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– Alexander, tu madre y yo estamos convencidos de que este traslado es lo mejor para la familia. Por primera vez en la vida, no nos limitaremos a defender de palabra los ideales comunistas sino que pondremos en práctica nuestras convicciones. Es muy fácil propugnar el cambio cuando estás rodeado de comodidades, ¿no? Por eso hemos decidido vivir dentro del sistema que defendemos. Me has visto luchar por él toda la vida, y tu madre también me ha visto.

Alexander asintió. Los había visto luchar a los dos. Había visto cómo los detenían por defender sus principios. Había visitado a su padre en la cárcel. Había conocido la animadversión de sus vecinos en Barrington. Sus compañeros de colegio se habían reído de él. Se había peleado con otros niños para defender las convicciones de su padre. Había visto a su madre al lado de Harold, participando en piquetes y protestas. Y él también los había apoyado. En una ocasión se habían trasladado los tres a Washington para intervenir en una manifestación comunista frente a la Casa Blanca y también habían terminado detenidos. A sus siete años, Alexander había pasado la noche en un reformatorio. Lo bueno era que Alexander era el único niño de Barrington que había visto la Casa Blanca.

En ese momento, Alexander pensó que ya habían hecho bastantes sacrificios. Más tarde, pensó que romper con la familia y dejar la mansión que había pertenecido a los Barrington durante ocho generaciones ya era bastante sacrificio. Y que vivir en una serie de cuartos alquilados en Boston para difundir el evangelio comunista ya era bastante sacrificio…

Al parecer, no lo era.

La decisión de su padre de trasladarse a la Unión Soviética había sido una sorpresa para Alexander, una sorpresa desagradable. Sin embargo, Harold estaba convencido de que en la Unión Soviética encontrarían su lugar, un lugar donde ningún niño se reiría de su hijo y donde los vecinos los recibirían con afecto y admiración. Un lugar donde su vida se llenaría de sentido. La nueva Rusia había dado el poder al obrero, y muy pronto el obrero gobernaría el mundo. A Alexander le bastaba con que su padre lo creyera.

Su madre le estampó un beso en la frente y le dejó una marca de pintalabios que se apresuró a limpiar con el dorso de la mano.

– Cariño, ya sabes que tu padre quiere que te eduques en un entorno adecuado, ¿verdad?

– No se trata de mí, mamá -contestó Alexander en un tono un tanto condescendiente-. Yo soy un niño…

– No -intervino Harold con rotundidad, sin quitarle la mano del hombro-. Por supuesto que se trata de ti, Alexander. Sólo tienes once años, pero dentro de poco serás un hombre. Si nos trasladamos a la Unión Soviética es para que llegues a ser el hombre que debes ser. Tú eres el único legado que puedo dejar al mundo, hijo mío.

– Pero papá, hay muchos hombres en Estados Unidos -observó Alexander-. Herbert Hoover, Woodrow Wilson, Calvin Coolidge…

– Sí, pero no son buenos. Estados Unidos produce hombres codiciosos y egoístas, orgullosos y resentidos, y yo no quiero que tú seas así.

– Alexander -intervino Jane, estrechando a su hijo contra su pecho-. Queremos que tengas las dotes de carácter que les faltan a los norteamericanos.

– Exacto -aceptó Harold-. Estados Unidos debilita el carácter.

Alexander se apartó y se volvió hacia el espejo. Era eso lo que estaba mirando antes de que sus padres irrumpieran en la habitación.

Contemplaba su cara sombría y se preguntaba: «Cuando sea mayor, ¿qué clase de hombre seré?».

– No te preocupes, papá -declaró, volviéndose hacia Harold-. Podrás sentirte orgulloso de mí. No seré codicioso, egoísta, orgulloso ni vengativo. Y tendré el carácter más duro que se pueda tener… Vámonos, ya estoy listo.

– Yo no quiero que seas duro, Alexander, quiero que seas bueno. -Harold hizo una pausa-. Un hombre mejor que yo.

Mientras salían de la habitación, Alexander se volvió y observó su imagen en el espejo por última vez. «No quiero olvidarme de este niño -pensó-, por si alguna vez necesito volver a su lado.»

