Sólo se me ocurrió una posibilidad. Acerqué dos fichas y las miré. ¿Cómo encajaban el payaso mecánico de Melvin y su amiga imaginaria, Tía, en el conjunto? De todo lo que había averiguado sobre él, no había nada que indujera a pensar en una personalidad lúdica. En realidad, se advertía cierta actitud furtiva en su reticencia a mostrar el tatuaje de los labios pintados. Así que tal vez la función de los juguetes no era su propio entretenimiento. Quizá la finalidad de Tía y el payaso era divertir a otros. ¿A quién, por ejemplo? Los niños, había visto muchos en el colegio cercano y la guardería próxima a la parada de autobús que él frecuentaba.
¿Era un pederasta?
Sabía que muchos pederastas tenían juegos y vídeos a mano y cultivaban la amistad con los niños hasta que se formaba un vínculo entre ellos. Poco a poco introducían el contacto físico. Después del afecto y la confianza venían las caricias, hasta que el toqueteo y los secretos eran la embriagadora sal de esa relación «especial». Si era un delincuente sexual, eso explicaría su temor a que lo localizaran en una zona a menos de mil metros de un colegio, un patio de recreo o una guardería. Explicaría asimismo la negativa de su hija a dejarlo ver a sus nietos.
Alcancé el teléfono y llamé al departamento de libertad condicional del condado. Pregunté por Priscilla Holloway, una asistente social. Pensaba que tendría que dejar un mensaje, pero descolgó y me identifiqué. Tenía una voz sorprendentemente suave para ser, según recordaba, una mujer de gran envergadura física. Era una pelirroja de huesos grandes, de esas que jugaban a deportes duros en el instituto y aún conservaban trofeos de fútbol y softball expuestos en el dormitorio de su casa. La había conocido en julio del año anterior, mientras yo cuidaba de una joven renegada, Reba Lafferty, que había salido en libertad condicional de la Penitenciaría para Mujeres de California.
– Tengo una pregunta que hacerle -dije, una vez zanjados los prolegómenos-. ¿Qué sabe de los delincuentes sexuales que constan oficialmente como residentes en la ciudad?
– Conozco a casi todos de nombre. Todos los conocemos. Muchos están obligados a presentarse aquí para someterse a análisis clínicos con la intención de comprobar que no consumen sustancias prohibidas. También deben comunicar los cambios de dirección o empleo. ¿De quién me habla en particular?
– Busco a un tal Melvin Downs.
Se produjo un silencio y casi la oí negar con la cabeza.
– No, creo que no. El nombre no me suena. ¿Qué ha hecho esta vez?
– No tengo la menor idea, pero sospecho que ha estado en la cárcel por abusos sexuales a menores. Tiene un tosco tatuaje que parece hecho en prisión, unos labios pintados en la membrana entre los dedos pulgar e índice de la mano derecha. Me han dicho que es ventrílocuo aficionado y me pregunto si emplea su talento para seducir a niños.
– Puedo consultar con otros asistentes sociales destinados a libertad condicional, por si alguno lo conoce. Hábleme del contexto.
– ¿Conoce a un abogado que se llama Lowell Effinger?
– Claro que conozco a Lowell.
– Quiere citar a Downs como testigo en un juicio por daños personales. Downs es un hombre difícil de encontrar, pero al final di con él. Primero tuve la impresión de que estaba dispuesto a cooperar, pero de pronto se echó atrás y desapareció tan deprisa que pensé que tal vez había tenido algún problema con la ley.
– Si lo ha tenido, dudo mucho que haya sido aquí, pero podría ser un fugitivo de otro estado. Si estos individuos quieren esfumarse, les basta con coger la carretera sin avisarnos. Siempre tenemos entre diez y quince en paradero desconocido. Y eso a nivel local. En el estado, la cifra es para echarse a temblar.
– Dios mío, ¿son tantos los delincuentes sexuales que andan sueltos por ahí?
– Lamento decir que sí. Vuelva a darme su número y la llamaré si averiguo algo.
Le di las gracias y dejé el auricular en la horquilla. Mis sospechas no habían sido confirmadas, pero Priscilla tampoco había echado por tierra mi hipótesis. En conjunto, me sentí un poco más animada.
