Al entrar en la tienda, salía una joven que le sostuvo la puerta cortésmente para dejarla pasar. Solana le lanzó una mirada y desvió la vista de inmediato, pero ya era demasiado tarde. La mujer se llamaba Peggy algo más -quizá Klein, pensó-, y era nieta de una paciente que Solana había cuidado hasta su muerte.
– ¿Athena? -dijo la tal Klein.
Solana, haciendo oídos sordos, entró en la tienda y se encaminó hacia la escalera mecánica. Lejos de desistir, la mujer la siguió gritándole con voz estridente:
– ¡Un momento! Yo a usted la conozco. Es la mujer que cuidó de mi abuela.
Avanzó deprisa, pegada a los talones de Solana, y la agarró del brazo. Solana se volvió hacia ella con inquina.
– No sé de qué me habla. Me llamo Solana Rojas.
– ¡Y una mierda! Usted es Athena Melanagras. Nos robó miles de dólares y luego…
– Se equivoca. Debe de haber sido otra persona. Yo nunca la he visto a usted ni a nadie de su familia.
– ¡Embustera de mierda! Mi abuela se llamaba Esther Feldcamp. Murió hace dos años. Usted saqueó sus cuentas e hizo cosas aún peores, como sabe de sobra. Mi madre presentó cargos, pero usted ya había desaparecido.
– Déjeme en paz. Está delirando. Soy una mujer respetable. Nunca le he robado un centavo a nadie.
Solana se subió a la escalera mecánica y miró al frente. Ascendió mientras la mujer, un peldaño por debajo, seguía aferrada a ella.
– ¡Necesito ayuda! ¡Llamen a la policía! -vociferaba la tal Klein. Parecía trastornada y la gente se volvía a mirarla.
– ¡Cállese! -dijo Solana. Se dio la vuelta y la empujó.
La mujer, tambaleándose, bajó un peldaño, pero permaneció aferrada al brazo de Solana como un pulpo. En lo alto de la escalera mecánica, Solana intentó zafarse, pero acabó arrastrando a la mujer por la sección de ropa deportiva. En la caja, una dependienta las observó con creciente preocupación mientras Solana cogía los dedos de la mujer y los desprendía de su brazo uno por uno, doblándole el índice hasta hacerla gritar.
Solana le dio un puñetazo en la cara y, ya libre, se alejó a toda prisa. Procuró no correr, porque si corría llamaría más la atención, pero tenía que poner la mayor distancia posible entre ella y su acusadora. Desesperada por encontrar una salida, no vio ninguna, eso significaba que debía de estar por detrás de ella. Por un instante pensó en buscar un escondite -un probador, quizá-, pero temió verse acorralada. Detrás de ella, la Klein había convencido a la dependienta para que avisara a seguridad. Las vio a las dos juntas al lado del mostrador mientras se oía por los altavoces un código que sabía Dios qué significaba.
Solana dobló la esquina y se escabulló hacia la escalera mecánica de bajada que acababa de ver. Sujetándose al pasamanos en movimiento, bajó los peldaños de dos en dos. La gente en dirección contraria se volvía para mirarla sin especial interés, al parecer ajenos al drama que se desarrollaba.
Solana volvió la vista atrás. La Klein la había seguido y bajaba rápidamente por la escalera, acercándose por momentos a Solana. En la planta baja, cuando la mujer se aproximó, Solana blandió el bolso y le asestó un fuerte golpe a un lado de la cabeza. En lugar de retroceder, la mujer agarró el bolso y tiró de él. Las dos forcejearon con el bolso, que se había abierto. La Klein cogió el billetero y Solana gritó:
– ¡Ladrona!
En el departamento de ropa de hombres, un cliente se encaminó hacia ellas sin saber si el asunto requería su intervención. Desde hacía algún tiempo, la gente, por miedo, era reacia a inmiscuirse. ¿Y si uno de los contendientes tenía un arma y el Buen Samaritano resultaba muerto cuando intentaba ayudar? Era una muerte absurda y nadie quería correr el riesgo. Solana dio dos puntapiés a la mujer en las espinillas. La Klein se desplomó, gritando de dolor. Cuando Solana echó un último vistazo a la mujer, vio que la sangre le corría por las piernas.
