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Pasé otro par de horas en el papel de buena secretaria de mi propia oficina, mecanografiando, archivando y ordenando el escritorio. A las tres menos cuarto cerré el despacho con llave y me dirigí a la cochera de la compañía de autobuses, situada junto a la estación de la Greyhound. Dejé el coche en el aparcamiento de pago y me senté en la cochera con una novela de bolsillo.

El expendedor de billetes me señaló a Jeff Weber cuando éste salió del vestuario con una chaqueta doblada sobre un brazo. Pasaba de los cincuenta años y aún llevaba la placa con el nombre prendida del bolsillo del uniforme. Era alto, de pelo rubio entrecano, cortado al cepillo, y pequeños ojos azules bajo unas cejas blanquecinas. Tenía la nariz grande, quemada por el sol, y las mangas de la camisa le quedaban muy cortas, dejando a la vista unas muñecas huesudas. Si hubiese sido golfista, habría necesitado palos a medida para su estatura y la longitud de sus brazos.

Lo abordé en el aparcamiento y me presenté entregándole mi tarjeta. Aunque apenas la miró, me escuchó cortésmente mientras le describía al hombre que buscaba.

Cuando terminé, dijo:

– Ah, sí, ya sé a quién se refiere.

– ¿Sí?

– Habla usted de Melvin Downs. ¿Qué ha hecho?

– Nada.

Una vez más, expliqué los detalles del accidente.

– Ya me acuerdo, aunque no vi el accidente en sí -dijo Weber-. Cuando llegué a esa parada, ya estaban allí la policía y la ambulancia y el tráfico avanzaba muy despacio. El agente hacía lo que podía para obligar a los coches a circular. El retraso fue sólo de diez minutos, pero molesto de todos modos. A esa hora ninguno de mis pasajeros se quejó, pero me doy cuenta cuando se enfadan. Muchos han salido del trabajo y están impacientes por llegar a casa, sobre todo al principio de un largo puente.

– ¿Y el señor Downs? ¿Subió al autobús ese día?

– Es probable. Por lo general lo veo dos días por semana, los martes y los jueves.

– Pues debía de estar allí, porque las dos víctimas recuerdan haberlo visto.

– No lo dudo. Sólo digo que no recuerdo con seguridad si se subió al autobús.

– ¿Sabe algo de él?

– Sólo lo que he podido observar. Es un buen hombre, bastante amable pero no tan hablador como otros. Se sienta al fondo del autobús y no tenemos muchas ocasiones de charlar. Con el autobús lleno, lo he visto ceder el asiento a minusválidos o a los ancianos. Me entero de muchas cosas por el espejo retrovisor, y ha llegado a impresionarme lo cortés que es. No es algo que uno vea muy a menudo. Hoy día la gente no aprende los mismos modales que nos enseñaron cuando yo era pequeño.

– ¿Cree usted que trabaja en ese barrio?

– Supongo que sí, aunque no sabría decirle dónde.

– Alguien me dijo que quizá se dedicaba a hacer chapuzas a domicilio o a trabajos de jardinería, cosas así.

– Es posible. En la zona viven muchas mujeres de cierta edad, viudas y profesionales jubiladas, a las que seguramente no les viene mal tener a un manitas disponible.

– ¿Dónde se baja?

– Viene hasta aquí. Es uno de los pasajeros que llegan al final del trayecto.

– ¿Tiene idea de dónde vive?

– Pues da la casualidad de que sí. Hay un hostal residencia en Dave Levine Street, cerca de Floresta o Vía Madrina. Un edificio grande, de madera amarilla, con porche en los cuatro lados. Cuando hace buen tiempo, a veces lo veo allí sentado. -Se interrumpió para consultar el reloj-. Siento no poder serle de más ayuda, pero he quedado con mi mujer. -Sostuvo en alto mi tarjeta de visita-. ¿Qué le parece si me quedo con esto y la próxima vez que vea a Melvin le transmito su mensaje?

