– Está bajo atención médica. Se dislocó un hombro en una caída hace un mes y estuvo ingresado para un chequeo. Yo esperaba una recuperación más rápida, pero no parece haber mejorado.
– Eso puede ser. Los músculos estriados también declinan con la edad y, por tanto, es muy posible que la recuperación del hombro se haya visto obstaculizada por la musculatura desgarrada, la osteoporosis, una diabetes sin diagnosticar o un sistema inmune mermado. ¿Ha hablado usted con su médico?
– No, y dudo que sirva de algo, teniendo en cuenta las leyes de protección de datos. La consulta no reconocería siquiera que es paciente suyo, y menos aún pasaría mi llamada a su médico para hablar con una desconocida sobre su tratamiento. Ni siquiera soy de la familia; es sólo un vecino. Doy por supuesto que su cuidadora ha dado toda la información al médico, pero no tengo manera de saberlo.
Joe Brooks se quedó pensativo, sopesando las posibilidades.
– Si le recetaron analgésicos para el hombro, podría ser que estuviese excediéndose con la medicación. No veo aquí mención de nada por el estilo, pero podría tener una buena provisión a mano. El consumo de alcohol es otra posibilidad.
– Eso no lo había pensado. Supongo que también podría ser. Nunca lo he visto beber, pero ¿quién sabe?
– Le propongo lo siguiente: si quiere, con mucho gusto llamaré a su médico y le transmitiré su preocupación. Lo conozco personalmente y creo que me escucharía.
– Dejémoslo de momento. Su cuidadora vive en la misma casa y ya está muy susceptible. Prefiero no pisarle el terreno a menos que sea del todo necesario.
– Lo entiendo -dijo él.
Ese día me marché de la oficina a eso de las doce, pensando en prepararme algo rápido para comer en casa. Cuando rodeé el estudio y llegué al patio trasero, vi a Solana llamar desesperadamente a la puerta de la cocina de Henry. Llevaba un abrigo sobre los hombros a modo de chal y estaba muy alterada.
Me detuve ante la puerta de mi casa.
– ¿Ocurre algo?
– ¿Sabe cuándo volverá el señor Pitts? He llamado una y otra vez, pero parece que no está.
– No sé adónde ha ido. ¿Puedo ayudarla en algo?
Percibí el conflicto en su semblante. Es muy probable que yo fuera la última persona en el mundo a quien recurriría, pero su problema debía de ser acuciante, porque se agarró las solapas del abrigo con la mano y cruzó el patio.
– Necesito que alguien me ayude con el señor Vronsky. Lo he metido en la ducha y no puedo sacarlo. Ayer se cayó y se hizo daño otra vez, y ahora le da miedo resbalar en las baldosas.
– ¿Podremos moverlo entre las dos?
– Eso espero. Si es tan amable.
Caminamos con paso presuroso hacia la puerta de la casa de Gus, que estaba entornada. Entré detrás de ella y dejé el bolso en el sofá del salón al pasar.
– No sabía qué hacer -dijo ella, hablando por encima del hombro-. Estaba duchándolo antes de la cena. Ha tenido problemas de equilibrio, pero creía que yo podría con él. Está aquí dentro.
Atravesamos la habitación para llegar al cuarto de baño, que olía a jabón y vapor. El suelo parecía resbaladizo y comprendí lo difícil que sería maniobrar. Vi a Gus encogido sobre un taburete de plástico en un rincón de la ducha. El grifo estaba cerrado y aparentemente Solana había intentado secarlo antes de marcharse. Gus tiritaba pese a la bata que ella le había echado por encima para que no se enfriara. Tenía el pelo mojado y un hilo de agua le corría aún por la mejilla. Nunca lo había visto desnudo y me horrorizó lo delgado que estaba. Las fosas de los hombros parecían enormes y los brazos eran puro hueso. Se había magullado la cadera izquierda y lloraba con un gimoteo que delataba su desvalimiento.
Solana se inclinó a su lado.
– Está bien. Ya ha pasado. He encontrado a alguien para que nos ayude. No se preocupe.
Lo secó y luego lo agarró por el brazo derecho mientras yo lo sostenía por el izquierdo, proporcionándole apoyo mientras lo poníamos en pie. Temblaba y sin duda estaba aturdido, capaz sólo de dar pasos cortos y vacilantes. Solana se colocó ante él y, tomándolo de las manos, caminó hacia atrás para ayudarlo a conservar el equilibrio mientras avanzaba. Yo lo sujetaba por el codo cuando entró en el dormitorio. Tan débil estaba que no resultaba fácil mantenerlo erguido y en movimiento.
Cuando llegamos a la cama, Solana lo colocó al lado, apoyándolo en el colchón. Él se agarró a mí con las dos manos mientras ella le metía primero un brazo y luego el otro en las mangas del pijama de franela. En la mitad inferior del cuerpo le colgaba la piel de los muslos y los huesos pélvicos parecían afilados. Lo sentamos en el borde de la cama e introdujo los pies en las perneras del pantalón. Entre las dos lo levantamos por un momento para que ella pudiera subirle el pantalón hasta la cintura. Lo depositamos de nuevo en el borde de la cama. Cuando Solana le levantó los pies y le desplazó las piernas para meterlo entre las sábanas, él gritó de dolor. Había una pila de edredones viejos al lado y Solana lo tapó con tres de ellos para que entrara en calor. Temblaba de manera incontrolable y oí que le castañeteaban los dientes.
– ¿Qué le parece si preparo un té?
Solana asintió, afanándose para que él estuviera cómodo.
Me alejé por el pasillo hacia la cocina. El hervidor estaba en el fogón. Abrí el grifo hasta que salió agua caliente, llené el hervidor y luego lo puse al fuego. Sin pérdida de tiempo, examiné los bien aprovisionados armarios en busca de las bolsas de té. ¿Una botella nueva de vodka? No. ¿Cereales, pasta y arroz? Tampoco. Encontré la caja de Lipton a la tercera. Alcancé una taza y un platillo y los dejé en la encimera. Me acerqué a la puerta y asomé la cabeza por la esquina. Oí a Solana en el dormitorio, hablándole a Gus en susurros. No me atreví a pararme a pensar en el riesgo que corría.
Crucé con sigilo el pasillo en dirección a la sala de estar y fui derecha al buró. El casillero seguía prácticamente igual que la vez anterior. Aunque no había facturas ni recibos a la vista, sí estaban los extractos bancarios, el talonario y las dos libretas de ahorros, sujetos con una gomita. Retiré la gomita y eché una rápida mirada a los saldos de las libretas. La cuenta que en principio tenía quince mil dólares parecía intacta. La segunda libreta reflejaba varias retiradas de efectivo, así que me la guardé en el bolso. Cogí el talonario, lo saqué de la funda y coloqué ésta junto con la otra libreta en el casillero.
Me acerqué al sofá y los escondí en el fondo del bolso. Con cuatro zancadas más estaba de vuelta en la cocina y echaba el agua hirviendo sobre una bolsa de té Lipton. El corazón me latía con tal fuerza que cuando recorrí el pasillo para llevar la taza y el plato de porcelana al cuarto de Gus, traqueteaban como castañuelas. Antes de entrar, tuve que echar en la taza el té derramado en el plato.
Encontré a Solana sentada en el borde de la cama, dando palmadas a Gus en la mano. Dejé la taza en la mesilla. Las dos arreglamos las almohadas que tenía a la espalda y lo colocamos en posición erguida.