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– Caray. ¿Y eso cuándo ha sido?

– En algún momento entre las seis de la tarde de ayer, cuando ella aparcó el vehículo, y las siete menos cuarto de esta mañana. A esa hora ha visto de refilón que alguien pasaba por delante de la casa y ha salido a mirar. ¿Ha advertido usted actividad en la calle?

Por encima del hombro, vi que la vecina de la casa de enfrente había salido en bata a recoger el periódico y que había entablado con Solana poco más o menos la misma conversación que yo sostenía con el agente. A juzgar por los gestos de Solana, supe que estaba alterada.

– Ha debido de verme a mí esta mañana. Entre semana salgo a correr por State, a partir de las seis y diez o algo así, y vuelvo una media hora después.

– ¿Había alguien más en los alrededores?

– Yo no he visto a nadie, pero sí oí un monopatín en plena noche, lo que me extrañó. Eran las dos y cuarto, porque recuerdo que consulté el reloj. Parece que iba arriba y abajo, a ratos por la calzada, a ratos por la acera. El ruido se alargó tanto que me levanté a mirar, pero no vi a nadie. Es posible que lo oyera también otro vecino.

– ¿Un chico o más de uno?

– Yo diría que uno.

– ¿Usted vive allí?

– En el estudio, sí. Se lo alquilo a un señor que se llama Henry Pitts. Él vive en la casa principal. Pregúntele si quiere, pero no creo que pueda aportar gran cosa. Su habitación está abajo, en la parte de atrás, así que no le llegan los mismos ruidos de la calle que oigo yo arriba. -Estaba hablando como una cotorra, dando a Pearce más información de la que necesitaba, pero no podía evitarlo.

– ¿Salió a la calle cuando oyó al chico del monopatín?

– Pues no. Hacía frío y estaba muy oscuro, así que miré por la ventana del cuarto de baño de abajo. Como para entonces ya se había ido, me volví a la cama. Tampoco tuve la impresión de que estuviera causando destrozos. -Fue un comentario frívolo, pero él me lanzó una mirada inequívoca.

– ¿Está en buenas relaciones con su vecina?

– ¿Con Solana? Pues la verdad es que no. Yo no diría tanto.

– ¿Están enemistadas?

– Supongo que podría decirse que sí.

– ¿Y eso a qué se debe?

Respondí con un gesto, pues ya no sabía qué contestar. ¿Cómo resumir las semanas jugando furtivamente al ratón y al gato?

– Es una larga historia -respondí-. Con mucho gusto se la explicaría, pero tardaría mucho y no viene al caso.

– ¿En qué sentido no viene al caso la hostilidad entre ustedes?

– Yo no lo llamaría hostilidad. Hemos tenido nuestras diferencias. -Me interrumpí y me volví hacia él-. ¿No le habrá insinuado que yo tuve algo que ver con esto?

– Una disputa entre vecinos es un asunto serio. Uno no puede alejarse del conflicto cuando vive en la casa de al lado.

– Oiga, un momento. Esto es absurdo. Soy una investigadora con licencia. ¿Por qué iba a arriesgarme a una multa y una condena de prisión por una disputa personal?

– ¿Tiene idea de quién podría haber sido?

– No, pero desde luego no he sido yo.

¿Qué más podía decir sin parecer que me ponía a la defensiva? La simple insinuación de una fechoría basta para generar escepticismo en los demás. Si bien se nos llena la boca hablando de «presunta inocencia», nos cuesta poco presuponer todo lo contrario. Y menos a un agente de la ley que ha oído ya todas las posibles variaciones sobre el mismo tema.

– Debo irme a trabajar -dije-. ¿Necesita algo más de mí?

– ¿Tiene un número en el que se la pueda localizar?

– Claro -contesté.