– Gracias. Si quiere, puede decirle por qué necesito hablar con él.

– Ah, bueno. Sí, mejor. Lo haré, no lo dude. Le deseo suerte.

Ya en el coche di la vuelta a la manzana, subiendo por Chapel y bajando por Dave Levine, que era una calle de un solo sentido. Avancé despacio, buscando el hostal residencia pintado de amarillo. El barrio, al igual que el mío, era una curiosa combinación de viviendas unifamiliares y pequeñas empresas. Muchas de las propiedades situadas en las esquinas, sobre todo las más cercanas al centro, se habían convertido en negocios familiares: un pequeño supermercado, una tienda de ropa antigua, dos anticuarios y una librería de viejo. Cuando por fin localicé el hostal, se había formado una cola de coches detrás de mí, y vi por el retrovisor que el conductor del primero de ellos me dirigía gestos obscenos. Doblé a la derecha en la primera travesía y recorrí otra manzana hasta encontrar aparcamiento.

Volví atrás a pie, pasando ante un concesionario de coches de segunda mano que ofrecía furgonetas y camionetas corrientes. Precios y eslóganes aparecían escritos con témpera en grandes letras sobre los parabrisas: ¡véalo! $2499 ¡no se lo pierda! súper precio.

$1799. TAL CUAL. ¡¡UN PRECIO QUE SE VENDE SOLOÜ $1999,99. Este último era una vieja camioneta de repartidor de leche convertida en caravana. Tenía las puertas traseras abiertas y vi una cocina minúscula, armarios empotrados y un par de asientos abatibles que, desplegados, formaban una cama. El vendedor, cruzado de brazos, exponía sus numerosas ventajas a un hombre canoso con gafas de sol y un sombrero de copa achatada y ala corta. Estuve a punto de detenerme a inspeccionar el vehículo yo misma.

Me encantan los espacios pequeños y, por menos de dos mil dólares -bueno, por un centavo menos-, podía imaginarme hecha un ovillo en una caravana con una novela y una lamparilla de lectura a pilas. Naturalmente, aparcaría delante de mi estudio y no en medio de la naturaleza, que, en mi opinión, no podría ser más traicionera. Una mujer sola en el bosque no es más que cebo para osos y arañas.

El hostal era una estructura victoriana que había ido sufriendo diversos cambios sin orden ni concierto. Daba la impresión de que se le había añadido un porche trasero y luego se había vuelto a cerrar. Un pasadizo cubierto comunicaba la casa con una construcción independiente que podía ser una vivienda en alquiler adicional. Los parterres de flores estaban impecables y los arbustos bien podados. La pintura exterior parecía reciente. Las ventanas en voladizo de los ángulos opuestos del edificio debían de ser de la obra original, a juzgar por la perfecta alineación de la del primer piso con la de la planta baja y las molduras en forma de corona que sobresalían a la altura del tejado. El recargado alero de medio metro se sostenía en barrocas ménsulas de madera con círculos y medias lunas grabados en él. Debajo, los pájaros habían construido sus nidos, y las enmarañadas acumulaciones de ramitas desentonaban tanto como la imagen de unas axilas sin depilar en una mujer elegante.

La puerta, de cristal en su mitad superior, estaba abierta y encima del timbre un letrero escrito a mano rezaba: timbre averiado.

NO OIGO SI LLAMAN CON LA MANO. OFICINA AL FONDO DEL PASILLO. Lo interpreté como una invitación a pasar.

Al final del pasillo había tres puertas abiertas. A través de una de ellas vi una cocina de aspecto amplio y antiguo, con el linóleo tan desvaído que apenas tenía color. Los electrodomésticos eran como los de una atracción que yo había visto en un parque temático, donde se representaba la vida familiar en Estados Unidos en todas las décadas desde 1880. En la pared opuesta ascendía una escalera hasta perderse de vista, y deduje que no muy lejos había una puerta trasera, pese a que no la veía desde donde me hallaba.