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– Shh. No me digas eso. ¿No sabes que eso no es lo que le gusta oír a un hombre?

– No tengo mucha experiencia con hombres.

– Bueno, eso sí es algo que a un hombre le gusta oír.

– ¿Sí? -preguntó ella, dudosa.

Sabía que los hombres desean inocencia en sus esposas, pero claro, Benedict no iba a casarse con una muchacha como ella.

Él le pasó la yema del dedo por la mejilla.

– Es lo que deseo oír de ti.

Una suave bocanada de aire pasó por los labios de Sophie, al ahogar una exclamación. La iba a besar.

La iba a besar. Eso era lo más maravilloso y espantoso que podía ocurrir.

Pero, ay, cómo deseaba eso.

Sabía que lo lamentaría al día siguiente. Se le escapó una risita ahogada. ¿A quién quería engañar? Lo lamentaría dentro de diez minutos. Pero se había pasado los dos últimos años recordando cómo era estar en sus brazos, y no sabía si lograría pasar el resto de sus días sin tener por lo menos un recuerdo más para mantenerse viva.

Él subió suavísimamente el dedo de la mejilla a la sien y desde allí lo pasó por su ceja, alborotándole el suave vello, y continuó hasta el puente de la nariz.

– Qué bonita -musitó-, como un hada de cuento. A veces pienso que no puedes ser real.

La única respuesta de ella fue acelerar la respiración.

– Creo que te voy a besar -susurró él.

– ¿Crees?

– Creo que tengo que besarte -repuso él, con una expresión como si no creyera lo que decía-. Es como respirar; uno no tiene mucha opción en el asunto.

El beso de Benedict fue atormentadoramente tierno. Sus labios le rozaron los de ella en una caricia ligera como la de una pluma, de un lado a otro con la más levísima fricción. Fue absolutamente impresionante, pero hubo algo más, algo que la hizo sentirse mareada y débil. Se cogió de sus hombros, pensando por qué se sentía tan desequilibrada y rara, y de pronto lo comprendió.

Era igual que antes.

El modo como sus labios rozaban los de ella, con tanta suavidad y dulzura, el modo de empezar con lenta estimulación, no imponiéndose con violencia, era igual al que empleara en el baile de máscaras. Después de dos años de sueños, por fin estaba reviviendo el único y más exquisito momento de su vida.

– Estás llorando -dijo él, acariciándole la mejilla.

Sophie pestañeó y se pasó la mano por la cara para limpiarse unas lágrimas que no había notado caer.

– ¿Quieres que pare? -susurró él.

Ella negó con la cabeza. No, no quería que parara. Deseaba que la besara tal como la besó esa noche, en que la suave caricia dio paso a una unión más apasionada. Y deseaba que la besara más, porque esta vez el reloj no iba a dar las campanadas de medianoche y no tendría que escapar.

Y deseaba que él supiera que ella era la mujer del baile de máscaras. Y al mismo tiempo deseaba desesperadamente que no la reconociera nunca. Y estaba tan condenadamente confusa y…

Y él la besó.

La besó de verdad, con labios ardientes, y lengua voraz, con toda la pasión y el deseo que podría desear una mujer jamás. La hacía sentirse hermosa, preciosa, valiosa, tratándola como a una mujer, no como a una sirvienta, y hasta ese momento ella no había caído en la cuenta de cuánto echaba en falta que la trataran como a una persona. La gente bien y los aristócratas no veían a los criados, y procuraban no oírlos, y cuando se veían obligados a hablar con ellos, hacían la conversación lo más corta y superficial posible.

Pero cuando Benedict la besaba se sentía real.

Y cuando la besaba, lo hacía con todo el cuerpo. Sus labios, que comenzaran el beso con esa suavísima reverencia, estaban voraces y exigentes sobre los de ella. Sus manos, tan grandes y fuertes que parecían cubrirle toda la espalda, la estrechaban con una fuerza que le quitaba el aliento.

Y su cuerpo, santo Dios, debería ser ilegal la forma como lo apretaba contra el de ella, traspasándole su calor a través de la ropa, perforándole hasta el alma.

