– ¿Había estado en la cárcel?
– Se lo pregunté una vez. Admitió que cumplió condena, pero no quiso decirme por qué. -El señor Waibel vaciló y lanzó una elocuente mirada al reloj-. No es que quiera echarla, señorita, pero va a empezar un programa y, si no bajo ahora, los otros de la planta se adueñarán del televisor.
– Creo que ya está todo dicho. Si se acuerda de algo más, ¿le importaría llamarme? -Busqué una tarjeta de visita en el bolso y se la di.
– ¡Cómo no!
Nos dimos la mano. Me colgué el bolso del hombro y me acerqué a la puerta. Entonces él se me adelantó y la abrió como todo un caballero.
– La acompañaré por el pasillo porque voy en la misma dirección. -Cuando casi habíamos llegado al rellano, añadió-: ¿Quiere saber mi opinión?
Me volví y lo miré.
– Me jugaría lo que fuera a que no se ha ido de la ciudad.
– ¿Por qué?
– Tiene nietos.
– Según me han contado, no le permitían verlos -contesté. -Eso no quiere decir que él no encontrara la manera.
Resultó que la investigadora de la Agencia de los Tres Condados para la Prevención de Malos Tratos a la Tercera Edad era la misma Nancy Sullivan que me atendió por teléfono, cosa que descubrí cuando se presentó en mi oficina el viernes por la tarde. Debía de tener algo más de veinte años, pero apenas aparentaba quince. El pelo, lacio, le caía a la altura de los hombros. Con actitud llana y formal, se inclinó ligeramente en la silla, manteniendo los pies juntos, para explicarme qué había averiguado en su investigación. Vestía una chaqueta y una falda hasta media pantorrilla que parecían compradas en un catálogo de ropa de viaje, de esa tela inarrugable que uno podía usar durante horas en un avión y luego lavar en el cuarto de baño de un hotel. Calzaba unos cómodos zapatos sin tacón, con unas medias opacas a través de las cuales entreví varices. ¿A su edad? Eso era preocupante. Intenté imaginármela conversando con Solana Rojas, que era mucho mayor, más lista y con más mundo. Solana era astuta. Nancy Sullivan parecía sincera, lo que viene a querer decir que no se enteraba de nada. No era rival para ella.
Después del intercambio de saludos, me contó que sustituía a uno de los investigadores asignados habitualmente a casos de presuntos malos tratos. Mientras hablaba, se llevó un mechón de pelo detrás de la oreja y se aclaró la garganta. A continuación explicó que su supervisora le había pedido que se ocupara de las entrevistas preliminares. Cualquier indagación posterior que se considerase necesaria se remitiría a uno de los investigadores habituales.
Hasta allí todo me pareció razonable, y asentía cortésmente una y otra vez como un perrito con la cabeza articulada en la bandeja posterior de un coche. Luego, como si tuviese percepción extrasensorial, empecé a oír frases que en realidad ella no había pronunciado. Sentí un pequeño escalofrío de miedo. Supe con absoluta certeza que estaba a punto de soltar una bomba.
Sacó una carpeta marrón del maletín y, abriéndola sobre el regazo, revisó los papeles.
– Y ahora le contaré lo que he averiguado -anunció-. En primer lugar, quiero decirle lo mucho que valoramos la llamada que nos hizo…
Sin querer, entorné los ojos.
– Va a darme una mala noticia, ¿no?
Sorprendida, se echó a reír.
– Ah, no. Nada más lejos. Lamento haberle dado esa impresión. He hablado largo y tendido con el señor Vronsky. Nuestro procedimiento consiste en hacer una visita sin previo aviso, con la idea de que la cuidadora o el cuidador no tenga tiempo de preparar el escenario, por así decirlo. El señor Vronsky carecía de movilidad, pero estaba despierto y comunicativo. Sí se lo veía emocionalmente frágil, y en algún momento desorientado, lo que no es de extrañar en un hombre de su edad. Le hice varias preguntas respecto a su relación con la señora Rojas, y él no tenía ninguna queja. Más bien todo lo contrario. Le pregunté por las magulladuras…
– ¿Estuvo Solana presente todo el tiempo?
– No, qué va. Le pedí que nos dejara un rato solos. Como tenía trabajo que hacer, fue a ocuparse de sus cosas mientras charlábamos. Luego también hablé con ella por separado.
– Pero ¿estaba en la casa?
– Sí, pero no en la misma habitación.
– Menos mal. Confío en que no mencionara usted mi nombre.
– No ha sido necesario esconderlo. Ella misma me contó que usted le había dicho ya que nos había llamado.
La miré asombrada.
– ¿No hablará en serio?
Vaciló.
– ¿No le dijo usted que había llamado?
– No, guapa, no se lo dije. Ni loca haría una cosa así. Le tomó el pelo nada más abrir la boca. Eso fue un palo de ciego. Solana hizo una conjetura y recurrió a usted para confirmarla. Y premio.
– Yo no confirmé nada y desde luego no le dije quién había llamado. Mencionó su nombre en el contexto de la disputa porque quería aclarar las cosas.
– No entiendo.
– Dijo que usted y ella discutieron. Según la señora Rojas, usted desconfió de ella desde el momento mismo en que la contrataron, y ha estado encima de ella a todas horas, presentándose sin que nadie la invitara para vigilarla.
– Para empezar, eso es falso. Fui yo quien investigó sus antecedentes al contratarla. ¿Qué más le ha dicho? Me encantaría oírlo.
– Puede que no debiera repetirlo, pero mencionó que el día que usted vio las magulladuras del señor Vronsky, la acusó de hacerle daño y amenazó con llamar a las autoridades para presentar una demanda.
– Eso se lo inventó para desacreditarme.
– Es posible que hubiera un malentendido entre ustedes dos. Yo no soy quién para juzgarlas. No es nuestro cometido mediar en situaciones como ésta.
– ¿Situaciones como cuál?
– Hay quienes nos llaman cuando surgen dudas en cuanto a los cuidados de un paciente. En general, suele ser a causa de una discrepancia entre los miembros de la familia. En un intento de imponerse…
– Oiga, aquí no hubo ninguna discrepancia. Nunca hemos hablado del tema en absoluto.
– ¿Usted no fue a casa del señor Vronsky hace una semana para ayudar a sacarlo de la ducha?
– Sí, pero no la acusé de nada.
– ¿Y no fue después de ese incidente cuando llamó usted a nuestra agencia? -preguntó ella.
– Usted ya sabe cuándo llamé. Hablé con usted. Dijo que la llamada era confidencial y luego va y le da mi nombre.
– No, yo no se lo di. Lo sacó la señora Rojas. Y añadió que usted misma le dijo que la había denunciado. Yo ni lo confirmé ni lo negué. Nunca violaría la confidencialidad.