Me aparté los dedos de las orejas.
– Salió bien, sólo que Solana me dijo que Gus había perdido el apetito y la carne le daba náuseas. Y yo allí, justo después de darle el recipiente con sopa de pollo. Me sentí como una idiota.
– Pero ¿hablaste con él?
– Claro que no. Nadie habla con él. ¿Cuándo fue la última vez que lo viste tú?
– Anteayer.
– Ah, es verdad. ¿Y sabes qué? Según Solana, Gus tuvo que acostarse porque pasaste allí demasiado rato y se quedó agotado, y eso no cuela. Además ha anulado el servicio de Meals on Wheels. He telefoneado a Melanie para decírselo y la conversación no ha servido para nada. Ha insinuado que eran invenciones mías. En cualquier caso, cree que debe dar a Solana la oportunidad de defenderse. Pero sí ha sugerido que sería útil si yo aportara alguna prueba en la que apoyar mis sospechas. Por eso… -Alcé la llave.
– Ten cuidado.
– Tranquilo -dije. Ya sólo necesitaba la oportunidad.
Creo, como mucha gente, que las cosas pasan por alguna razón. No es que piense que existe un Gran Plan, pero sí me consta que los impulsos y el azar desempeñan un papel en el universo, al igual que la coincidencia. Los accidentes no existen.
Por ejemplo, vas por la autopista y se te pincha un neumático. Paras en el arcén con la esperanza de que alguien te ayude. Pasan muchos coches, y cuando por fin alguien acude en tu ayuda, resulta que es el niño que se sentaba detrás de ti en quinto de primaria. O quizá sales camino del trabajo con diez minutos de retraso y, por eso precisamente, encuentras un atasco, mientras que delante de ti el puente que cruzas a diario se hunde llevándose consigo seis coches. Si hubieras salido sólo cuatro minutos antes, habrías caído con ellos. La vida se compone de semejantes sucesos, para bien o para mal. Algunos lo llaman sincronicidad. Yo lo llamo pura suerte.
El jueves salí de la oficina temprano sin ningún motivo en particular. Ese día había resuelto mucho papeleo y quizás estaba aburrida. Cuando doblé la esquina de Cabana para tomar por Bay, me crucé con Solana Rojas, que iba al volante de su descapotable destartalado. Gus viajaba en el asiento del acompañante, encorvado y arrebujado en un abrigo. Que yo supiera, hacía semanas que no salía de su casa. Solana le hablaba muy concentrada y ninguno de los dos miró en dirección a mí. Por el retrovisor, la vi detenerse en la esquina y doblar a la derecha. Supuse que lo llevaba otra vez al médico, aunque después resultó que no era así.
Aparqué y cerré el coche. A continuación, corrí hasta la puerta de la casa de Gus. Llamé de manera ostensible golpeando el cristal. Saludé alegremente a una persona imaginaria en el interior y luego, señalando hacia el lado, asentí con la cabeza para mostrar que había entendido. Rodeé la casa hasta la parte de atrás y subí al porche posterior. Miré por el cristal de la puerta. La cocina estaba vacía y las luces apagadas: lo cual no me sorprendió. Entré con la llave que me había dado Henry. En rigor, la acción no era legal, pero la incluí en la misma categoría que la devolución del correo a Gus. Me dije que era una buena obra.
El problema era el siguiente:
Sin que me hubieran invitado, no tenía ninguna razón legítima para entrar en la casa de Gus Vronsky cuando él estaba allí, y menos aún cuando no estaba. Lo había visto pasar en el coche de Solana por pura casualidad, rumbo Dios sabía adónde. Si me sorprendían dentro, ¿qué explicación podía dar? No salía humo por las ventanas de la casa ni se oían gritos de socorro. No había apagón, ni terremotos, ni fugas de gas, ni escapes de agua en la cañería principal. En pocas palabras, no tenía ningún pretexto, aparte de mi preocupación por su seguridad y bienestar, y ya me imaginaba lo lejos que llegaría eso ante un tribunal.
