El bufete de Altinova estaba a medio pasillo. La puerta daba a una modesta recepción, modernizada con la incorporación de una mesa de acero inoxidable y cristal moldeado. En la superficie no había nada salvo una centralita telefónica de cuatro líneas. La iluminación era indirecta. Por su aspecto, las sillas -cuatro- eran de esas en las que se te duerme el trasero en cuanto llevas unos segundos sentada. No había mesas auxiliares, ni revistas, ni cuadros, ni plantas. Ciertos «diseñadores de interiores» hacen porquerías como ésa y lo llaman minimalismo. Menuda tomadura de pelo.
Parecía un despacho en el que todavía no se había instalado el inquilino.
Al fondo había una puerta con el rótulo privado, y por ella apareció una recepcionista. Era alta, muy rubia, demasiado guapa para pensar que no se tiraba al jefe.
– ¿En qué puedo ayudarla?
– Querría saber si es posible hablar un momento con el señor Altinova. -Me pareció que la palabra «momento» causó una buena impresión.
– ¿Tiene hora?
– La verdad es que no. Me encontraba en el juzgado y he pensado que no perdía nada con intentarlo. ¿Está?
– ¿Puede decirme de qué se trata?
– Preferiría hablar directamente con él.
– ¿La envía alguien?
– No.
Como no le gustaron mis respuestas, me castigó desviando la mirada. Su cara era un óvalo perfecto, tan suave, pálida e impoluta como un huevo.
– ¿Y su nombre es?
– Millhone.
– ¿Disculpe?
– Millhone. -Se lo deletreé-. Con el acento en la primera sílaba. Hay quien lo pronuncia «Malone», pero yo no.
– Voy a ver si está disponible.
Tenía la relativa seguridad de que no sabía quién era yo; y si lo sabía, esperaba que sintiera curiosidad por averiguar qué me proponía. Yo misma sentía curiosidad. Sabía que no me facilitaría la menor información. En esencia, lo que quería era ver con mis propios ojos al hombre que había redactado los documentos jurídicos que privaban de autonomía a Gus Vronsky. Consideraba asimismo que podía ser interesante sacudir el árbol para ver si caía algo maduro o podrido.
Al cabo de dos minutos, Dennis Altinova en persona, apoyándose en el marco de la puerta, asomó la cabeza. Muy astuto por su parte. Si me hubiese invitado a su despacho, quizás habría dado la impresión de que le interesaba lo que yo tenía que decir. Saliendo a recepción daba a entender que:
(a) podía desaparecer a su antojo,
(b) la razón de mi visita no merecía siquiera sentarse a hablar y,
(c) por tanto, más me valía ir al grano.
– ¿Señor Altinova? -dije.
– ¿En qué puedo ayudarla? -El tono era tan frío y duro como la expresión de sus ojos. Alto y moreno, llevaba unas gafas de gruesa montura negra apoyadas en una gruesa y protuberante nariz. Tenía la dentadura sana, labios carnosos y un hoyuelo en el mentón tan profundo como si le hubieran dado un hachazo. Calculé que tenía más de sesenta años, pero se le veía en forma y mostraba el vigor (o quizá la irritabilidad) de una persona más joven. La recepcionista miró por encima del hombro desde el pasillo, observando nuestro intercambio como un niño que espera ver cómo le cae un rapapolvo a su hermano y lo mandan a su habitación.
– Busco a una tal Cristina Tasinato.
Su semblante no reveló nada, pero miró alrededor con fingida curiosidad, rastreando la recepción como si la señora Tasinato pudiera estar jugando al escondite en aquel espacio casi vacío.
– No puedo ayudarla.
– ¿No le suena el nombre de nada?
– ¿A qué se dedica, señorita Millhone?
– Soy investigadora privada. Tengo un par de preguntas para la señora Tasinato. Esperaba que usted pudiera ponerme en contacto con ella.
– Ya sabe que eso no es posible.
– Pero es clienta suya, ¿no?
– Pregunte a otro. No tenemos nada de que hablar.
– Su nombre sale junto al de usted en un documento que acabo de ver en el juzgado. Fue designada tutora de un hombre llamado Gus Vronsky. Estoy segura de que ha oído hablar de él.
– Encantado de conocerla, señorita Millhone. Ya sabe dónde está la puerta.
A falta de una réplica ingeniosa, dije:
– Gracias por su tiempo.
Cerró de un portazo, y me dejó allí sola. Aguardé unos segundos, pero su preciosa recepcionista no volvió a aparecer. No me podía creer que desperdiciase la ocasión de humillarme. En la impoluta mesa de cristal se encendió el indicador de la línea uno en la centralita telefónica: sin duda era Altinova llamando a Cristina Tasinato. Por lo demás, la mesa estaba vacía y no pude husmear. Obediente, salí y bajé por la escalera, sin arriesgarme a tomar el ascensor, poco más que una caja destartalada que pendía de una cuerda.
Saqué el coche del aparcamiento público, di la vuelta a la manzana y me dirigí a Capillo Hill, reanudando mi eterna búsqueda de Melvin Downs. Después de sufrir la indignidad del desplante de Altinova, necesitaba el efecto balsámico del trabajo de rutina. En el cruce con Palisade doblé a la izquierda y seguí recto hasta ver el campus del City College a mi derecha. El banco de la parada de autobús estaba vacío. Bajé despacio por la larga curva en pendiente que se alejaba del campus. Al final había una pequeño núcleo de comercios: un supermercado, una licorería y varios moteles. Si Melvin Downs tenía un empleo relacionado con el mantenimiento o la vigilancia, costaba creer que sólo trabajara dos días por semana. Esa clase de ocupaciones solían ser a jornada completa, de siete de la mañana a tres de la tarde o algo por el estilo. Por otro lado, la cuesta era larga y empinada, por lo que tendría que ascender penosamente ese kilómetro al terminar su jornada. ¿Por qué iba a hacer eso si había una parada de autobús a media manzana en dirección contraria, más cerca de la playa?
Volví a subir la pendiente. Esta vez pasé por delante de la universidad y seguí hasta las galerías comerciales en el cruce de Capillo y Palisade. Allí tenía muchas y variadas opciones. A mi izquierda había un gran drugstore y, detrás, una tienda de productos naturales y cultivos ecológicos. Quizá Melvin descargaba cajas o empaquetaba alimentos, o quizá lo habían contratado para mantener los pasillos limpios y el suelo fregado. Aparqué delante del drugstore y entré. Lo examiné pasillo por pasillo. Ni rastro de él. Era martes, y si seguía trabajando en el barrio, saldría al cabo de una o dos horas. Abandoné el establecimiento por la puerta delantera.
Todavía a pie, crucé la calle. Al recorrer el centro comercial dejé atrás, a mi derecha, dos restaurantes familiares, uno mexicano y otro que se concentraba más en los desayunos y almuerzos. Miré por el escaparate de un zapatero remendón; eché una ojeada dentro de la lavandería, una joyería y una peluquería canina. El último local era una zapatería de saldos, que anunciaba ¡liquidación por CIERRE DEL NEGOCIO! REBAJAS DEL 30 Y EL 40 POR CIENTO. La tienda estaba vacía, de modo que incluso la liquidación era un fracaso. Volví sobre mis pasos.