– Se llevaría una sorpresa -masculló ella.
– ¿Dama de compañía de una señora anciana?
Ella exhaló un suspiro. Fue un suspiro triste, cansino, que casi le rompió el corazón a él.
– Es usted muy amable al querer ayudarme -le dijo ella-, pero ya he explorado todos esos caminos. Además, no soy responsabilidad suya.
– Podrías serlo.
Ella lo miró sorprendida.
En ese momento él supo que tenía que tenerla. Había una conexión entre ellos, un vínculo extraño, inexplicable, que sólo había sentido otra única vez en su vida, con la dama misteriosa del baile de máscaras. Y mientras ella se había marchado, se había desvanecido en el aire, Sophie era muy real. Estaba cansado de espejismos. Deseaba una mujer a la que pudiera ver, tocar.
Y ella lo necesitaba. Tal vez ella no lo comprendiera todavía, pero lo necesitaba. Le cogió la mano y le dio un tirón, haciéndola perder el equilibrio, y la estrechó contra él cuando ella cayó sobre su cuerpo.
– ¡Señor Bridgerton! -gritó ella.
– Benedict -corrigió él con los labios en su oído.
– Suélt…
– Di mi nombre -insistió él.
Sabía ser muy tenaz cuando convenía a sus intereses, y no la iba a soltar mientras no oyera salir su nombre de pila de sus labios.
Y tal vez incluso ni entonces.
– Benedict -cedió ella al fin-. Yo…
– Shh.
La silenció con la boca, mordisqueándole la comisura de los labios. Cuando ella se ablandó y se relajó en sus brazos, él se apartó un poco, justo lo suficiente para mirarla a los ojos. Sus ojos estaban de un verde increíble a esa hora de la tarde, profundos como para ahogarse.
– Quiero que vengas a Londres conmigo -le susurró, hablando a borbotones para eliminar la posibilidad de considerar sus palabras-. Vente a vivir conmigo.
Ella lo miró sorprendida.
– Sé mía -continuó él, con la voz ronca y urgente-. Se mía ahora mismo. Sé mía eternamente. Te daré todo lo que desees. Lo único que quiero a cambio eres tú.
Capítulo 12
Continúan las numerosas elucubraciones acerca de la desaparición de Benedict Bridgerton. Según Eloise Bridgerton, que siendo su hermana debe saberlo, él tendría que haber vuelto a la ciudad hace varios días.
Pero como ciertamente debe de reconocer Eloise, un hombre de la edad y talla del señor Bridgerton no tiene ninguna necesidad de informar de su paradero a su hermana menor.
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 9 de mayo de 1817.
– Quieres que sea tu querida -dijo ella secamente.
Él la miró confundido, aunque ella no logró discernir si eso se debía a que su afirmación era demasiado obvia o a que no le gustó su elección de palabras.
– Quiero que estés conmigo -insistió él.
El momento era espantosamente doloroso, sin embargo ella se sorprendió casi sonriendo.
– ¿En qué difiere eso de ser tu querida?
– Sophie…
– ¿En qué es diferente? -repitió ella, con la voz casi estridente.
– No lo sé, Sophie -repuso él, impaciente-. ¿Tiene importancia?
– Para mí, sí.
– Muy bien -dijo él, en tono cortante-. Muy bien. Sé mi querida y ten esto.
Ella escasamente tuvo tiempo para ahogar una exclamación cuando los labios de él descendieron sobre los suyos con una pasión que le convirtió en agua las rodillas. Ése no era un beso como los anteriores; era violento de necesidad y mezclado con una extraña rabia.
Le devoraba la boca en una primitiva danza de pasión; sus manos parecían estar en todas partes, sobre sus pechos, alrededor de la cintura e incluso debajo de la falda; las deslizaba por su piel, acariciando, amasando, frotando. Y todo el tiempo la tenía tan fuertemente apretada contra él que ella pensó que se iba a derretir y meterse en su piel.
– Te deseo -dijo él ásperamente, buscando con los labios la hendidura de la base de la garganta-. Te deseo ahora mismo, te deseo aquí.
