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El señor Crabtree sonrió de oreja a oreja.

– ¡Considérelo hecho!

– Ahí está -anunció la señora Crabtree-. Ay, Dios de los cielos.

– ¿Qué pasa, querida? preguntó el señor Crabtree caminando lentamente hacia la puerta.

– La pobre criatura no puede llevar una bandeja y sujetarse las calzas al mismo tiempo -contestó ella, riendo compasiva.

– ¿No la va a ayudar? -preguntó Benedict.

– Sí, claro que sí -contestó ella y echó a andar.

– Vuelvo enseguida -dijo el señor Crabtree a Benedict, por encima del hombro-. No quiero perderme esto.

– ¡Que alguien le busque un maldito cinturón a la muchacha!-gritó Benedict, malhumorado.

No encontraba nada justo que todos salieran al corredor a ver el espectáculo mientras él estaba clavado en la cama.

Y ciertamente estaba clavado. La sola idea de levantarse lo mareaba.

Esa noche debió haber estado más grave que lo que pensó. Ya no sentía la necesidad de toser cada pocos segundos, pero sentía el cuerpo agotado, exhausto. Le dolían los músculos y le ardía la garganta de irritación. Hasta las muelas le dolían un poco.

Tenía vagos recuerdos de Sophie atendiéndolo. Le había puesto compresas frías en la frente, había estado velando al lado de la cama, incluso le había cantado una canción de cuna. Pero nunca logró verle la cara. La mayor parte del tiempo no había tenido la energía para abrir los ojos, y cuando lograba abrirlos, la habitación estaba oscura, y ella siempre estaba en las sombras, recordándole a…

Contuvo el aliento, y el corazón se le desbocó en el pecho, porque en un repentino relámpago de claridad, recordó su sueño.

Había soñado con «ella».

No era un sueño nuevo, aunque hacía meses que no lo tenía. No era una fantasía para inocentes tampoco. Él no era ningún santo, y cuando soñaba con la mujer del baile de máscaras, ella no llevaba su vestido plateado.

No llevaba nada encima, pensó sonriendo pícaramente.

Pero lo que lo asombraba era que ese sueño le hubiera vuelto después de tantos meses dormido. ¿Era algo que tenía Sophie lo que se lo hizo volver? Había supuesto, había deseado, que la desaparición de ese sueño significara que había acabado su obsesión por ella.

Era evidente que no.

Ciertamente Sophie no se parecía a la mujer con la que bailó hacía dos años. Su pelo no era del mismo color, y era demasiado delgada. Recordaba claramente las exuberantes curvas de la mujer enmascarada en sus brazos; comparada con ella, bien se podía decir que Sophie era escuálida. Sí, tal vez su voz se parecía un poco, pero tenía que reconocer que con el paso del tiempo sus recuerdos habían ido perdiendo nitidez y ya no recordaba con toda claridad la voz de su mujer misteriosa. Además, la pronunciación de Sophie, si bien excepcionalmente refinada para ser una criada, no era de tan buen tono como la de «ella».

Soltó un bufido de frustración. Como detestaba llamarla «ella». Ése le parecía el más cruel de los secretos de «ella»: se había negado a decirle su nombre. Una parte de él deseaba que le hubiera mentido, diciéndole un nombre falso. Así por lo menos habría tenido cómo llamarla cuando pensaba en ella.

Un nombre para susurrar por la noche, cuando miraba por la ventana pensando dónde demonios estaría.

Sonidos de pasos, tropiezos y choques procedentes del corredor, le impidieron seguir reflexionando. El señor Crabtree fue el primero en volver, tambaleante bajo el peso de la bandeja con la comida para el desayuno.

– ¿Qué les ocurrió a ellas? -preguntó Benedict, mirando la puerta con expresión desconfiada.

– La señora Crabtree fue a buscarle ropa adecuada a Sophie -repuso el señor Crabtree dejando la bandeja en el escritorio-. ¿Jamón o tocino?

– Las dos cosas. Estoy muerto de hambre. ¿Y qué demonios quiso decir ella con «ropa adecuada»?

– Un vestido, señor Bridgerton. Eso es lo que usan las mujeres.

