Cada vez que él la trataba como a una persona real (y sabía por experiencia que la mayoría de los aristócratas no tratan a sus criados como a nada parecido ni remotamente a una persona real) la hacía recordar el baile de máscaras, cuando por una noche perfecta ella fue una dama elegante, el tipo de mujer que tenía el derecho a soñar con un futuro con Benedict Bridgerton.
Él actuaba como si ella realmente le cayera bien y disfrutara de su compañía. Y tal vez era así. Pero eso tenía el efecto más cruel de todos, porque la estaba haciendo amarlo, haciendo creer a una pequeña parte de ella que tenía el derecho a soñar con él.
Y luego, inevitablemente, tenía que recordar la verdad de la situación y eso le dolía muchísimo.
– ¡Ah, está ahí, señorita Sophie!
Levantó la vista del suelo, donde había estado siguiendo distraídamente las figuras del parquet, para mirar a la señora Crabtree que venía bajando la escalera.
– Buen día, señora Crabtree. ¿Cómo va ese estofado?
– Bien, muy bien -repuso la señora Crabtree, distraída-. Nos escasearon un poco las zanahorias, pero creo que va a estar muy sabroso de todos modos. ¿Ha visto al señor Bridgerton?
Sophie la miró sorprendida.
– En su habitación, hace sólo un minuto.
– Pues, ahora no está ahí.
– Creo que quería usar el orinal.
La señora Crabtree ni siquiera se sonrojó; ése era el tipo de cosas que solían hablar los criados acerca de sus empleadores.
– Bueno, si lo usó, no lo usó, si sabe lo que quiero decir. La habitación olía fresca como un día de primavera.
– ¿Y no estaba allí? -preguntó Sophie, ceñuda.
– Ni el pelo.
– No me imagino adónde podría haber ido.
La señora Crabtree se plantó las manos en sus anchas caderas.
– Yo lo buscaré abajo y usted arriba. Seguro que una de las dos lo encuentra.
– No me parece buena idea, señora Crabtree. Si salió de su habitación debía tener una buena razón. Lo más probable es que no desee que lo encuentren.
– Pero es que está enfermo -alegó la señora Crabtree.
Sophie reflexionó sobre eso, trayendo su imagen a la mente. Su piel tenía un color saludable, y no se veía cansado en lo más mínimo.
– De eso no estoy muy segura, señora Crabtree -dijo al fin-. A mí me parece que se finge enfermo a propósito.
– No sea tonta -bufó la señora Crabtree-. El señor Bridgerton jamás haría una cosa así.
– Yo tampoco lo habría creído -repuso Sophie, encogiéndose de hombros-, pero de verdad, ya no parece estar ni un poquito enfermo.
– Eso es mi tónico -aseguró la señora Crabtree, asintiendo satisfecha-. Ya le dije cómo aceleraría su recuperación.
Sophie había visto al señor Crabtree vaciar las dosis de tónico en los rosales, y también había visto las consecuencias; no era una vista agradable. Cómo se las arregló para sonreír y asentir, jamás lo sabría.
– Bueno, a mí me gustaría saber adónde fue -dijo la señora Crabtree-. No debería estar levantado, y lo sabe.
– Seguro que no tardará en volver -le aseguró Sophie en tono tranquilizador-. Mientras tanto, ¿necesita ayuda en la cocina?
– No, no -contestó la señora Crabtree negando con la cabeza-. Lo único que necesita ese estofado es cocerse. Usted es una invitada aquí y no debería tener que mover ni un dedo.
– No soy una invitada -protestó Sophie.
– Bueno, ¿qué es, entonces?
Eso hizo pensar a Sophie.
– No tengo idea -repuso finalmente-, pero ciertamente no soy una invitada. Una invitada sería… una invitada sería… -intentó de encontrarles algún sentido a sus pensamientos y sentimientos.
