Ya en casa, no pudo por menos de dar vueltas al tema de Kinsey Millhone, que parecía empeñada en fisgonear. Solana recordaba claramente la primera vez que había llamado a la puerta del señor Vronsky. La aborreció nada más verla, observándola a través del cristal de la puerta como si fuera una tarántula en una vitrina del Museo de Historia Natural. Solana había llevado allí muchas veces a Tiny cuando éste era pequeño. A él le fascinaban aquellos insectos y arañas repugnantes, bichos peludos al acecho en los rincones y bajo las hojas. Algunos tenían cuernos y pinzas y duros caparazones negros. Esas despreciables criaturas eran capaces de camuflarse tan hábilmente que en ocasiones resultaba difícil localizarlas entre la vegetación donde permanecían ocultas. Las tarántulas eran las peores. La vitrina parecía vacía y Solana se preguntaba si la araña se había escapado. Acercaba la cara al cristal, escrutando inquieta el interior, y de pronto descubría al bicho tan cerca que podía tocarse. Esa chica era así.
Solana le había abierto la puerta y captado su olor con la misma claridad que el de un animal, algo femenino y floral que no le pegaba en absoluto. Era esbelta, de treinta y tantos años, de cuerpo atlético y fibroso. En ese primer encuentro vestía un jersey de cuello de cisne negro, americana gruesa, vaqueros y zapatillas de deporte, con un bolso de piel blanda colgado del hombro. Tenía el pelo oscuro y lacio, tan mal cortado como si lo hubiera hecho ella misma. Desde entonces se había presentado varias veces, siempre con los mismos pobres cumplidos y torpes preguntas sobre el viejo. En dos ocasiones Solana la había visto correr por State Street a primera hora de la mañana. Supuso que la joven hacía eso todos los días entre semana antes del amanecer. Se preguntó si salía a esas horas para espiarla. La había visto husmear en el contenedor al pasar por su lado. Lo que hacía Solana, lo que Solana echaba allí, no era asunto de ella.
Solana se obligó a conservar la calma y a tratar con amabilidad a la tal Millhone, aunque mantuvo fija en ella una mirada implacable. La joven tenía las cejas finas, ojos verdes orlados de oscuras pestañas. El color de sus ojos era inquietante: verdoso con motas doradas y con un anillo más claro en torno al iris que les confería un brillo semejante al de los ojos de un lobo. Observándola, Solana experimentó una sensación casi sexual. Eran almas afines, oscuridad frente a oscuridad. Por lo común, Solana era capaz de leer el pensamiento de los demás, pero no el de esa mujer. Si bien la actitud de Kinsey era cordial, en sus comentarios se adivinaba una curiosidad que a Solana no le hacía ninguna gracia. Era una persona que escondía más de lo que mostraba.
Se delató el día que se ofreció a ir al supermercado. Solana fue a la cocina para hacer la lista de la compra. Se miró en un espejo que tenía colgado en la cocina junto a la puerta de atrás. Se vio bien. Ofrecía exactamente la imagen que quería dar: atenta, considerada, una mujer que se interesaba de todo corazón por su paciente. Cuando regresó al salón con el bolso bajo el brazo y el monedero en la mano, vio que la vecina, en lugar de esperar en el porche como le había pedido, había entrado en la casa. Fue un gesto nimio, pero denotaba una gran terquedad. Aquélla era una mujer que hacía lo que le venía en gana, y no lo que le decían. Solana adivinó que había estado curioseando. ¿Qué habría visto? Solana habría comprobado de buena gana si faltaba algo en el salón, pero no apartó la mirada del rostro de la mujer. Era peligrosa.
A Solana no le gustaba la insistencia de Kinsey, aunque, pensándolo bien, hacía ya dos o tres días que no la veía. El viernes anterior había acudido a la casa del vecino en busca de ayuda para sacar al viejo de la ducha. El señor Pitts no estaba y la acompañó Kinsey en su lugar. A Solana le daba igual quién la ayudara. Lo que pretendía era dejar constancia de la caída del viejo. No porque se hubiera caído -¿cómo iba a caerse si apenas se levantaba de la cama?-, sino para explicar los moretones recientes en la pierna. Desde entonces no había vuelto a ver a Kinsey, y eso se le antojaba extraño. Con todo el interés que tanto ella como el señor Pitts habían manifestado por el viejo, ¿por qué ya no les preocupaba? Era evidente que los dos estaban confabulados, pero ¿qué tramaban?
Tiny le había dicho que el jueves, mientras dormía la siesta, oyó moverse a alguien por la casa de Gus. Solana no imaginaba cómo podía haber sido Kinsey, pues, que ella supiera, no tenía llave. En cualquier caso, Solana llamó a un cerrajero para cambiar la cerradura. Se acordó de su reciente conversación con la Otra, de la investigadora que, según le contó, había ido a hacer preguntas a la residencia de la tercera edad donde ellas dos habían trabajado. Estaba claro que Kinsey había metido las narices donde no debía.
Solana volvió a la habitación del viejo. Estaba despierto y había conseguido sentarse en el borde de la cama. Le colgaban los pies descalzos y, con un brazo extendido, se sujetaba a la mesita de noche.
Solana dio una ruidosa palmada.
– ¡Muy bien! Se ha levantado. ¿Necesita ayuda?
Gus se llevó tal susto que Solana casi percibió la sacudida de miedo que le recorría la columna vertebral.
– Cuarto de baño.
– ¿Por qué no espera aquí y le traigo el orinal? Está demasiado débil para andar trotando por la casa.
Sostuvo el orinal ante Gus, pero él no consiguió echar ni una gota. Como era de prever. No había sido más que una excusa para abandonar la cama. Solana no se explicaba qué pretendía. Había guardado el andador en la habitación vacía, de modo que Gus, para dar un paso, tenía que arrastrarse de una habitación a la otra, buscando apoyo en los muebles. Incluso si llegaba a la puerta de atrás, o a la de delante, tendría que vérselas con los peldaños del porche y después con la acera. Solana pensó que, llegado el caso, le permitiría escapar y llegar hasta la calle antes de ir a por él. Así podría decir a los vecinos que ahora le había dado por deambular de aquí para allá. Diría: «Pobre viejo. Con ese pijama tan fino, podría morirse de frío». Añadiría que, además, tenía alucinaciones y, en sus delirios, contaba que alguien lo perseguía.
El señor Vronsky temblaba a causa del esfuerzo, cosa de la que ella habría podido prevenirle si él se hubiese dignado preguntar. Lo ayudó a ir al salón para que viera su programa de televisión preferido. Ella se sentó a su lado en el sofá y se disculpó por haber perdido la paciencia. Aunque él la había provocado, le aseguró que no volvería a ocurrir. Le tenía cariño, dijo. Él la necesitaba y ella lo necesitaba a él.
– Sin mí, tendría que ir a una residencia. ¿Qué le parecería eso?
– Quiero quedarme aquí.
– Claro que sí, y yo haré todo lo que pueda para ayudarlo. Pero nada de quejas. Nunca debe hablarle a nadie de mí.
– No lo haré.
– Esa joven que viene a veces…, ¿sabe a quién me refiero?
Eludiendo su mirada, el anciano asintió.
– Sí se queja a ella, si se comunica con ella de cualquier manera, Tiny le hará mucho daño a esa joven y usted será el culpable. ¿Entendido?
– No diré nada -contestó él con un hilo de voz.