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– No.

– Sí. Y no soy yo la única que se ha dado cuenta. Su sobrina me llamó justo después de hablar con usted por teléfono a primeros de semana. Dijo que lo notaba confuso. Se quedó tan preocupada que le pidió a una vecina que viniera a ver cómo estaba. ¿Se acuerda de la señorita Millhone?

– Claro que sí. Es detective privado y tiene la intención de investigarla a usted.

– No diga tonterías. Su sobrina le pidió que viniera a verlo porque le pareció notar en usted síntomas de demencia senil. Por eso vino la señorita Millhone, para verlo con sus propios ojos. No hace falta ser detective privado para darse cuenta de lo perturbado que está. Le dije que podía deberse a distintas razones. Una trastorno tiroideo, por ejemplo, como también le expliqué a su sobrina. En adelante, lo más sensato que puede hacer es mantener la boca cerrada. La gente pensará que está paranoico y que se inventa cosas: otro síntoma de demencia. No se degrade delante de los demás. Lo único que conseguirá es su compasión y su desprecio.

Solana vio cómo se desmoronaba la expresión de su rostro. Sabía que podía someterlo. Por cascarrabias y malhumorado que fuese, no era rival para ella. El viejo empezó a temblar y mover los labios. Volvió a parpadear, esta vez en un esfuerzo por contener las lágrimas. Ella le dio unas palmadas en el brazo y musitó unas palabras de afecto. Sabía por experiencia que para un anciano lo más doloroso era la amabilidad. La oposición la aceptaban bien. Probablemente incluso la agradecían. Pero la compasión (o en este caso el simulacro de amor) les llegaba al alma. Gus se echó a llorar; era el sonido apagado e impotente de alguien que sucumbe al peso de la desesperación.

– ¿Quiere tomar algo para calmarse?

Gus se llevó una mano trémula a los ojos y asintió con la cabeza.

– Bien. Se sentirá mejor. El médico no quiere que se altere. Le traeré también un ginger ale.

En cuanto se tomó el medicamento se sumió en un sueño tan profundo que, cuando Solana le pellizcó la pierna, no reaccionó.

Decidió abandonar el empleo al menor inconveniente. Estaba harta de cuidar de él.

A las siete de la tarde, Gus fue de su dormitorio a la cocina, donde ella estaba sentada. Se valía de su andador, y ese espantoso golpeteo la sacaba de sus casillas.

– No he cenado -dijo él.

– Claro que no. Es de mañana.

Él vaciló, de pronto inseguro. Lanzó una mirada en dirección a la ventana.

– Fuera es de noche.

– Son las cuatro de la mañana y, como es natural, no ha salido el sol. Si quiere, puedo prepararle el desayuno. ¿Le apetecen unos huevos?

– El reloj marca las siete.

– Está estropeado. Tendré que llevarlo a arreglar.

– Si fuera de mañana, usted no estaría aquí. Cuando le he dicho que anoche la vi, me ha contestado que eran imaginaciones mías. No viene a trabajar hasta primera hora de la tarde.

– Normalmente, así es, pero anoche me quedé porque usted estaba alterado y confuso, y me preocupé. Siéntese a la mesa y le prepararé un buen desayuno.

Lo ayudó a sentarse en la silla de la cocina. Solana notó que Gus intentaba desentrañar qué era verdad y qué no. Mientras le preparaba los huevos revueltos, él permaneció inmóvil, callado y cabizbajo. Le puso los huevos delante.

Él miró el plato pero no hizo ademán de comer.

– ¿Y ahora qué pasa?

– No me gustan los huevos muy hechos. Ya se lo dije. Me gustan casi crudos.

– Lo siento. Me he equivocado -contestó ella. Agarró el plato y tiró los huevos a la basura; luego preparó otros dos, dejándolos tan crudos que parecían un amasijo de babas.

– Y ahora coma.

Esta vez, Gus obedeció.

Solana estaba harta de ese juego. Sin nada que ganar, tal vez había llegado el momento de cambiar de tercio. Le gustaban los pacientes un poco rebeldes. Si no, ¿qué valor tenían sus victorias? Para colmo, aquél era un viejo detestable, que despedía un ligero olor a fármacos y apestaba a orina. En ese mismo instante decidió marcharse. Si tan listo se creía, que se las apañara por su cuenta. Ni se molestaría en avisar a la sobrina de que se iba. ¿Para qué malgastar el tiempo o la energía en una conferencia? Le dijo a Gus que era la hora de los analgésicos.

– Ya los he tomado.

– No es verdad. Lo apunto todo para el médico. Véalo usted mismo. Aquí no hay nada escrito.

Se tomó las pastillas y en cuestión de minutos daba cabezadas. Solana lo ayudó a volver a la cama. Por fin paz y silencio. Fue a su propia habitación, recogió sus pertenencias, y metió las joyas de la mujer de Gus en la bolsa de viaje. El día anterior le había llegado por correo la paga por las horas extra, un mísero cheque de la sobrina, que ni siquiera se había molestado en adjuntar una nota de agradecimiento. Se preguntó si podría llevarse prestado el coche que había visto en el garaje. Seguramente Gus no se daría cuenta porque rara vez salía. Dadas las circunstancias, el coche no tenía la menor utilidad para nadie, y el descapotable de segunda mano de Solana estaba que se caía a pedazos.

Cuando acabó de cerrar las bolsas, oyó que llamaban a la puerta. ¿Quién podía ser a esas horas? Esperaba que no fuera el señor Pitts, el vecino de la casa de al lado, para interesarse por el viejo. Se miró en el espejo del tocador. Se atusó el pelo y se arregló el pasador con el que se lo mantenía recogido. Entró en la sala de estar. Encendió la luz del porche y miró afuera. No conocía a aquella mujer, aunque le sonaba de algo. Aparentaba unos setenta años e iba bien arreglada: zapatos de tacón bajo, medias y un traje oscuro con cuello de volantes. Parecía una asistenta social. Con una sonrisa amable, consultaba el papel que tenía en la mano para refrescarse la memoria. Solana entreabrió la puerta.

– ¿Es usted la señora Rojas?

– Sí -contestó Solana con un titubeo.

– ¿Lo he pronunciado bien?

– Sí.

– ¿Puedo pasar?

– ¿Vende usted algo?

– Nada más lejos. Me llamo Charlotte Snyder. Soy agente inmobiliaria. Me gustaría hablar con el señor Vronsky acerca de su casa. Sé que ha sufrido una caída y, si no está de humor, puedo volver en otro momento.

Solana echó una ojeada al reloj con un gesto ostensible, esperando que la mujer captara la indirecta.

– Disculpe por venir a esta hora. Sé que es tarde, pero me he pasado todo el día con un cliente y no he tenido ocasión de visitarlo antes.

– ¿Para qué quiere hablarle de la casa?

Charlotte miró por detrás de ella hacia la sala de estar.

– Preferiría explicárselo a él.

Solana sonrió.

– ¿Por qué no pasa? Iré a ver si está despierto. El médico quiere que descanse lo máximo posible.

– No es mi intención molestarlo.

– No se preocupe.