jaleo? He ido a la puerta de la calle, pero no había nadie en el porche. Pensaba que era una broma, niños dando guerra. Yo, cuando era pequeño, siempre lo hacía, eso de llamar a una puerta y echar a correr. Iba a volver a la cama cuando he oído el alboroto aquí atrás. ¿Qué diantres quieres?
– Soy Kinsey, la inquilina de Henry…
– ¡Ya sé quién eres! No soy imbécil. Y te digo ya de entrada que no sé quién es el presidente, así que no te pienses que vas a pillarme por ahí. Harry Truman fue el último hombre decente en el cargo, y tiró aquellas bombas. Acabó con la segunda guerra mundial, eso sí puedo decírtelo en el acto.
– Quería asegurarme de que estás bien. ¿Necesitas algo?
– ¿Que si necesito algo? Necesito recuperar el oído. Necesito una salud mejor. Necesito alivio para el dolor. Me caí y tengo el hombro fuera de servicio…
– Ya lo sé. Yo vine con Henry cuando él te encontró. Anoche pasé por aquí y estabas profundamente dormido.
– Ésa es la única intimidad que me queda. Ahora viene esa mujer que me hace la vida imposible. A lo mejor la conoces. Solana no sé cuántos. Dice que es enfermera, pero como tal deja mucho que desear, si quieres saber mi opinión. Aunque no puede decirse que eso cuente mucho hoy día. No sé dónde se habrá metido ahora. Hace un rato estaba aquí.
– Pensaba que venía a las tres.
– ¿Y qué hora es?
– Las ocho y treinta y cinco.
– ¿De la mañana o de la tarde?
– De la mañana. Si fuera de la tarde, sería de noche.
– Entonces no sé quién era. He oído trastear a alguien y he supuesto que era ella. La puerta está abierta, así que puede haber sido cualquiera. Es una suerte que no me hayan asesinado en la cama. -Desvió la mirada-. ¿Quién hay ahí?