Supongo que una invitada sería una persona que fuera de la misma clase social, o por lo menos aproximada. Una invitada sería una persona que nunca hubiera tenido que servir a otra, ni fregar suelos, ni vaciar orinales. Una invitada sería…
– Cualquier persona a la que el dueño de la casa decida invitar como huésped -replicó la señora Crabtree-. Eso es lo bueno de ser el dueño de la casa. Usted puede hacer lo que desee. Y debería dejar de menospreciarse. Si el señor Bridgerton ha decidido considerarla huésped de su casa, usted debería aceptar su juicio y pasarlo bien. ¿Cuándo fue la última vez que pudo vivir cómodamente sin tener que romperse los dedos trabajando a cambio?
– No creo que él me considere una huésped en su casa -musitó Sophie-. Si fuera así, habría instalado a una persona que me acompañara, para proteger mi reputación.
– Como si yo fuera a permitir algo incorrecto en mi casa -protestó la señora Crabtree, erizada.
– No, claro que usted no lo permitiría. Pero tratándose de la reputación, la apariencia es tan importante como la realidad. Y a los ojos de la sociedad, un ama de llaves no cuenta como acompañante, por muy estricta y pura que sea su moralidad.
– Si eso es cierto, entonces necesita una acompañante, señorita Sophie.
– No sea tonta. No necesito acompañante porque no soy de la clase de él. A nadie le importa que una criada viva y trabaje en la casa de un hombre soltero. Nadie piensa mal de ella, y ciertamente ningún hombre que la considerara para casarse con ella la consideraría deshonrada. Así son las cosas en el mundo -añadió, encogiéndose de hombros-. Y es evidente que el señor Bridgerton piensa así, lo reconozca o no, porque ni una sola vez ha dicho que es indecoroso que yo esté aquí.
– Bueno, pues, a mí no me gusta -declaró la señora Crabtree-. No me gusta nada, nada.
Sophie no pudo dejar de sonreír, porque encontraba muy consolador que al ama de llaves le importara.
– Creo que voy a salir a caminar. Siempre que esté usted segura de que no necesita ayuda en la cocina. Y aprovechando -añadió con una sonrisa irónica- que me encuentro en esta rara y nebulosa posición. Puede que no sea una huésped, pero es la primera vez en muchos años que no soy una criada, y voy a disfrutar de mi tiempo libre mientras pueda.
– Eso, señorita Sophie, haga eso -dijo la señora Crabtree, dándole una cordial palmadita en el hombro-. Y coja alguna flor para mí mientras pasea.
Sophie se dirigió a la puerta sonriendo de oreja a oreja. El día estaba precioso, más cálido y soleado de lo que correspondía a la estación, y el aire estaba impregnado con la dulce fragancia de las flores de primavera. Ya no recordaba la última vez que dio un paseo por el simple placer de disfrutar del aire fresco.
Benedict le había hablado de una laguna que había en las cercanías; tal vez podría caminar hacia allá, e incluso meter los pies en el agua si se sentía particularmente osada.
Miró hacia el cielo y le sonrió al sol. El aire estaba cálido, pero seguro que el agua todavía estaría helada; sólo era comienzos de mayo. De todos modos, sería agradable. Cualquier cosa que representara tiempo de ocio y momentos apacibles y solitarios sería agradable.
Con el ceño fruncido se detuvo un momento a observar el horizonte, pensativa. Benedict había dicho que el lago estaba situado al sur de Mi Cabaña. Si seguía una ruta hacia el sur se internaría en un trozo de bosque muy denso. Pero bueno, un poco de ejercicio no la mataría.
Se adentró en el bosque, y fue abriéndose paso, saltando por encima de las enormes raíces, apartando las ramas bajas y sintiéndolas golpearle la espalda con despreocupada relajación. Arriba se filtraban débiles rayitos de sol por entre el follaje de la bóveda formada por las copas de los árboles, y cerca del suelo más parecía anochecer que mediodía.
Más adelante divisó un claro, el que supuso debía ser la laguna. Cuando ya estaba cerca, vio el brillo del sol en el agua, y exhaló un largo suspiro de satisfacción, feliz por no haber errado el camino.
Pero al acercarse más oyó ruido de chapoteos, y con igual cantidad de terror y curiosidad, comprendió que no estaba sola.