¿Piedras?
– Qué extraño -musitó, acercándose, aun sabiendo que eso era una tremenda intrusión.
– Cada una tiene su significado para mí -dijo una voz ronca detrás de ella-. Las he coleccionado desde… -se interrumpió para toser-, desde que era niño.
Sophie sintió subir el rubor hasta la raíz de los cabellos, al verse así sorprendida fisgoneando descaradamente, pero seguía picada su curiosidad, de modo que sacó una. Era una piedra de color rosado con una accidentada vena gris que la atravesaba por el medio.
– ¿Y ésta?
– Ésa la recogí en una excursión -explicó con voz tierna-. Dio la casualidad de que ese día murió mi padre.
– ¡Oh! Lo siento -dijo ella dejando caer la piedra sobre las demás, como si la hubiera quemado.
– Hace mucho tiempo.
– De todos modos lo siento.
– Yo también -dijo él, sonriendo tristemente.
Y entonces le vino un acceso de tos tan fuerte que tuvo que apoyarse en la pared.
– Tiene que calentarse -dijo ella-. Deje que encienda el fuego.
Benedict dejó un atado de ropa sobre la cama.
– Para usted.
– Gracias -repuso ella, sin desviar la atención de su trabajo en el pequeño hornillo de hierro.
Era peligroso seguir en la misma habitación con él, pensó. No creía que él fuera a hacerle ninguna insinuación indebida; era demasiado caballero para hacer requerimientos a una mujer que apenas conocía. No, el peligro estaba rotundamente en el interior de ella. La aterraba pensar que si pasaba mucho tiempo en compañía de él podría enamorarse perdidamente.
¿Y qué ganaría con eso?
Nada, aparte de un corazón roto.
Continuó varios minutos más inclinada sobre el hornillo, atizando la llama hasta estar segura de que no se apagaría.
– Ya está -anunció cuando quedó satisfecha. Se incorporó y arqueó ligeramente la espalda para estirarse, y se giró a mirarlo-. Eso tendría que… ¡Dios mío!
La cara de Benedict Bridgerton estaba francamente verde.
– ¿Se siente mal? -preguntó, corriendo a su lado.
– No me siento muy bien -contestó él, con la voz estropajosa, apoyándose pesadamente en el poste de la cama.
Daba la impresión de que estuviera algo borracho, pero ella había estado con él al menos dos horas y sabía que no había bebido nada.
– Tiene que meterse en la cama -dijo, y casi se cayó al suelo cuando él decidió dejar el poste y apoyar en ella su peso.
– ¿Viene? -le preguntó él, sonriendo.
Ella se apartó de un salto.
– Ahora sí que sé que está afiebrado.
Él levantó la mano para tocarse la frente, pero se golpeó la nariz.
– ¡Ay! -aulló.
Ella hizo un gesto de compasión. Él subió la mano hasta la frente.
– Mmm, podría tener un poco de fiebre.
Podía ser un gesto de familiaridad horroroso, pensó ella, pero estaba en juego la salud de un hombre, de modo que le tocó la frente. No estaba ardiendo, pero tampoco estaba fresca.
– Tiene que quitarse esa ropa mojada.
Inmediatamente. Benedict se miró y pestañeó, como si ver su ropa empapada fuera una sorpresa.
– Sí -musitó, pensativo-. Creo que sí. -Llevó las manos a los botones, pero los dedos pegagosos y adormecidos se le resbalaban. Finalmente se encogió de hombros y la miró, impotente-. No puedo.
– Ay, Dios. Déjeme… -Empezó a desabotonarle el primer botón, retiró las manos, nerviosa, y al cabo de un instante, apretó los dientes y volvió a intentarlo. Los fue desabotonando rápidamente, tratando de desviar la vista a medida que se iba abriendo la camisa dejando al descubierto otro trocito más de piel-. Ya casi está, sólo un momento más.
Él no contestó nada, así que alzó la vista y lo miró. Estaba con los ojos cerrados y el cuerpo se le mecía ligeramente. Si no hubiera estado de pie, ella habría jurado que estaba dormido.
– ¿Señor Bridgerton? -le dijo suavemente-. ¿Señor Bridgerton?
Él levantó bruscamente la cabeza.
