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Calzaba los rumoreados zapatos de punta con la puntera decorada con agujeros y la cazadora de cuero marrón de la que ya había oído hablar. Me di cuenta de que una sonrisa se formaba en mis labios y comprendí que hasta ese mismo instante había dudado de la existencia de aquel hombre. Tendí la mano.

– ¿Cómo está, señor Downs? Soy Kinsey Millhone. Encantada de encontrarlo.

Tenía un apretón de manos firme y una actitud cordial, bajo la que se adivinaba cierta perplejidad.

– Me temo que no sé cuál es el motivo de su visita.

Incómoda, la señora Von dijo:

– Vuelvo a lo mío y los dejo para que hablen. En cuanto a las normas de la casa, no permito la visita de señoritas en las habitaciones de los huéspedes con las puertas cerradas. Si va a estar aquí más de diez minutos, pueden conversar en el salón, que es más adecuado que quedarse de pie en el pasillo.

– Gracias -dije.

– De nada -contestó-. Ya que estoy aquí, voy a ver cómo se encuentra el señor Bowie. No anda muy fino.

– Muy bien -dije-. Ya conozco el camino de salida.

Bajó por la escalera, y yo centré la atención en Downs.

– ¿Prefiere hablar en el salón?

– El conductor del autobús que tomo habitualmente me comentó que alguien andaba preguntando por mí.

– ¿Sólo le dijo eso? Pues lamento haberlo pillado por sorpresa. Le pedí que lo pusiera al corriente.

– Vi una octavilla que decía algo sobre un accidente de coche, pero yo nunca he tenido ninguno.

Tardé unos minutos en recitar la historia, repetida ya tantas veces, sobre el accidente, el proceso y nuestras preguntas sobre lo que él había visto ese día.

Me miró fijamente.

– ¿Cómo me ha encontrado? Yo no conozco a nadie en esta ciudad.

– Fue un golpe de suerte. Repartí las octavillas por el barrio donde se produjo la colisión. Usted debió de ver una de ellas. Incluí una breve descripción, y me telefoneó una mujer para decirme que lo había visto a usted en la parada de autobús frente al City College. Llamé a la compañía de autobuses, me dieron el número de la línea y después charlé con el conductor. Fue él quien me dio su nombre y dirección.

– ¿Se ha tomado tantas molestias por algo que ocurrió hace siete meses? Parece mentira. ¿Por qué ahora, después de tanto tiempo?

– La demanda no se presentó hasta hace poco -contesté-. ¿Le supone a usted esto algún trastorno? Porque no era ésa mi intención. Sólo quiero hacerle unas preguntas sobre el accidente para averiguar qué ocurrió y de quién fue la culpa. Eso es todo.

Pareció recomponerse y cambiar de actitud.

– No tengo nada que decir. Han pasado meses.

– Tal vez pueda refrescarle la memoria.

– Lo siento, pero tengo cosas que hacer. Quizás otro día.

– No nos llevará mucho tiempo. Sólo unas preguntas rápidas y no lo molestaré más. Por favor.

Tras un silencio, accedió:

– Bien, pero no recuerdo gran cosa. No parecía nada importante, ni siquiera en aquel momento.

– Lo entiendo -respondí-. No sé si se acuerda, pero sucedió el jueves anterior al puente de Los Caídos.

– Sí, algo así.

– ¿Volvía a casa del trabajo?

Vaciló.

– ¿Y eso qué más da?

– Sólo intento formarme una idea de la secuencia de los acontecimientos.

– Pues sí, volvía del trabajo, eso mismo. Esperaba el autobús y, cuando levanté la vista, vi salir del aparcamiento del City College un coche blanco con una joven al volante, dispuesta a girar a la izquierda.

Se interrumpió, como si midiera sus respuestas para ofrecer la menor cantidad de información posible sin que se notara demasiado.

– ¿Y el otro coche?

– La furgoneta venía de Capillo Hill.

– E iba en dirección este -añadí. Intentaba animarlo a contestar sin inducir respuestas concretas. No quería que se limitara a devolverme la información que yo apuntaba.

– El conductor tenía puesto el intermitente de la derecha y lo vi reducir la marcha.

De pronto se calló. Yo permanecí inmóvil y en silencio, creando uno de esos vacíos en la conversación que normalmente empujan al otro a hablar. Lo observé con avidez, deseando que continuara.

– Antes de que la chica del primer coche completara el giro, el conductor de la furgoneta aceleró y la embistió.

El corazón me dio un vuelco.

– ¿Aceleró? -pregunté.

– Sí.

– ¿ Deliberadamente?

– Eso he dicho.

– ¿Y por qué haría una cosa así? ¿No le pareció extraño?

– No tuve tiempo de pensar en ello. Me acerqué corriendo a ver si podía ayudar. La chica no parecía herida de gravedad, pero la acompañante de la furgoneta, que era una mujer mayor, tuvo más problemas. Se lo vi en la cara. Hice lo que pude, aunque no fue mucho.

– La joven, la señorita Ray, quería darle las gracias por su amabilidad, pero dijo que cuando se dio cuenta, usted ya no estaba.

– Había hecho cuanto podía. Alguien debió de llamar al novecientos once. Oí las sirenas y supe que la ayuda venía de camino. Volví a la parada y, cuando llegó el autobús, me subí. No sé nada más.

– No sabe lo útil que ha sido. Esto es justo lo que necesitábamos. El abogado de la demandada querrá tomar su declaración…

Me miró como si le hubiera dado una bofetada.

– No me había dicho nada de una declaración.

– Creía habérselo mencionado. No es nada especial. El señor Effinger le repetirá todo esto para que conste… El mismo tipo de preguntas…, pero usted no tiene por qué preocuparse de eso ahora. Lo avisarán con tiempo de sobra, y estoy segura de que podrá arreglarlo para que usted no pierda horas de trabajo.

– Yo no he dicho que fuera a prestar testimonio.

– Puede que no sea necesario. Es posible que retiren la demanda o lleguen a un acuerdo, y en ese caso usted quedará al margen.

– Ya he respondido a sus preguntas. ¿No basta con eso?

– Mire, ya sé que es una lata. A nadie le gusta verse envuelto en estas cosas. Puedo pedirle que lo llame por teléfono.

– No tengo teléfono. La señora Von no es muy fiable a la hora de transmitir los mensajes.

– ¿Qué le parece si le doy el número del señor Effinger y se pone usted en contacto con él? Así podrá hacerlo cuando mejor le vaya. -Saqué mi libreta y anoté el nombre y el número de la oficina de Effinger-. Lamento el malentendido -me disculpé-. Debería haber sido más clara. Como le he indicado, existe la posibilidad de que se resuelva el asunto. Incluso si presta testimonio, el señor Effinger le simplificará las cosas al máximo. Eso se lo prometo.