– Un par de mujeres fueron agredidas -añadió Norman-. A una chica le dio una paliza de cuidado. Le hizo tanto daño que tuvo una crisis nerviosa.
– Encantador -comenté. Pensé en el gorila que había visto en mi visita a la casa de Gus. Solana había estado pagando los honorarios de un auxiliar, que bien podía ser su hijo, a costa del patrimonio de Gus-. ¿No tendrán por casualidad el formulario que rellenó al alquilar el piso?
– Tendría que pedírselo usted al nuevo dueño. El edificio tiene treinta años de antigüedad. Sé que hay un montón de cajas almacenadas desde no se sabe cuándo, pero no sabemos qué contienen.
– ¿Por qué no le das el número de teléfono del señor Compton?
– ¿Richard Compton? -pregunté sorprendida.
– Sí, ése. También es suyo el edificio de al lado.
– Yo trabajo para él. Lo llamaré y le preguntaré si no tiene inconveniente en que examine los expedientes archivados. Seguro que no le importará. Entretanto, si tienen noticias de la señora Tasinato, ¿serían tan amables de avisarme?
Saqué una tarjeta de visita, que Norman leyó y entregó a su mujer.
– ¿Cree usted que esa mujer Rojas y Costanza Tasinato son la misma persona? -preguntó ella.
– Eso me temo.
– Es una mala pieza. Lástima no poder decirle adónde ha ido.
– No se preocupe. Ya lo sé.
En cuanto se cerró la puerta, me quedé allí por un momento, regodeándome con la información. Un tanto a mi favor. Por fin las cosas empezaban a cobrar sentido. Yo había comprobado los antecedentes de Solana Rojas, pero en realidad trataba con otra persona, de nombre Costanza o Cristina y apellido Tasinato. En algún momento se había producido un cambio de identidad, pero no sabía cuándo. La auténtica Solana Rojas quizá ni siquiera era consciente de que alguien había cogido prestados su curriculum, sus referencias y su buen nombre.
Cuando volví al coche, había un Saab blanco aparcado detrás y un hombre, de pie en la acera con las manos en los bolsillos, miraba el Mustang con cara de entendido. Llevaba vaqueros y una americana de tweed con coderas de cuero: mediana edad, barba entrecana y bien recortada, boca ancha, un lunar cerca de la nariz y otro en la mejilla.
– ¿Es suyo?
– Lo es. ¿Es usted aficionado?
– Sí, señora. Este coche es una virguería. ¿Está contenta con él?
– Más o menos. ¿Está interesado en comprar?
– Podría ser. -Se palpó el bolsillo de la americana, y yo casi esperaba que sacara tabaco o una tarjeta de visita-. ¿Es Kinsey Millhone, por casualidad?
– Sí. ¿Lo conozco?
– No, pero creo que esto es para usted -dijo, ofreciéndome un sobre alargado blanco con mi nombre escrito a mano.
Desconcertada, lo cogí y él me tocó el brazo y dijo:
– Cariño, has recibido notificación de un mandato judicial.
Sentí que me bajaba la tensión arterial y el corazón dejaba de latirme por un segundo. Mi alma y mi cuerpo se separaron claramente, como los vagones de un tren de carga cuando se retira el enganche. Tuve la sensación de estar de pie a mi lado, observándome. Me noté las manos frías, pero sólo me temblaban un poco cuando abrí el sobre y saqué la citación para la vista y la orden de alejamiento provisional.