Estocolmo, mayo de 1943

Una fresca mañana de primavera, Tatiana se despertó y pensó: «No puedo seguir así».

Se levantó de la cama, se lavó, se cepilló el pelo, metió en la mochila sus libros y sus escasas prendas de vestir y arregló la habitación del hotel hasta dejarla impecable, como si no hubiera vivido en ella durante dos meses. La brisa agitaba los visillos blancos de las ventanas.

En su interior, Tatiana también se sentía agitada.

Sobre el escritorio había un espejo ovalado. Antes de recogerse el pelo, Tatiana observó un momento su imagen reflejada, pero no reconoció la cara que le devolvía la mirada. A sus dieciocho años su rostro había perdido la redondez de la infancia, y los pómulos salientes, la frente alta, la mandíbula recta y los labios finos destacaban en un óvalo demacrado. Los hoyuelos de las mejillas, si aún existían, eran invisibles. Hacía tiempo que no lucía los dientes o los hoyuelos en una sonrisa. De la cicatriz que se había hecho en la cara al golpearse contra el parabrisas sólo quedaba una línea rosada que empezaba a difuminar-se. Sus pecas también empezaban a borrarse, pero lo menos reconocible era la mirada. Sus ojos verdes y antaño chispeantes, hundidos entre los rasgos demacrados, eran dos cristales sucios que constituían la única barrera de protección entre los extraños y su propia alma. Tatiana no se sentía capaz de mirar a nadie a la cara, ni siquiera a sí misma. En cuanto se asomaba al mar verde de sus ojos, distinguía demasiado bien la tormenta que bullía detrás de la frágil fachada.

Tatiana se cepilló la melena rubia que le llegaba por los hombros. Ya no odiaba su pelo.

Cómo iba a odiarlo, si Alexander lo adoraba…

No quería recordar. Quería borrarlo todo, esquilarse como una oveja camino del matadero, cortarse el pelo y arrancarse el blanco de los ojos y los dientes de la boca y las arterias de la garganta.

Tatiana se recogió el pelo y se cubrió la cabeza con un pañuelo para pasar lo más inadvertida posible, aunque en Suecia, un país lleno de rubias, no le resultaba difícil perderse entre la multitud.

De hecho, ya lo había conseguido.

Tatiana sabía que había llegado el momento de marcharse pero en su interior no encontraba el impulso necesario para seguir adelante. Llevaba a su hijo en el vientre, pero tener un niño era tan fácil en Suecia como en Estados Unidos. Más fácil aún. Si se quedaba en Estocolmo, se ahorraría viajar por un país desconocido, comprar un pasaje para un carguero con destino Gran Bretaña, cruzar el océano y desembarcar en Estados Unidos en plena guerra mundial. Los alemanes bombardeaban todos los días las aguas del hemisferio norte y sus torpedos convertían los submarinos aliados y los buques de la Armada de Bloqueo en bolas de fuego rodeadas de un denso humo negro que se elevaba sobre las plácidas aguas del golfo de Boznia, el mar Báltico, el Ártico o el Atlántico. En cambio, para seguir a salvo donde estaba no tenía que hacer mucho más de lo que había estado haciendo hasta entonces.

¿Qué había estado haciendo?

Había estado viendo a Alexander por todas partes.

Cuando andaba por la calle o se sentaba en un café, volvía la cara y allá estaba él, altísimo, con su uniforme de oficial y el fusil colgado del hombro, mirándola con una sonrisa. Tatiana extendía la mano para acariciarle el pelo pero sólo tocaba la almohada blanca sobre la que superponía la imagen de Alexander. Se volvía hacia él para ofrecerle un pedazo de pan, o se sentaba en un banco y lo veía cruzar la calle y avanzar resueltamente hacia ella. Echaba a andar detrás de un transeúnte de espaldas anchas y piernas largas o clavaba descortésmente la mirada en los ojos de un desconocido porque en su rostro había visto dibujados los rasgos de Alexander. Parpadeaba varias veces y la imagen desaparecía. Y ella desaparecía también. Agachaba la cara y seguía andando.