– ¿Algún indicio de demencia?
– No sé bien cómo contestar a eso. Solana Rojas ha hablado de síntomas de demencia, pero yo personalmente no he visto ninguno. Su sobrina de Nueva York habló un día con él por teléfono y lo notó confuso. La primera vez que fui a su casa, estaba dormido, pero cuando pasé por allí a la mañana siguiente, lo encontré bien. Con mal genio, pero no desorientado ni nada por el estilo.
Proseguí dándole todos los detalles que pude. No vi una manera de mencionar la cuestión económica sin reconocer que había afanado la libreta y el talonario. Sí describí su precario equilibrio de ese mismo día y la caída que, según Solana, había sufrido, aunque yo no la había presenciado con mis propios ojos.
– Vi los moretones y me horrorizó lo delgado que estaba. Parece un esqueleto andante.
– ¿Cree que corre algún peligro inmediato?
– Sí y no. Si creyera que es asunto de vida o muerto, habría avisado a la policía. No obstante, estoy convencida de que necesita ayuda, y por eso llamo.
– ¿Sabe si se ha producido algún incidente con gritos y golpes?
– Pues no.
– ¿Malos tratos emocionales?
– No en mi presencia. Vivo al lado de ese hombre y antes lo veía continuamente. Está viejo, desde luego, pero se las apañaba bien. Como era el cascarrabias del barrio, nadie mantenía una relación muy estrecha con él. ¿Puedo hacer una pregunta?
– Claro.
– ¿Y ahora qué va a pasar?
– Enviaremos a un investigador en un plazo máximo de cinco días. Ahora ya es tarde, así que no podremos darle curso a la denuncia hasta el lunes a primera hora de la mañana, y entonces alguien estudiará el caso. Según el resultado, asignaremos a un asistente y tomaremos las medidas que consideremos oportunas. Es posible que la llamen para responder a más preguntas.
– No hay problema. Sólo que no quiero que su cuidadora se entere de que he sido yo quien ha dado la voz de alarma.
– No se preocupe. Tanto su identidad como toda la información que nos facilite son estrictamente confidenciales.
– Se lo agradezco. Es posible que ella adivine que he sido yo, pero prefiero que no lo confirme.
– Somos muy conscientes de que conviene mantener estas cosas en secreto.
Entretanto, llegado el sábado por la mañana, tenía otras cosas de que ocuparme, básicamente localizar a Melvin Downs. Había visitado dos veces el hostal residencia sin resultados, y ya era hora de ponerme seria. Abandoné la autovía por la salida de Missile y doblé por Dave Levine Street. Aparqué a la vuelta de la esquina, en la calle adyacente, y pasé por delante del mismo concesionario de automóviles de segunda mano. Por lo visto, la camioneta de repartidor de leche valorada en 1999,99 dólares se había vendido, y lamenté no haberme parado a mirarla con mayor detenimiento. No soy una gran entusiasta de los vehículos de recreo, en parte porque conducir largas distancias no es una forma de viajar que me divierta. Dicho esto, añadiré que la camioneta de repartidor de leche era una monada y supe que debería haberla comprado. Henry me habría dejado aparcarla en el patio lateral, y si alguna vez me veía en apuros económicos, podía dejar el estudio e instalarme allí a vivir a lo grande.
Cuando llegué al hostal, subí de dos en dos los peldaños del porche y entré por la puerta delantera. El vestíbulo y el pasillo de la planta baja estaban vacíos, de modo que me dirigí al despacho de Juanita Von, al fondo de la planta baja. La encontré trasladando los archivos y libros de cuentas del año anterior del armario a una caja de seguridad.
– Yo acabo de hacer lo mismo -dije-. ¿Qué tal?
– Cansada. Esto es una lata, pero hay que hacerlo, y me gusta la satisfacción que siento después. Quizás esta vez tenga usted suerte. He visto entrar al señor Downs hace un rato, aunque podría haber salido por la escalera de delante sin que me diera cuenta. Es muy escurridizo.
– ¿Quiere que le diga una cosa? Creo sinceramente que me he ganado el derecho a hablar con él incluso arriba, en la habitación. Es el tercer viaje que hago hasta aquí, y si esta vez no consigo mi propósito, tendrá que explicárselo usted misma al abogado que lleva el caso.
Reflexionó sobre mi petición, tomándoselo con calma para no dar la impresión de que cedía a la amenaza.
– Supongo que por una vez no pasa nada. Espere un momento y la acompañaré arriba.
– Puedo ir sola -contesté. En el fondo, deseaba una ocasión para husmear. Aquella mujer no iba a permitírmelo, al imaginarse quizá que yo organizaba un servicio de prostitutas a domicilio para ancianos de capa caída.
Antes de salir del despacho, se detuvo a lavarse las manos y cerró con llave el buró por temor a los ladrones. La seguí hacia la puerta de entrada y de camino fui respondiendo cortésmente mientras ella me señalaba detalles de la decoración. Sujetándose a la barandilla, empezó a subir por la escalera. A dos peldaños por detrás de ella, escuché su respiración entrecortada cuando llegamos a la primera planta.
– Aquí, en esta zona común del rellano, se reúnen los inquilinos por las noches. He puesto un televisor en color y les pido que tengan en cuenta a los demás. No puede ser que sea siempre el mismo quien decida lo que va a ver todo el grupo.
En el rellano había espacio suficiente para dos sofás, una butaca tapizada de brazos anchos y tres sillas de madera más pequeñas, las tres con el asiento acolchado. Imaginé a unos cuantos viejos con los pies apoyados en la mesita de centro, haciendo comentarios sobre los deportes y las series de policías. Doblamos a la derecha hacia un pequeño pasillo, al fondo del cual me enseñó un gran solarium acristalado y un lavadero. Bajamos dos peldaños para acceder a un corredor que atravesaba la casa de parte a parte. Las puertas de las habitaciones estaban cerradas, pero todas tenían una pequeña ventanilla de latón con una tarjeta en el interior que llevaba impreso el nombre de su ocupante. Vi los números de latón del uno al ocho, lo que significaba que la habitación de Melvin Downs debía de estar en la parte de atrás del edificio, cerca del final de la escalera posterior.
Doblamos el recodo y subimos al siguiente piso. Tuve la impresión de tardar seis minutos en llegar de la planta baja a la segunda, pero al final lo conseguimos. Esperaba sinceramente que Juanita Von no pretendiera quedarse a vigilar mi conversación con Downs. Me acompañó hasta la habitación y me obligó a colocarme a un lado mientras ella llamaba a la puerta. Esperó de forma cortés, con las manos cruzadas delante, dándole tiempo para ponerse presentable y abrir.
– Debe de haber salido otra vez -comentó, como si yo no tuviese luces suficientes para deducirlo por mi cuenta. Ladeó la cabeza-. Espere un momento. Es posible que sea él.
Entonces oí que alguien subía por la escalera posterior. Apareció un hombre de pelo canoso, con dos cajas de vino vacías, una dentro de la otra. Tenía el rostro alargado y orejas puntiagudas de duende. La edad le había abierto surcos en la piel, y profundas arrugas nacían en las comisuras de sus labios.
A Juanita Von se le iluminó el semblante.
– Aquí está. Le he dicho a la señorita Millhone que tal vez era usted el que subía por la escalera. Tiene visita.