La persona que solicitaba protección era Solana Rojas. Yo aparecía como la persona que requería contención, con mi sexo, estatura, peso, color de pelo, domicilio y otros datos personales perfectamente mecanografiados. La información era casi exacta salvo por el peso, porque el mío es de cinco kilos menos. La vista se había fijado para el 9 de febrero, el martes de la semana siguiente. Mientras tanto, bajo el apartado «Ordenes para la conducta personal», me prohibían acosar, atacar, golpear, amenazar, agredir, pegar, seguir, acechar, destruir bienes personales, mantener bajo vigilancia o estorbar las acciones de Solana Rojas. Se me ordenaba asimismo no acercarme a menos de treinta metros de ella, de su casa y de su vehículo; al parecer, al determinar ese escaso número de metros, se tuvo en cuenta el hecho de que yo vivía en la casa de al lado. También se me prohibía tener, poseer, comprar o intentar comprar, recibir o intentar recibir, o bien obtener de cualquier otra manera una pistola o cualquier arma de fuego. En el margen inferior del papel, en letras blancas sobre fondo negro, rezaba: «Esto es una orden judicial». Como si yo no lo hubiese deducido ya.
El agente notificador me observó con curiosidad mientras yo cabeceaba. Debía de estar acostumbrado, como yo, a entregar órdenes de alejamiento a individuos necesitados de un cursillo para el tratamiento de la ira.
– Esto es totalmente falso. Yo nunca le he hecho nada. Se lo ha inventado todo.
– Para eso es la vista. Puede contarle al juez su versión de los hechos en el juzgado. Tal vez le dé la razón. Entretanto, yo que usted me buscaría un abogado.
– Ya lo tengo.
– En ese caso, suerte. Ha sido un placer tratar con usted. Me lo ha puesto muy fácil.
Y dicho esto, subió al coche y se marchó.
Abrí el Mustang y entré. Me quedé sentada, sin encender el motor, con las manos en el volante y la mirada fija en la calle. Eché un vistazo a la orden de alejamiento que había lanzado al asiento contiguo. Eché mano de ella y la leí por segunda vez. Bajo «Órdenes judiciales», en la Sección 4, se había marcado la casilla «b», especificando que si no obedecía dichas órdenes, sería detenida y acusada de un delito, en cuyo caso tendría que (a) ir a la cárcel, (b) pagar una multa de hasta mil dólares o (c) ambas cosas. Ninguna de las tres opciones me entusiasmaba.
Lo peor de todo era que Solana me había ganado la partida otra vez. Yo me había creído muy lista, y ella iba un paso por delante de mí. ¿Y eso dónde me dejaba? Tenía pocas alternativas, pero debía haber una escapatoria.
De camino a casa pasé por un drugstore y compré un carrete de película en color de 400 ASA. Luego volví al estudio y dejé el coche en el callejón detrás de la casa de Henry, en un hueco invadido por la hierba. Atravesé la cerca trasera por una brecha y entré en el estudio. Subí al altillo y despejé la superficie del baúl que utilizo como mesilla de noche, dejé en el suelo la lamparilla de lectura, el despertador y una pila de libros. Abrí el baúl y saqué mi cámara réflex, con un objetivo fijo de 35 mm. No era tecnología punta, pero no tenía otra cosa. Cargué el carrete y bajé por la escalera de caracol. Ahora sólo quedaba encontrar un lugar donde apostarme para fotografiar desde distintos ángulos a mi Némesis de la casa de al lado, asegurándome, al mismo tiempo, de que no me veía y llamaba a la policía. Sin duda, sacar fotos a escondidas se consideraría vigilancia.
Cuando le expliqué a Henry lo que me proponía, sonrió maliciosamente.
– En cualquier caso, has llegado en el momento oportuno. He visto marcharse a Solana cuando volvía de mi paseo.
Fue él quien tuvo la astuta idea de poner un parasol flexible plateado en el parabrisas de su coche familiar, que insistió en prestarme. Solana conocía mi coche de sobra y estaría pendiente de mí. Se fue al garaje y volvió con el parasol que usaba para reducir la temperatura interior cuando no aparcaba a la sombra. Hizo en el parasol un par de agujeros redondos del tamaño del objetivo y me dio las llaves del coche. Me puse el parasol bajo el brazo y lo eché al asiento del acompañante antes de sacar el coche del garaje.