Durante la incursión en la casa esperaba conseguir pruebas para una de las dos posibilidades que se me ofrecían: o bien la garantía de que Gus se hallaba en buenas manos, o bien un indicio de que mis sospechas eran fundadas y podía tomar medidas. Avancé por el pasillo y entré en la habitación de Gus. La cama estaba perfectamente hecha, siendo el credo de Solana «un sitio para todo y todo en su sitio». Abrí y cerré unos cuantos cajones pero no vi nada anormal. No sé qué esperaba encontrar, pero por eso se busca, porque uno no sabe con qué va a toparse. Entré en el cuarto de baño. El pastillero rectangular estaba en el lavabo. Los compartimentos de D, L y M estaban vacíos, mientras que los correspondientes a X, J, V y S seguían llenos de diversas pastillas. Abrí el botiquín y examiné los medicamentos dispensados con receta. Revolví mi bolso hasta localizar la libreta y el bolígrafo. Anoté la información de todos los frascos que vi: fecha, nombre del médico, fármaco, dosis e instrucciones. Había seis medicamentos en total. Como soy lega en cuestiones farmacéuticas, tomé nota concienzudamente y volví a dejar los frascos en el estante.
Salí del cuarto de baño y seguí por el pasillo. Abrí la puerta del segundo dormitorio, donde Solana tenía ropa y objetos personales para las noches que se quedaba allí. Ésa era la habitación donde Gus tenía guardadas antes numerosas cajas de cartón sin etiquetar, y ahora ya no quedaba ninguna. Los pocos muebles antiguos estaban limpios, abrillantados y redistribuidos. Vi que Solana se había instalado como en su casa. Había vuelto a montar una preciosa cama de caoba tallada, y ahora estaba hecha, con las sábanas tan lisas como las de un catre militar. Había una mecedora de nogal con nudos en la madera e incrustaciones de cerezo, un armario y una cómoda de madera de árbol frutal de contornos redondeados con barrocos tiradores de bronce. Abrí tres cajones, uno tras otro, y vi que estaban todos llenos de ropa de Solana. Sentí la tentación de seguir registrando su habitación, pero mi ángel de la guarda me aconsejó que desistiera, porque ya estaba arriesgándome a una pena de prisión.
Entre la segunda y la tercera habitación había un baño completo, pero tras una ojeada por la puerta abierta, comprobé que no contenía nada digno de atención. Abrí el botiquín y lo encontré vacío, salvo por unos cuantos cosméticos, que nunca había visto usar a Solana.
Crucé el pasillo y abrí la puerta de la tercera habitación. Alguien había colgado de las ventanas unas cortinas muy tupidas y opacas, de modo que la oscuridad era total y se respiraba un ambiente sofocante. En la cama individual adosada a la pared yacía una silueta descomunal. Al principio no entendí qué era lo que tenía ante mis ojos. ¿Unas almohadas enormes? ¿Bolsas llenas de ropa para tirar? Conocía de sobra el hábito de almacenar de Gus y supuse que aquello era una muestra más de su incapacidad para desprenderse de los objetos. Oí un gruñido. Siguió un movimiento, y el hombre tumbado en la cama se volvió del lado izquierdo al derecho, quedando de cara hacia la puerta. Aunque la parte superior de su cuerpo permaneció en la oscuridad, una franja de luz se proyectó sobre el rostro e iluminó dos brillantes rendijas. O bien dormía con los ojos abiertos, o bien me miraba. No reaccionó, ni dio la menor señal de haber registrado mi presencia. Paralizada, contuve la respiración.
En un sueño profundo, nuestro instinto animal asume el control alertándonos de cualquier peligro que surja. Incluso una leve alteración en la temperatura, una mínima corriente de aire, el más tenue ruido o una luz distinta pueden activar nuestras defensas. Al cambiar de posición, aquel hombre había salido de los niveles más profundos del sueño. Se acercó al estado de vigilia ascendiendo lentamente como un submarinista hacia un círculo de cielo abierto. Yo habría maullado de miedo, pero no me atreví a emitir el menor sonido. Retrocediendo, salí de la habitación con una clara percepción del susurro de mis vaqueros al moverme y la presión de la suela de mi bota en las tablas de madera. Cerré la puerta con infinito cuidado, sujetando firmemente el picaporte con una mano y poniendo la otra en el borde de la puerta para impedir el más mínimo chasquido cuando la puerta tocase el marco y el pestillo entrase en el cajetín.