– Le daré alcance -continuó él- porque soy más fuerte y más rápido. Y podría sentirme obligado a arrojarla al suelo para impedir que escape.
Los ruidos de movimiento cesaron por completo.
– Bien -gruñó-. Muéstrese.
Ella no apareció.
– Sophie -dijo él, en tono amenazador.
Pasado un instante de silencio, se oyeron unos pasos lentos y vacilantes, y entonces la vio, de pie a la orilla, con ese horrible vestido que deseaba ver hundido en el fondo del Támesis.
– ¿Qué hace aquí? -le preguntó.
– Salí a caminar. ¿Y qué hace usted aquí? Se supone que está enfermo. Eso -hizo un amplio gesto con el brazo, abarcándolo a él y al lago- de ninguna manera puede ser bueno para usted.
– ¿Me ha seguido? -preguntó él, pasando por alto la pregunta y el comentario de ella.
– Desde luego que no -repuso ella.
Él la creyó. No la creía poseedora del talento de actriz necesario para fingir ese grado de virtud.
– Jamás le seguiría hasta un pozo para bañarse -continuó ella-. Sería indecente.
Y entonces se le puso roja la cara, porque los dos sabían que ese argumento no tenía ni una pata para sostenerse. Si a ella le importaba tanto la decencia, se habría marchado del lago en el instante mismo en que lo vio, ya fuera por casualidad o no.
Él sacó una mano del agua y la apuntó hacia ella, e hizo un giro con la muñeca, indicándole que se diera media vuelta.
– Déme la espalda y espéreme -le ordenó-. Sólo tardaré un momento en ponerme la ropa.
– Volveré a la casa -ofreció ella-, así tendrá más libertad de movimiento y…
– Se quedará -interrumpió él, con voz firme.
– Pero…
Él se cruzó de brazos.
– ¿Tengo el aspecto de estar de humor para que se me discuta?
Ella lo miró con expresión sublevada.
– Si huye, le daré alcance -le advirtió él.
Sophie observó la distancia que los separaba y luego intentó calcular la distancia hacia Mi Cabaña. Si él se detenía a ponerse la ropa podría tener el tiempo para escapar, pero si no…
– Sophie, casi veo el vapor que le sale por las orejas. Deje de atormentar a su cerebro con inútiles cálculos matemáticos y haga lo que le pedí.
Ella notó que se le movía un pie. Si era por la urgencia de echar a correr de vuelta a casa o simplemente para darse media vuelta, jamás lo sabría.
– Ya -ordenó él.
Soltando un suspiro y un gruñido audibles, Sophie se cruzó de brazos, se giró y fijó la vista en el hueco de un nudo del árbol que tenía al frente, como si su vida dependiera de ello.
El infernal hombre no era en absoluto silencioso para hacer sus cosas, y aunque lo intentó, no fue capaz de dejar de escuchar y tratar de identificar cada uno de los sonidos de movimiento que oía detrás. Iba saliendo del agua, estaba cogiendo las calzas, empezaba a…
Un desastre; tenía una imaginación tremendamente perversa, y no había manera de evitarlo.
Él tendría que haberla dejado volver a la casa; pero no, la obligó a esperar, absolutamente humillada, mientras se vestía. Sentía la piel como si se la estuvieran quemando, y no le cabía duda de que tenía las mejillas de ocho tonalidades de rojo. Un caballero le habría permitido ir a esconder su vergüenza en su habitación de la parte de atrás de la casa y permanecer ahí lo menos tres días, a ver si en ese tiempo él olvidaba todo el asunto.
Pero era evidente que Benedict Bridgerton estaba resuelto a no ser caballeroso esa tarde, porque cuando movió uno de los pies, sólo para flexionar los dedos, que se le estaban adormeciendo, ¡de verdad!, él no dejó pasar medio segundo para gruñir:
– Ni se le ocurra.
– No me iba a marchar -protestó ella-. Se me estaba durmiendo el pie. ¡Y dése prisa! No es posible que tarde tanto en vestirse.
– ¿Ah no? -se burló él con voz arrastrada.
– Sólo hace esto para torturarme -masculló ella.