– ¿Que? ¿Qué?
– Se ha quedado dormido.
Él cerró y abrió los ojos, confuso.
– ¿Qué tiene de malo eso?
– No se puede quedar dormido con la ropa puesta.
Él se miró.
– ¿Cómo se me desabotonó la camisa?
Sin hacer caso de la pregunta, ella lo empujó hasta dejarlo con la parte de atrás de las piernas apoyadas en la cama.
– Siéntese -le ordenó.
Debió decirlo en el tono autoritario necesario, porque él obedeció.
– ¿Tiene algo seco para ponerse? -le preguntó.
Él se quitó la camisa y la dejó caer al suelo en un bulto informe.
– Nunca duermo vestido.
A Sophie le dio un vuelco el estómago.
– Bueno, creo que esta noche debería ponerse algo y… ¿Que hace?
Él la miró como si le hubiera hecho la pregunta más estúpida del mundo.
– Me estoy quitando las calzas.
– ¿No podría esperar a que yo le diera la espalda?
Él la miró sin expresión.
Ella también lo miró.
Él continuó mirándola. Finalmente dijo:
– ¿Y bien?
– ¿Y bien qué?
– ¿No se va a poner de espaldas?
– ¡Ah! -gritó ella, girándose de un salto, como si alguien le hubiera encendido fuego bajo los pies.
Moviendo cansinamente la cabeza de uno a otro lado, Benedick se movió hasta el borde de la cama y se quitó las medias. Que Dios lo protegiera de las señoritas remilgadas. Era una criada, por el amor de Dios. Aun en el caso de que fuera virgen, y dado su comportamiento, sospechaba que lo era, sin duda habría visto un cuerpo masculino. Las criadas se pasaban la vida entrando y saliendo de las habitaciones sin golpear a la puerta, llevando sábanas, toallas y lo que fuera. Era inconcebible que ella no se hubiera encontrado nunca ante un hombre desnudo.
Se quitó las calzas, tarea nada fácil, puesto que la tela estaba más que mojada y tuvo que desprendérsela de la piel. Cuando estaba totalmente desnudo, arqueó una ceja mirando la espalda de Sophie. Ella estaba muy rígida, con las manos fuertemente apretadas en puños a los costados.
Sorprendido, cayó en la cuenta de que verla lo hacía sonreír.
Comenzaba a sentirse un poco débil, y le llevó dos intentos lograr levantar la pierna lo suficiente para meterse en la cama. Con considerable esfuerzo se inclinó y levantó el borde del edredón, se arrastró un poco debajo y se cubrió el cuerpo. Por fin, absolutamente extenuado, apoyó la cabeza en la almohada y emitió un gemido.
– ¿Cómo se siente? -preguntó Sophie.
– Bien -trató decir con un enorme esfuerzo, pero lo que le salió fue una especie de «bomm».
La oyó moverse, y cuando logró reunir algo de energía, medio abrió un párpado. Ella estaba junto a la cama. Parecía preocupada.
Sin saber por qué, encontró agradable eso. Hacía mucho tiempo que una mujer que no fuera pariente estuviera preocupada por su bienestar.
– Estoy bien -dijo entre dientes, tratando de sonreírle tranquilizador.
Pero la voz le sonó como si viniera de un largo y angosto túnel. levantó una mano y se tiró la oreja. Le parecía que su boca hablaba tenue; el problema tenía que ser del oído.
– ¿Señor Bridgerton? ¿Señor Bridgerton?
Volvió a abrir un párpado.
– Vaya a acostarse -gruñó-. Séquese.
– ¿Está seguro?
Él asintió. Ya le resultaba muy difícil hablar.
– Muy bien. Pero voy a dejar abierta su puerta. Si necesita algo, llámeme.
Él volvió a asentir, o al menos lo intentó. Y al instante se quedó dormido.
Sophie tardó escasamente un cuarto de hora en los preparativos para acostarse. Estimulada por una sobreabundancia de energía nerviosa, se quitó la ropa mojada, se puso la seca y encendió el hornillo de su habitación, pero tan pronto como su cabeza tocó la almohada cayó rendida por un agotamiento total y absoluto, que parecía proceder de sus mismos huesos.