La hacía estremecerse; la hacía derretirse.

La hacía desear entregarse a él, algo que había jurado no hacer jamás fuera del sacramento del matrimonio.

– Oh, Sophie -musitó él con voz ronca, sus labios rozándole los de ella-. Nunca había sentido…

Ella se tensó, porque estaba bastante segura de que le diría que nunca se había sentido así antes, y no sabía qué sentiría ella al oír eso.

Por un lado, era fascinante ser la única mujer que lo hacía sentirse así, lo mareaba de deseo y necesidad. Por otro lado, la había besado antes. ¿No había sentido la misma exquisita tortura entonces también?

Cielo santo, ¿iba a sentir celos de sí misma? Él apartó la boca media pulgada.

– ¿Qué pasa?

Ella negó con un leve movimiento de la cabeza.

– Nada.

Él le puso un dedo bajo el mentón y le levantó la cara.

– No me mientas, Sophie. ¿Qué te pasa?

– Es… s… sólo que es… estoy nerviosa -medio tartamudeó ella-. Eso es todo.

Él entrecerró los ojos, con expresión de preocupada incredulidad.

– ¿Estás segura?

– Absolutamente segura. -Se liberó de sus brazos y se apartó unos pasos, pasándose los brazos por el pecho, abrazándose-. No hago este tipo de cosas, ¿sabes?

Mientras ella se alejaba él le observó atentamente la postura de la espalda: expresaba desolación.

– Lo sé -dijo dulcemente-. No eres el tipo de muchacha que lo haría.

Ella soltó una risita, y aunque no se volvió a mirarlo, él se imaginó su expresión.

– ¿Cómo sabes eso?

– Es evidente en todo lo que haces.

Ella no se volvió. No contestó nada.

Y entonces, antes de tener una idea de lo que iba a decir, a él le salió de la boca una pregunta de lo más extraña:

– ¿Quién eres, Sophie? ¿Quién eres en realidad?

Ella continuó sin volverse, y cuando habló, su voz sonó apenas más fuerte que un susurro.

– ¿Qué quieres decir?

– Algo no encaja bien -explicó él-. Hablas demasiado bien para ser una criada.

– ¿Es un delito desear hablar bien? -preguntó ella pasando nerviosamente la mano por los pliegues de su falda-. No se puede llegar muy lejos en este país con una dicción inculta.

– Se podría argumentar que no has llegado muy lejos con eso -dijo él, con intencionada suavidad.

Los brazos de ella se transformaron en garrotes; unos rígidos garrotes con pequeños puños en los extremos.

Y mientras él esperaba que dijera algo, ella echó a andar, alejándose.

– Espera -gritó. En tres zancadas le dio alcance, la cogió por la cintura y la obligó a girarse hacia él-. No te vayas.

– No es mi costumbre continuar en la compañía de las personas que me insultan.

Benedict casi se encogió, al tiempo que comprendía que siempre lo acosaría la angustiada expresión que vio en sus ojos.

– No era un insulto -le dijo-, y lo sabes. Sólo dije la verdad. No estás hecha para ser una criada, Sophie. Eso está claro para mí y debería estarlo para ti.

Ella se rió, con un sonido duro, frágil, que él nunca se habría imaginado oír en ella.

– ¿Y qué me aconseja que haga, señor Bridgerton? ¿Que busque empleo como institutriz?

A él eso le pareció una buena idea, y abrió la boca para decírselo, pero ella le cortó la palabra:

– ¿Y quién cree que me contrataría?

– Bueno…

– Nadie -ladró ella-. Nadie me contrataría. No tengo recomendaciones y me veo demasiado joven.

– Y bonita -añadió él, tristemente.

Jamás había pensado en el asunto de contratar institutrices, pero sabía que normalmente la tarea recaía en la madre, en la señora de la casa. El sentido común le decía que ninguna madre querría introducir en su casa a una jovencita tan bonita. Sólo había que ver lo que Sophie tuvo que soportar a manos de Phillip Cavender.

– Podrías ser la doncella de una señora -sugirió-. Por lo menos así no tendrías que limpiar orinales.