Saqué una tarjeta de visita de mi billetero y se la di. Sentí el deseo de decir: «Mire, soy una investigadora privada seria y una ciudadana respetuosa con la ley», pero eso únicamente sirvió para recordarme todas las veces que había transgredido la ley sólo en la última semana. Me puse bien el bolso y me dirigí a mi coche notando la mirada del agente en mí. Cuando me atreví a volver la vista atrás, Solana también me observaba con una expresión emponzoñada. La vecina a su lado me miró con inquietud. Sonrió y me saludó con la mano, quizá preocupada ante la posibilidad de que, si no era amable conmigo, le rayase también a ella el coche.

Arranqué el Mustang y, cuando di marcha atrás para salir, cómo no, topé con el parachoques del otro coche. No pareció tan grave como para salir a mirar, pero seguro que si no lo hacía, me reclamarían una reparación por valor de miles de dólares, amén de mandarme una citación por abandonar el lugar del accidente. Abrí la puerta del coche y la dejé entornada mientras iba a la parte de atrás. No había la menor señal de daños y cuando el agente se acercó a comprobarlo, pareció estar de acuerdo.

– Debería ir con un poco más de cuidado.

– Lo haré. Ya lo hago. Puedo dejar una nota si lo considera necesario.

¿Lo ven? El miedo a la autoridad reduce a una mujer adulta a esa clase de humillaciones, como si tuviese que abrillantarle la hebilla del cinturón a lametones a cambio de una sonrisa. Sonrisa que no se produjo.

Conseguí alejarme de allí sin más percances, pero tenía los nervios a flor de piel.

Entré en la oficina y me preparé una cafetera. No necesitaba la cafeína; ya estaba hiperexcitada. Lo que necesitaba era un plan de acción. Cuando el café estuvo listo, me serví un tazón y me lo llevé a la mesa. Solana estaba tendiéndome una trampa. Sin duda había rayado el coche ella misma y avisado luego a la policía. Era una taimada maniobra en su campaña para poner de manifiesto mi hostilidad. Cuanto más vengativa pareciese yo, más convincente era su imagen de inocencia. Ya había presentado mi llamada a la línea caliente del condado como un gesto de despecho. Ahora era candidata a una acusación por vandalismo. No le sería fácil demostrarlo, pero la cuestión era poner en tela de juicio mi credibilidad. Debía encontrar la manera de contrarrestar su estrategia. Si conseguía mantenerme un paso por delante de ella, tal vez sería capaz de derrotarla con sus propias reglas de juego.

Abrí el bolso, encontré el papel que me había dado Charlotte y telefoneé al banco. Cuando atendieron mi llamada, pregunté por Jay Larkin.

– Soy Larkin -dijo.

– Hola, Jay. Me llamo Kinsey Millhone. Charlotte Snyder me ha dado su número…

– Ah, sí. Claro. Ya sé quién es. ¿En qué puedo ayudarla?

– En fin, es una larga historia, pero le ofreceré la versión abreviada. -Le resumí la situación tanto como pude.

– No se preocupe -dijo cuando acabé-. Le agradezco la información. Ya nos encargaremos nosotros.

Cuando volví a probar el café, estaba frío como el hielo, pero me sentía mejor. Me recliné en la silla giratoria y levanté los pies. Entrelacé las manos en lo alto de la cabeza y fijé la mirada en el techo. Tal vez aún podía pararle los pies a esa mujer. A lo largo de mi vida me las he visto con individuos muy malos: matones, asesinos despiadados y timadores, además de diversas personas verdaderamente perversas. Solana Rojas era ladina, pero no creía que fuese más lista que yo. Puede que yo no tenga un título universitario, pero sí poseo (dijo ella, muy modesta) una personalidad retorcida y una gran inteligencia natural. Estoy dispuesta a rivalizar en ingenio casi con cualquiera. Si eso era así, bien podía, por tanto, rivalizar con ella. Sólo que no podía hacerlo con mi franqueza habitual. Enfrentarme a ella por la vía directa me había llevado a donde me encontraba. En adelante, tendría que ser sutil y tan ladina como ella. También pensé lo siguiente: si no puedes atravesar una barrera, encuentra la manera de circundarla. En algún lugar de su armadura debía de haber una grieta.