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Lana me miró con asombro.

– Eso es ilegal, ¿no?

– Uno puede emplear el nombre que quiera siempre y cuando no intente engañar. En este caso, sostiene que es una enfermera diplomada. Se ha instalado en la casa del paciente, junto con su hijo, que, por lo que deduzco, es un demente. Intento ponerle freno antes de que haga más daño. ¿Está segura que ésta es Costanza y no Solana?

– Mire la pared al lado del mostrador de enfermeras. Allí lo verá por sí misma.

La seguí al pasillo, donde colgaban de la pared fotografías enmarcadas del «Empleado del Mes» de los últimos dos años. Me encontré ante una fotografía en color de la auténtica Solana Rojas, que era mayor y más voluminosa que la otra. Nadie que conociera a la verdadera Solana se habría dejado engañar por la suplantación de identidad, pero debía reconocer el mérito del subterfugio de la señora Tasinato.

– ¿Cree que podría llevarme esto?

– No, pero la mujer del despacho le hará una copia si se lo pide amablemente.

Salí de la Casa del Amanecer y me fui a Colgate, donde aparqué, igual que la otra vez, enfrente del complejo de apartamentos de Franklin Avenue. Cuando llamé al apartamento 1, abrió Princess, que se llevó el dedo a los labios.

– Norman está haciendo una siesta -susurró-. Voy a buscar la llave y la acompañaré abajo.

«Abajo» resultó ser un auténtico sótano, fenómeno poco frecuente en California, donde muchos edificios se construyen directamente sobre cimientos de hormigón. Éste era húmedo, un extenso laberinto de habitaciones con paredes y suelos de cemento, algunas subdivididas en compartimentos cerrados con tela metálica y candados que los inquilinos utilizaban como trasteros. La iluminación consistía en una serie de bombillas que colgaban de un techo bajo donde se entrecruzaban los tubos de la caldera, las cañerías y el cableado. Era la clase de lugar en el cual uno esperaba que las predicciones sísmicas fueran muy lejanas, y no inminentes. Si el edificio se derrumbaba, nunca encontraría el camino de salida, en el supuesto de que aún estuviera viva.

Princess me acompañó a una habitación estrecha con las paredes revestidas de estantes. Casi se podía identificar por la letra a los administradores que habían pasado por allí en los treinta años que el edificio llevaba ocupado. Uno era un obseso del orden, que había guardado todos los papeles en cajas archivadoras idénticas. El siguiente se abandonó más al azar, utilizando una combinación de cajas de botellas, cajas de compresas Kotex y viejas cajas de madera para botellas de leche. Otro parecía haber comprado las cajas a una compañía de mudanzas y cada una presentaba un cuidadoso rótulo con el contenido en el ángulo superior izquierdo. En total, conté seis administradores en los últimos diez años. Norman y Princess me sorprendieron con su elección: cajas de plástico opaco. Cada una tenía delante una casilla donde uno de los dos había colocado un listado impreso, y ordenado por fechas, de las solicitudes de alquiler y diversos documentos, incluidos recibos, suministros, extractos del banco, facturas de reparaciones y copias de las declaraciones de renta del dueño.

Princess, tan deseosa como yo de sol y aire fresco, me dejó para que me las apañara sola. Seguí la hilera de cajas hacia el fondo de la habitación, donde la luz era peor y las grietas en la pared creaban la ilusión de un goteo de agua, aunque no había agua por ningún lado. Naturalmente, como ex policía e investigadora muy bien preparada, me preocupaban los bichos: ciempiés, arañas saltarinas y demás. Seguí las fechas en las cajas empezando por 1976, algo más allá de los parámetros indicados por Norman. Comencé por las cajas archivadoras, que parecían más propicias que las cajas con la palabra kotex estampada por los cuatro costados. La fecha más antigua que vi fue 1953 y supuse que el edificio debió de construirse por entonces.

