– Buen chico -dijo ella-. Ahora que me tiene a mí, no volverá a estar solo nunca más.
Gus parecía agradecido y humilde tras semejante demostración de amabilidad. Cuando se acabó el programa, en recompensa por su buen comportamiento, Solana lo acarició para ayudarlo a relajarse. Después estaba de lo más dócil, y ella percibió el vínculo que se desarrollaba entre ellos. Su relación física era nueva, pero ella había esperado el momento oportuno, llevándolo en esa dirección día a día. Había sido educado para actuar como un caballero y jamás reconocería lo que ella le hacía.
Había tenido la inteligencia de deshacerse de la voluntaria de Meals on Wheels. No le gustaba dejar la puerta de atrás abierta, y despreciaba a la señora Dell, con su elegante peinado de peluquería y su caro abrigo de visón. Esa mujer vivía absorta en su imagen de benefactora. Si Solana estaba presente cuando llegaba con la comida, a veces decía algo por cortesía, pero en realidad no había conversación entre ellas, y la mujer rara vez se acordaba de preguntar por el viejo. En cualquier caso, Solana había anulado el servicio. Siempre existía el riesgo de que notase algo y la denunciase.
El lunes por la mañana Solana dio al viejo una dosis doble de su «medicina». Dormiría dos horas seguidas, y así ella dispondría de tiempo de sobra para ir a Colgate y volver. Debía pasar por su casa para ver qué hacía Tiny. No tenía ninguna seguridad de que él se comportase debidamente. Pensó en llevárselo otra vez a la casa de Gus para que la ayudara a meterlo y sacarlo de la ducha cuando despertara. Mientras mantuviese al viejo vigilado de cerca, quizá lo más sensato fuese permitirle recibir alguna que otra visita. Antes de irse, desconectó el teléfono de la habitación y se quedó al lado de la cama observándolo. En cuanto oyó que su respiración era profunda y acompasada, se puso el abrigo y recogió el bolso y las llaves del coche.
Cuando giraba el botón de bloqueo de la cerradura, oyó cerrarse suavemente la puerta de un coche y se detuvo. Arrancó un motor. Solana se acercó a la ventana y permaneció a un lado, con la espalda contra la pared. Desde ese ángulo, tenía una vista parcial de la calle, pero nadie la vería a ella desde fuera. Cuando pasó el Mustang azul, vio inclinarse a Kinsey, alargando el cuello como para echar un último vistazo a la casa. ¿Qué le interesaba tanto?
Por segunda vez Solana dio media vuelta y examinó la sala. Dejó vagar la mirada y, tras posarla por un momento en el buró, la fijó en él. Notó algo distinto. Cruzó la sala y, deteniéndose delante, observó el casillero en un intento de adivinar qué había cambiado. Sacó el paquete de documentación bancaria y se llevó una dolorosa sorpresa. Alguien había retirado la gomita y sacado la libreta de ahorros de una de las cuentas. Además, el talonario parecía más delgado, y al abrirlo, descubrió que sólo estaba la funda. ¡Dios santo! Volvió a dirigir la mirada hacia la ventana. Durante la semana anterior habían entrado en la casa dos personas: el señor Pitts y la exasperante Kinsey Millhone. Aquello era obra de uno de los dos, pero ¿cómo y cuándo lo habían hecho?
Cuando abrió la puerta de su apartamento, supo que no había nadie en casa. El televisor estaba apagado. En la encimera de la cocina vio los restos de las comidas de Tiny de los últimos días. Recorrió el corto pasillo hasta la habitación de Tiny y encendió la luz del techo. Ella era ordenada por naturaleza y siempre la horrorizaba la dejadez con que él vivía. De niño lo había perseguido continuamente, obligándolo a poner en orden su habitación antes de hacer cualquier otra cosa. Cuando llegó a la adolescencia, pesaba setenta kilos más que ella y ni todos los sermones del mundo surtían efecto. Él se quedaba mirándola con sus grandes ojos bovinos, pero no reaccionaba ante nada, al margen de lo que ella dijera o hiciera. Ya podía pegarle de la mañana a la noche, que él se limitaba a reírse. A su lado, era pequeña y endeble. Había desistido de cambiarlo o controlarlo. En la actualidad, a lo máximo que podía aspirar era a restringir su caos a la parte delantera de la casa. Por desgracia, ahora que pasaba más tiempo con el viejo, Tiny se sentía libre de vivir como le viniera en gana. Entró en el cuarto de baño que compartían y se irritó al ver las huellas de sangre dejadas por su hijo. A veces le gustaba meterse en peleas, y luego no siempre se limpiaba bien.