En semejante estado de cosas, el jueves a primera hora de la tarde volví a Capillo Hill, entré en el aparcamiento del supermercado de productos ecológicos y me quedé sentada en el coche, vigilando el cruce donde había visto a Downs dos días antes. Como aparentemente sus días de trabajo eran siempre los martes y jueves, creía tener razonables probabilidades de verlo. Esa búsqueda me mataba de aburrimiento, pero me había llevado una novela y un termo de café caliente. Había un lavabo de mujeres en la gasolinera a un paso de allí. ¿Qué más necesitaba una chica? Leí un rato, lanzando miradas de vez en cuando a través del parabrisas para peinar la zona.
Hice una visita a la gasolinera, y cuando salí del lavabo, vi actividad al otro lado de la calle. Una furgoneta se detuvo junto a la acera delante de la lavandería. Sin especial interés, observé a dos hombres apearse del vehículo y entrar en el local. Minutos después, cuando estaba otra vez sentada al volante de mi coche, salieron con cajas de cartón, que cargaron en la parte de atrás de la furgoneta. Ésta llevaba un rótulo en el costado, pero yo no alcanzaba a leerlo. Alargué el brazo hacia el asiento trasero y me hice con los prismáticos que siempre tenía a mano. Ajusté el enfoque hasta ver nítidamente el rótulo.
EMPEZAR DE CERO,
ORGANIZACIÓN BENÉFICA CRISTIANA.
LO QUE SE LLEVA EL BASURERO PARA NOSOTROS ES DINERO.
ACEPTAMOS HUMILDEMENTE ROPA USADA, MUEBLES,
PEQUEÑOS ELECTRODOMÉSTICOS Y MATERIAL DE OFICINA.
MARTES Y JUEVES, DE 9 A 14 HORAS.
Por lo visto, los dos hombres estaban recogiendo donaciones. ¿De una lavandería? Raro, ¿no? Las palabras «pequeños electrodomésticos» me llamaron la atención. También los días y el horario de trabajo. Era el empleo perfecto para alguien como Downs, aficionado a juguetear con trastos viejos y repararlos. Me lo imaginaba perfectamente con aspiradoras, secadores de pelo y ventiladores averiados, rescatando objetos que, de lo contrario, acabarían en la basura. Además, una organización benéfica cristiana quizá fuese más comprensiva con sus antecedentes penales.
Dejé el libro, salí del coche y lo cerré. Fui derecha hacia el paso de peatones en medio de la manzana. Cuando llegué a la lavandería, pasé por delante de la gran cristalera y atajé entre dos edificios hasta el callejón en la parte de atrás. Había recorrido ese callejón en coche dos veces, observando a los peatones mientras avanzaba con cuidado por el estrecho espacio de poco más de un carril y medio que apenas permitía el paso de dos coches. En una ocasión había tenido que detenerme allí mismo cuando la mujer que me precedía, con el coche lleno de niños, aminoró la marcha para entrar en su garaje.
Ahora que sabía lo que buscaba, la recompensa fue inmediata.
Encima de la puerta trasera de la lavandería se leía el mismo rótulo que había visto en el costado de la furgoneta. El local era un punto de recogida de Empezar de Cero; la organización benéfica debía de tener alquilada la trastienda para recibir y seleccionar las donaciones. El aparcamiento de detrás tenía cabida suficiente para tres coches, más un contenedor con tapa que se dejaba a disposición del público cuando el centro permanecía cerrado. El contenedor con ruedas estaba colocado frente a la salida del pasadizo entre la lavandería y la joyería contigua. Vi la parte de atrás del vehículo aparcado en ese hueco. Lo conocía bien: una vieja camioneta de repartidor de leche, en su día a la venta, «tal cual», por 1999,99 dólares. El concesionario que la vendía estaba a la vuelta de la esquina del hostal residencia donde antes vivía Downs. Incluso es posible que yo presenciara la transacción cuando vi hablar al vendedor con un hombre de pelo cano con gafas de sol y un sombrero de copa achatada y ala pequeña. Por entonces aún no conocía a Melvin, así que no estaba a mi alcance interpretar el hecho. Cuando por fin di con él, ya se había preparado para huir. Saqué la libreta y anoté la matrícula de la camioneta.