– Benedict…
– Te deseo en mi cama -gruñó él-. Te deseo mañana. Te deseo pasado mañana.
Y ella era tan mala, tan débil, que se entregó al momento, arqueando el cuello hacia atrás para que él tuviera más fácil acceso. Era tan agradable sentir sus labios en la piel, produciéndole estremecimientos y hormigueos hasta el centro mismo de su ser. La hacía desearlo, desear todas las cosas que no podía tener y maldecir las que podía.
Y sin saber cómo, de pronto estaba en el suelo y él tendido allí con ella, la mitad de su cuerpo sobre el de ella. Era tan grande, tan potente, y en ese momento, tan perfectamente de ella. Una pequeña parte de su mente seguía funcionando y le decía que tenía que decir no, tenía que poner fin a esa locura, pero, Dios la amparase, no podía. No todavía.
Llevaba tanto tiempo soñando con él, tratando de recordar el aroma de su piel, el sonido de su voz. Habían sido muchísimas las noches en que las fantasías con él eran lo único que le hacía compañía.
Había vivido de sueños, y no era una mujer a la que se le hicieran realidad muchos. No deseaba perder ese todavía.
– Benedict -susurró, acariciándole los sedosos cabellos, y simulando que él no acababa de pedirle que fuera su amante, que ella era otra persona, cualquier otra.
Cualquier mujer, excepto la hija bastarda de un conde muerto, sin medios para mantenerse a no ser sirviendo a otros.
Al parecer sus murmullos lo envalentonaron, y la mano que llevaba rato haciéndole cosquillas detrás de la rodilla empezó a deslizarse hacia arriba, acariciándole y apretándole la suave piel del muslo. Años de arduo trabajo la habían hecho delgada, no rellenita y curvilínea como estaba de moda, pero a él no pareció importarle. De hecho, sintió más acelerados los latidos de su corazón y notó que la respiración le salía en resuellos más roncos.
– Sophie, Sophie, Sophie -gimió él, deslizándole frenético los labios por la cara hasta volver a encontrarle la boca-. Te necesito. -Apretó contra ella las caderas-. ¿Sientes cómo te necesito?
– Yo también te necesito -susurró ella.
Y sí que lo necesitaba. Dentro de ella había un fuego que llevaba años ardiendo suave. Verlo lo había atizado, reencendido, y su contacto era como queroseno, que la estaba incendiando.
Con los dedos de una mano él manipuló los grandes y feos botones de la espalda de su vestido.
– Voy a quemar esto -gruñó, acariciándole implacablemente la tierna piel de la corva de la rodilla con la otra mano-. Te vestiré de sedas y satenes. -Pasó la boca a la oreja, mordisqueándole el lóbulo y luego lamiéndole la piel que unía la oreja a la mejilla-. Te vestiré sin nada.
Ella se puso rígida. Él se las había arreglado para decir aquello que le recordaba por qué estaba ahí, por qué él la estaba besando. Eso no era amor, ni ninguna de las tiernas emociones con que había soñado; era pura lujuria. Y quería convertirla en una mujer mantenida.
Tal como fuera su madre.
Ay, Dios, qué tentador era eso, qué terriblemente tentador. Él le ofrecía una vida de ocio y lujos, una vida con él.
Al precio de su alma.
No, eso no era totalmente cierto, ni totalmente un problema. Ella sería capaz de vivir como la amante de un hombre. Los beneficios, ¿y cómo considerar la vida con Benedict otra cosa que beneficio?, podrían superar los inconvenientes. Pero si bien podía estar dispuesta a tomar esa decisión para su vida y reputación, no podía hacer eso para un hijo. ¿Y cómo podría no haber un hijo? Todas las amantes tenían hijos finalmente.
Emitiendo un atormentado sollozo, le dio un empujón y se apartó, rodando hacia el lado hasta ponerse en cuatro patas; después de recuperar el aliento, se puso de pie.
– No puedo hacer esto, Benedict -dijo, casi sin atreverse a mirarlo.
Él también se levantó.
– ¿Y eso por qué?