Rodeé el complejo de cuatro edificios, y miré bajo el sotechado para comprobar si la plaza asignada al apartamento 18 estaba ocupada. Vacía. O habían vendido el coche (en el supuesto de que lo tuvieran), o habían aprovechado el sábado para salir alegremente de excursión. Seguí rodeando la manzana y aparqué en la calle enfrente del apartamento. Saqué del bolso una novela negra y me acomodé. Leí en la paz y el silencio de mi coche, echando vistazos de forma regular por si los Guffey llegaban a casa.
Y a las tres y veinte, cómo no, oí el traqueteo y los resoplidos de un coche, parecidos a los de una avioneta fumigadora. Cuando alcé la vista, vi un sedán Chevrolet abollado entrar por el callejón y ocupar la plaza de los Guffey. El coche era como esos que anuncian los fanáticos de los automóviles antiguos, dedicados a la compraventa de «clásicos» compuestos por entero de óxido y abolladuras. Desmontado, las piezas valían más que el coche en sí. Jackie Guffey y un hombre que, deduje, era el marido doblaron la esquina cargados con bolsas de plástico, llenas a rebosar, de una tienda de artículos rebajados cercana. El impago del alquiler debía de haberles proporcionado mucho dinero extra para gastar. Esperé a que entraran en el apartamento y salí del coche.
Crucé la calle, subí la escalera y llamé a la puerta. Por desgracia, nadie se dignó abrir.
– ¿Jackie? ¿Está ahí?
Al cabo de un momento, oí una voz ahogada:
– No.
Miré la puerta con los ojos entrecerrados.
– ¿Es usted Patty?
Silencio.
– ¿Está Grant en casa? -pregunté.
Silencio.
– ¿Hay alguien?
Saqué un rollo de celo y pegué el aviso de retención ilegal en la puerta. Volví a llamar y dije:
– Aquí tienen el correo.
De camino a casa, pasé por la hilera de buzones delante de la oficina de Correos y envié una segunda copia del aviso a los Guffey por correo urgente.
El lunes por la mañana me desperté temprano, con una sensación de inquietud y depresión. La pelea de Henry con Charlotte me había alterado. Tendida boca arriba, tapada hasta la barbilla, empecé a mirar por la claraboya de plexiglás transparente encima de mi cama. Fuera se veía aún todo oscuro como boca de lobo, pero, por el despliegue de estrellas, supe que el cielo estaba despejado.
Tengo un bajo nivel de tolerancia al conflicto. Como hija única, me llevaba muy bien conmigo misma. Me encantaba estar sola en mi habitación, donde podía pintar en mi libro de colorear, empleando los lápices de mi caja de sesenta y cuatro colores con sacapuntas incorporado. Muchos libros de colorear eran tontos, pero mi tía procuraba comprar los mejores. También podía jugar con mi osito de peluche, que abría la boca al pulsar un botón debajo de la barbilla. Le daba de comer caramelos y luego lo ponía boca abajo y le bajaba la cremallera de la espalda. Sacaba el caramelo de la pequeña caja de metal que se suponía que era el vientre y me lo comía yo. El oso nunca se quejaba. Ésa sigue siendo mi idea de una relación perfecta.
El colegio fue para mí fuente de gran sufrimiento, pero en cuanto aprendí a leer, desaparecí en los libros, donde era una feliz visitante de todos los mundos que cobraban vida en la página impresa. Mis padres murieron cuando yo tenía cinco años, y la tía Gin, que se hizo cargo de mí, era tan poco sociable como yo. Tenía unos cuantos amigos, pero ninguno íntimo. Por consiguiente, me crié poco preparada para las discrepancias, las diferencias de opinión, los choques de voluntades o la necesidad de compromiso. Puedo lidiar con la conflictividad en mi vida profesional, pero si aparece la irritabilidad en una relación personal, cojo la puerta y me voy. Simplemente me resulta más fácil así. Eso explica por qué me he casado y divorciado dos veces y por qué no preveo cometer el mismo error una tercera. La discusión entre Henry y Charlotte me había provocado dolor de estómago.
A las 5:36, tras renunciar a la idea de volver a conciliar el sueño, me levanté y me puse la ropa para correr. El sol aún tardaría una hora en salir. El cielo presentaba ese extraño tono plateado que precede al amanecer. El carril bici resplandecía bajo mis pies como si estuviera iluminado desde abajo. En State doblé a la izquierda conforme a mi nuevo itinerario. Con los auriculares puestos, escuchaba la emisora local de rock «light». Las farolas, aún encendidas, proyectaban círculos blancos en el suelo, como una serie de enormes topos que yo atravesaba al correr. Los adornos navideños habían desaparecido hacía días y en la acera estaban los últimos árboles de Navidad secos, arrastrados hasta allí para que se los llevara el basurero. En el camino de vuelta me detuve a comprobar el progreso de la rehabilitación de la piscina del hotel Paramount. Se veía que ya estaban aplicando gunita en las armaduras de acero, lo que me pareció una señal alentadora. Seguí adelante. Correr es una manera de meditar, así que, como es natural, mis pensamientos se centraron en la comida, una experiencia totalmente espiritual, a mi modo de ver. Contemplé la posibilidad de comer un McMuffin de huevo, pero sólo porque McDonald's no sirve la hamburguesa de cuarto de libra a esas horas de la mañana.
Recorrí al paso las últimas manzanas hasta mi casa, tomándome tiempo para repasar los últimos acontecimientos. Aún no había tenido ocasión de hablar con Henry acerca de su discusión con Charlotte, que se repetía una y otra vez en mi cabeza. Al reflexionar sobre ella, me llamó la atención el derrotero que había tomado su disputa. Charlotte estaba convencida de que Solana Rojas había incidido en la trifulca entre ellos. Eso me inquietaba. Sin la ayuda de Solana, Gus sería incapaz de arreglárselas solo. Dependía de ella. Todos dependíamos de Solana, porque ella estaba en la brecha, cargando con el peso de sus cuidados. Eso la colocaba en una posición de poder, lo cual era preocupante. Para ella sería muy fácil aprovecharse de él.
Al investigar sus antecedentes, no había visto el menor problema, pero por más que Solana tuviera un historial impoluto, a veces la gente cambia. Era una mujer de más de sesenta años y tal vez no había ahorrado nada para sus años de jubilación. Gus no era millonario, pero tal vez sí tenía más que ella. La desigualdad económica es un incentivo poderoso. Las personas poco honradas sienten especial predilección por vaciar los bolsillos de quienes los tienen llenos.
Dejé Bay en el cruce con Albanil y me detuve al pasar por delante de casa de Gus. Había luces encendidas en la sala de estar, pero no vi la menor señal de Solana ni de él. Eché un vistazo al contenedor. La moqueta asquerosa había sido arrancada y descansaba sobre los demás desechos como una capa de nieve marrón. Examiné el resto del contenido, como hacía casi todos los días. Parecía que Solana había vaciado una papelera en el contenedor. Al caer la avalancha de papeles, éstos se habían disgregado y filtrado por varios resquicios y grietas como hace la nieve al posarse en la cima de una montaña. Vi correo comercial, periódicos, folletos y revistas.