Solana entró en su habitación y tardó unos minutos en recoger las medias, bragas y ropa tirada por el suelo. Algunas de sus prendas más elegantes, que no había tenido ocasión de ponerse desde hacía años. Después de poner orden, reunió todo aquello que deseaba llevarse a la casa del viejo. Empezaba a gustarle vivir allí y estaba decidida a quedarse. Había puesto la maquinaria en marcha, como ya había hecho dos veces antes en su afán de permanencia. Quería echar raíces. Quería sentirse libre, sin tener que mirar por encima del hombro para ver si la policía daba con ella. Estaba harta de vivir como una gitana, siempre en movimiento. Tuvo la fugaz fantasía de una vida sin que nadie se interpusiera en su camino. El señor Vronsky era un pesado, pero tenía su utilidad, al menos de momento. Ahora el problema era cómo mantener bajo control a Tiny, su Tonto, que de día no solía alejarse mucho. Si desaparecía después de la cena, era inútil preguntarse siquiera adónde podía haber ido o qué se traía entre manos.
Cerró el apartamento y volvió al coche, dispuesta a recorrer el barrio en busca de Tiny. A su hijo le gustaba frecuentar un taller mecánico que había en una gasolinera. Lo atraía algo en el olor del metal caliente y la grasa. También le interesaba el túnel de lavado contiguo. Se quedaba mirando los vehículos que entraban sucios por una punta y salían por la otra, limpios y chorreantes. Podía quedarse allí durante una hora, contemplando el vaivén de las tiras de lona que golpeaban los costados y los techos de los coches. Le encantaban las espirales de jabón lanzadas contra los neumáticos y el rociado de cera caliente para abrillantarlos. Durante un tiempo, Solana albergó la esperanza de que encontrara trabajo allí, secando las gotas de humedad de los coches al final del túnel. Ésa era una tarea que estaba al alcance de sus posibilidades. Tiny veía la vida en términos concretos: lo que sucedía en ese mismo instante, lo que tenía ante sí, lo que quería comer, lo que le acarreaba un rapapolvo, lo que le valía una bofetada. Su visión del mundo era plana y sin complicación alguna. No tenía la menor curiosidad ni perspicacia. Carecía de ambición y de impulso para hacer cualquier cosa que no fuera perder el tiempo viendo la televisión y dedicándose a lo que quiera que se dedicase cuando salía. Más valía no ahondar en ese tema, pensó ella.
Solana condujo por las calles lentamente, atenta por si aparecía a la vista la mole de su hijo. Debía de llevar la cazadora vaquera y el gorro de punto negro calado hasta las orejas. Ni rastro de él en la gasolinera. Ni rastro de él en el túnel de lavado. Al final lo vio salir del supermercado de la esquina. Ya había pasado antes por allí, pero él debía de estar dentro, comprando tabaco y chocolatinas con el dinero que ella le había dejado. Aminoró la marcha hasta detenerse y tocó la bocina. Él se dirigió pesadamente hacia el coche, se sentó en el asiento del acompañante y cerró de un portazo. Fumaba un cigarrillo y mascaba chicle. Menudo zoquete estaba hecho.
– Apaga eso. Ya sabes que no te dejo fumar en el coche.
Ella lo observó mientras bajaba la ventanilla y tiraba el cigarrillo encendido. Tiny hundió las manos en los bolsillos de la cazadora, sonriente por alguna razón.
– ¿Por qué estás tan contento? -preguntó Solana, irritada.