Se alejó tan deprisa como pudo. La mujer tenía su billetero, pero ella conservaba cuanto necesitaba: las llaves de la casa, las llaves del coche, la polvera. Podía prescindir del billetero. Por suerte, no llevaba dinero en efectivo, pero la mujer no tardaría en buscar la dirección que constaba en el carnet de conducir. Debería haber dejado la dirección de la Otra tal como estaba, pero en su momento le pareció más sensato cambiarla y poner la del apartamento donde entonces vivía. Una vez había solicitado un empleo manteniendo la dirección de la Otra en lugar de sustituirla por la suya, y la hija de la paciente se había presentado en la dirección real y llamado a la puerta. De inmediato se había dado cuenta de que la mujer con la que hablaba no era la que cuidaba de su anciana madre. Solana se había visto obligada a abandonar el empleo, dejando atrás un preciado dinero en efectivo que tenía escondido en su habitación. Ni siquiera una visita ya entrada la noche le sirvió de nada, pues habían cambiado las cerraduras.
Se imaginó a la Klein hablando con la policía, llorando como una histérica y farfullando la historia de su abuelita y la ladrona contratada para cuidar de ella. Solana no tenía antecedentes penales, pero Athena Melanagras había sido detenida una vez por posesión de drogas. Eso sí fue mala suerte. De haberlo sabido, nunca habría tomado prestada la identidad de esa mujer. Solana sabía que habían presentado denuncias contra sus distintos alias. Si la Klein acudía a la policía, las descripciones coincidirían. En el pasado, había dejado sus huellas. Ahora sabía que ése era un error garrafal, pero no se le había ocurrido hasta más tarde que en todas partes debería haber limpiado a fondo antes de marcharse.
Atravesó el aparcamiento a toda prisa hasta su coche y volvió a la autovía, tomando por la 101 en dirección sur hasta la salida de Capillo. El banco estaba en el centro y, a pesar del inquietante incidente en los grandes almacenes, quería su dinero en mano. Las maletas podía comprarlas en cualquier otra parte. O tal vez ni siquiera se tomase la molestia. Se le acababa el tiempo.
Cuando llegó al cruce de Anaconda con Floresta, dio una vuelta a la manzana para asegurarse de que nadie la seguía. Aparcó y entró en el banco. El señor Larkin, el director, le dio una calurosa bienvenida y la acompañó hasta su mesa, donde la invitó a sentarse cortésmente, tratándola como a una reina. Así era la vida cuando uno tenía dinero, la gente te adulaba, se comportaba de forma servil. Sostuvo el bolso en el regazo como un trofeo. Era un modelo caro, de diseño, y sabía que causaría buena impresión.
– ¿Me disculpa un momento? -preguntó el señor Larkin-. Tengo una llamada.
– Por supuesto.
Lo observó cruzar el vestíbulo y desaparecer por una puerta. Mientras esperaba, sacó la polvera y se retocó la nariz. Se la veía tranquila y segura de sí misma, no como alguien que acababa de ser agredida por una demente. Le temblaban las manos, pero respiró hondo, esforzándose por mostrarse despreocupada y serena. Cerró la polvera.
– ¿Señorita Tasinato?
Una mujer había aparecido por detrás de ella inesperadamente. Solana dio un respingo y la polvera salió volando. Observando el arco descendente que trazaba en el aire, tuvo la sensación de que el tiempo se ralentizaba mientras el estuche de plástico caía al suelo de mármol y rebotaba una vez. El disco recambiable saltó y el duro redondel de polvo compacto se partió en varios trozos. El espejo de la tapa de la polvera se hizo añicos y los fragmentos se esparcieron por el suelo. La esquirla de espejo que permanecía en el estuche parecía un puñal, puntiagudo y afilado. Apartó la polvera rota con el pie. Ya se encargaría otro de recogerlo. Un espejo roto traía mala suerte. Ya era malo romper cualquier cosa, pero un espejo era lo peor.