Benedict consideró seriamente la posibilidad de arrojarle el cabo de la vela.

– Quise decir -explicó, con una paciencia que él habría calificado de santa-, ¿dónde va a encontrar un vestido?

El señor Crabtree se acercó tranquilamente y le instaló en el regazo una bandeja con patas con el plato de comida.

– La señora Crabtree tiene varios vestidos extras, y siempre tiene mucho gusto en prestarlos.

Benedict se atragantó con el bocado de huevo que acababa de echarse en la boca.

– La señora Crabtree no tiene la misma talla de Sophie.

– Tampoco usted -observó el señor Crabtree-, y bien que ella llevaba sus ropas.

– Creí oírle decir que las calzas se le cayeron en la escalera.

– Bueno, ya no tenemos que preocuparnos de eso con el vestido. No creo que le pasen los hombros por el agujero del cuello.

Benedict decidió que su cordura estaría más segura si se ocupaba de sus asuntos, y dedicó toda su atención al desayuno.

Ya iba en su tercer plato cuando apareció la señora Crabtree en la puerta.

– Aquí estamos -anunció.

Entonces apareció Sophie, prácticamente sumergida en el voluminoso vestido de la señora Crabtree. Aparte de los tobillos, claro. La señora Crabtree era su buen medio palmo más baja.

– ¿No está monísima? -dijo la señora señora Crabtree, sonriendo de oreja a oreja.

– Ah, sí, sí -repuso Benedict, curvando los labios.

Sophie lo miró indignada.

– Tendrá abundante espacio para el desayuno -dijo él, bravamente.

– Sólo lo llevará hasta que yo le haga limpiar su ropa -explicó la señora Crabtree-. Pero por lo menos es decente. -Se acercó a la cama-. ¿Cómo está su desayuno, señor Bridgerton?

– Delicioso. No había comido tan bien desde hace meses.

La señora Crabtree se inclinó a susurrarle:

– Me gusta su Sophie. ¿Nos la podríamos quedar?

Benedict volvió a atragantarse. Con qué, no lo sabía, pero se atragantó de todos modos.

– ¿Qué?

– Ya no somos tan jóvenes el señor Crabtree y yo. No nos iría mal otro par de manos aquí.

– Eh… esto… yo… bueno… -se aclaró la garganta-. Lo pensaré.

– Excelente. -La señora Crabtree volvió hasta la puerta y cogió a Sophie por el brazo-. Usted viene conmigo. El estómago le ha estado gruñendo toda la mañana. ¿Cuándo comió por última vez?

– Ehh… en algún momento ayer, diría yo.

– ¿Ayer a qué hora? -insistió la señora Crabtree.

Benedict tuvo que ponerse la servilleta en la boca para ocultar su sonrisa. Sophie parecía estar totalmente arrollada. La señora Crabtree tendía a hacerle eso a las personas.

– Eh… bueno, en realidad…

La señora Crabtree se plantó las manos en las caderas. Benedict sonrió. Una buena le esperaba a Sophie.

– ¿Me va a decir que ayer no comió en todo el día? -bramó la señora Crabtree.

Sophie miró desesperada a Benedict.

Él contestó con un encogimiento de hombros que le decía «no busques ayuda en mí». Además, disfrutaba viendo el cariño con que la trataba la señora Crabtree. Estaba dispuesto a apostar que esa pobre muchacha no había sido tratada con cariño desde hacía años.

– Ayer estuve muy ocupada -dijo Sophie, evadiendo la respuesta.

Benedict frunció el ceño. Lo más probable era que estuviera ocupada huyendo de Phillip Cavender y de la manada de idiotas que llamaba amigos.

La señora Crabtree hizo sentar a Sophie en el asiento del escritorio.

– Coma -le ordenó.

Benedict la observó comer. Era evidente que ella intentaba hacer uso de sus mejores modales, pero el hambre debió ganar la batalla, porque pasado un minuto estaba prácticamente zampándose la comida.

Sólo cuando cayó en la cuenta de que tenía las mandíbulas fuertemente apretadas comprendió que estaba absolutamente furioso. Con quién, no lo sabía exactamente, pero no le gustaba ver a Sophie tan hambrienta.