– Siéntase libre para mirarme en cualquier momento -dijo él, con la voz matizada de tranquila diversión-. Le aseguro que le pedí que me diera la espalda sólo para respetar sus sensibilidades, no las mías.
– Estoy bien donde estoy -repuso ella.
Al cabo de lo que a ella le pareció una hora pero que tal vez sólo fueron tres minutos, lo oyó decir:
– Ahora puede volverse.
Casi sintió miedo de hacerlo; él tenía ese tipo de sentido del humor perverso que lo impulsaría a ordenarle que se volviera antes de que hubiera terminado de vestirse.
Pero decidió creerle, aunque, la verdad, no tenía mucha opción en el asunto; se volvió. Con enorme alivio, y no poca desilusión, tuvo que reconocer si quería ser sincera consigo misma, comprobó que él estaba decentemente vestido, eso si no se tomaban en cuenta las manchas del agua que había pasado de su piel a la tela.
– ¿Por qué no me permitió volver a la casa? -le preguntó.
– La quería aquí -repuso él tranquilamente.
– Pero ¿por qué?
Él se encogió de hombros.
– Pues, no lo sé. Tal vez para castigarla por haber estado espiándome.
– No estaba… -comenzó ella automáticamente, pero interrumpió la frase, porque sí que había estado espiándolo.
– Inteligente muchacha -musitó él.
Ella lo miró enfurruñada. Le habría gustado decirle algo absolutamente divertido e ingenioso, pero tuvo la sensación de que si dejaba salir algo por la boca sería todo lo contrario, así que se mordió la lengua. Mejor ser una tonta callada que una habladora.
– Es de muy mala educación espiar al anfitrión -dijo él, poniéndose las manos en la cadera y arreglándoselas para adoptar un aire autoritario y relajado al mismo tiempo.
– Fue una casualidad -arguyó ella.
– Ah, eso se lo creo. Pero aunque no tenía la intención de espiarme, queda el hecho de que cuando se le presentó la oportunidad la aprovechó.
– ¿Y es muy raro eso?
– No, no, en absoluto. Yo habría hecho exactamente lo mismo.
Ella lo miró boquiabierta.
– No finja estar ofendida.
– No estoy fingiendo.
Él se le acercó un poco.
– A decir verdad, me siento muy halagado.
– Fue una curiosidad académica, se lo aseguro -dijo ella entre dientes.
La sonrisa de él se hizo irónica.
– ¿Quiere decir que habría espiado a cualquier hombre desnudo que hubiera encontrado?
– ¡Desde luego que no!
– Como he dicho -dijo él con voz arrastrada, apoyando la espalda en un árbol-, me siento halagado.
– Bueno, ahora que hemos establecido eso -dijo ella, sorbiendo por la nariz-, voy a volver a Su Cabaña.
Sólo había dado dos pasos cuando él alargó la mano y la cerró en un trocito de la tela del vestido.
– Creo que no.
Sophie giró la cabeza y lo obsequió con un cansino suspiro.
– Ya me ha avergonzado sin remedio. ¿Qué más podría desear hacerme?
– Ésa es una pregunta muy interesante -musitó él, haciéndola girar y tironeándola hacia él.
Sophie trató de plantar firmemente los talones en el suelo, pero no tenía fuerza para resistirse al tironeo de su mano. Avanzó un paso, medio tropezándose, y se encontró a sólo unas pulgadas de él. De pronto sintió el aire caliente, tremendamente caliente, y tuvo la extraña sensación de que ya no sabía mover las manos ni los pies. Le hormigueaba la piel, sentía desbocado el corazón, y el maldito se limitaba a mirarla fijamente, sin mover un solo músculo ni salvar lo que quedaba de distancia entre ellos.
Sólo la miraba.
– ¿Benedict? -susurró, olvidando que todavía lo llamaba señor Bridgerton.
Él sonrió, una sonrisa leve, perspicaz, una sonrisa que a ella le hizo bajar estremecimientos por toda la columna hasta otra parte.
– Me gusta cuando me llamas por mi nombre -dijo él.
– No fue mi intención -reconoció ella. Él le puso un dedo sobre los labios.