De una en una, saqué las tres primeras cajas de 1976 del estante y las llevé a la parte de la habitación mejor iluminada. Destapé la primera y me abrí paso con los dedos a través de cinco centímetros de carpetas, intentando deducir el orden. El sistema elegido era el azar, que consistía en una serie de carpetas de cartón marrón, agrupadas por meses, pero sin el menor esfuerzo por ordenar alfabéticamente los nombres de los inquilinos. Cada caja archivadora contenía las solicitudes de tres o cuatro años.

Dirigí mi atención a 1977. Me senté en una caja de plástico volcada, saqué una cuarta parte de las carpetas y me las puse en el regazo. Ya me dolía la espalda, pero seguí tenazmente. El papel olía a moho y vi que alguna que otra caja había absorbido la humedad como una esponja. Los años 1976 y 1977 no me llevaron a ninguna parte, pero en la tercera pila de carpetas, la de 1978, la encontré. Reconocí la pulcra letra de imprenta antes de ver el nombre. Tasinato, Cristina Costanza, y su hijo, Tomasso, que entonces tenía veinticinco años. Me levanté y crucé la habitación hasta quedar justo debajo de la bombilla de cuarenta vatios. Cristina trabajaba limpiando casas, al servicio de una empresa llamada Mighty Maids, que ya había cerrado. Partiendo del supuesto de que mentía por sistema, pasé por alto la mayor parte de la información salvo una línea. En «Referencias» había puesto el nombre de un abogado llamado Dennis Altinova, con una dirección y un número de teléfono que yo ya conocía. En la casilla «Relación» había escrito la palabra hermano.

Aparté la solicitud, cerré las cajas y las devolví al estante. Aunque cansada y con las manos sucias, me sentía eufórica. Había sido un día muy fructífero, y estaba a un paso de empapelar a Cristina Tasinato.

Al salir del sótano y subir por la escalera, vi a una mujer que me esperaba arriba. Vacilé. Tenía algo más de treinta años y vestía una falda corta, medias y zapatos de tacón bajo. Era una mujer atractiva e iba bien arreglada, salvo por las considerables magulladuras en las dos espinillas y el lado derecho de la cara. Las líneas de color rojo oscuro en torno a la órbita del ojo se volverían negras y azules al anochecer.

– ¿Kinsey?

– Sí.

– Princess me ha dicho que estabas aquí. Espero no interrumpir tu trabajo.

– En absoluto. ¿En qué puedo ayudarte?

– Me llamo Peggy Klein. Creo que las dos buscamos a la misma mujer.

– ¿A Cristina Tasinato?

– Cuando la conocí, se hacía llamar Athena Melanagras, pero la dirección que constaba en el carnet de conducir es ésta. -Me tendió el carnet y vi ante mis ojos a Solana Rojas, que ahora tenía otro alias que añadir a la lista.

– ¿De dónde has sacado esto?

– Hemos tenido una buena agarrada en Robinson. Yo salía por la puerta lateral cuando ella entraba. Llevaba gafas y un peinado distinto, pero la he reconocido en el acto. Trabajó para mi abuela hacia el final de su vida, cuando ella necesitaba atención las veinticuatro horas del día. Después de morir mi abuela, mi madre descubrió que esa mujer había falsificado la firma de mi abuela en cheques por valor de miles de dólares.

– ¿Se ha dado cuenta de que la has reconocido?

– Por supuesto. Me ha visto más o menos al mismo tiempo que yo a ella, y ha salido disparada. Tendrías que haberla visto.

– ¿La has perseguido?

– Sí. Sé que ha sido una tontería, pero no he podido evitarlo. Me ha arrastrado por media tienda, pero yo no estaba dispuesta a soltarla. Ya casi la tenía controlada cuando me ha pegado un puñetazo. Me ha arreado con el bolso y me ha dado patadas, pero le he quitado el billetero, y eso es lo que me ha traído hasta aquí.