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Algo en él la pinchó; tal vez la arrogancia de su tono o la insolencia de su postura.

– Porque no quiero -espetó.

Él entrecerró los ojos, no con incredulidad sino con rabia.

– Hace unos segundos lo deseabas.

– No eres justo conmigo -dijo ella en voz baja-. No era capaz de pensar.

Él adelantó el mentón en actitud belicosa.

– No debes pensar. De eso se trata.

Ella se ruborizó y terminó de abotonarse la espalda del vestido. Él había hecho muy bien el trabajo de impedirle pensar. Casi había arrojado por la borda toda una vida de juramentos y moralidad, todo por un perverso beso.

– Bueno, no quiero ser tu querida -dijo otra vez.

Tal vez si lo repetía muchas veces se sentiría más segura de que él no lograría romperle las defensas.

– ¿Y qué vas a hacer? -siseó él-. ¿Trabajar de criada?

– Si es preciso, sí.

– Prefieres servir a la gente, pulirles la plata, fregarles sus malditos orinales, que venirte a vivir conmigo.

Ella sólo dijo una palabra, pero con voz grave y sincera:

– Sí.

A él le relampaguearon de furia los ojos.

– No te creo. Nadie haría esa elección.

– La he hecho.

– Eres una tonta.

Ella guardo silencio.

– ¿Comprendes a qué renuncias? -insistió él, gesticulando como un loco.

Lo había herido, comprendió ella. Lo había herido e insultado su orgullo, y él daba manotazos como un oso herido. Asintió, aun cuando él no la estaba mirando.

– Podría darte todo lo que desees -continuó él, mordaz-. Ropa, joyas, demonios, olvida la ropa y las joyas, podría darte un maldito techo sobre tu cabeza, que es más de lo que tienes ahora.

– Eso es cierto -repuso ella, tranquilamente.

Él se le acercó, perforándole los ojos con los suyos.

– Podría darte todo.

Ella se las arregló para continuar bien erguida y no echarse a llorar. E incluso se las arregló para mantener firme la voz al decir:

– Si crees que eso es todo, tal vez no entenderías por qué debo rehusar.

Retrocedió un paso con el fin de volver a Su Cabaña a meter sus magras pertenencias en la bolsa, pero era evidente que él aún no había terminado con ella, porque la detuvo con un estridente:

– ¿Adónde vas?

– A la casa. A preparar mi bolsa.

– ¿Y adónde piensas ir con esa bolsa?

Ella lo miró boquiabierta. No esperaría que se quedara, ¿verdad?

– ¿Tienes un empleo? ¿Un lugar donde ir?

– No, pero…

Él se puso de manos en caderas y la miró indignado.

– ¿Y crees que te voy a permitir marcharte de aquí sin dinero ni perspectivas de trabajo?

Ella estaba tan sorprendida que empezó a pestañear, descontrolada.

– B… bueno, no pensé…

– No, no pensaste -ladró él.

Ella se limitó a mirarlo, con los ojos agrandados y los labios entreabiertos, sin poder dar crédito a sus oídos.

– Maldita idiota. ¿Tienes una idea de lo peligroso que es el mundo para una mujer sola?

– Eh, sí -logró decir ella-. En realidad sí.

Si él la oyó, no lo pareció. Simplemente siguió perorando acerca de los «hombres que se aprovechan», «mujeres indefensas» y«destinos peores que la muerte». Sophie no lo habría jurado, pero creyó oír incluso la frase «asados y púdines». A la mitad de su parrafada ya había perdido su capacidad de centrar la atención en sus palabras. Continuó mirándole la boca y oyendo el tono de su voz, al tiempo que trataba de asimilar el hecho de que él parecía extraordinariamente preocupado por su bienestar, tomando en cuenta que ella acababa de rechazarlo.

– ¿Has escuchado una sola palabra de lo que he dicho? -le preguntó él.

Ella no asintió ni negó con la cabeza sino que hizo una rara combinación de ambas cosas.

Benedict soltó una maldición en voz baja.

– Eso es -declaró-. Te vienes conmigo a Londres.

Eso pareció despertarla.

– ¡Acabo de decir que no!

– No tienes por qué ser mi maldita amante -dijo él entre dientes-. Pero no voy a dejarte para que te las arregles sola.

– Me las arreglaba bastante bien antes de conocerte.

– ¿Bien? -farfulló él-. ¿En la casa de los Cavender? ¿A eso le llamas bien?

– ¡No eres justo!

– Y tú no hablas como una persona inteligente.

Benedict pensó que su argumento era bastante sensato, si bien algo imperioso, pero estaba claro que Sophie no coincidía con su opinión porque de pronto se encontró, para su sorpresa, tumbado de espaldas en el suelo, abatido por un gancho con la derecha notablemente rápido.

– No vuelvas a llamarme estúpida -siseó ella.

Benedict cerró y abrió los ojos varias veces con el fin de recuperar la visión lo suficiente para ver una sola Sophie.

– No te…

– Sí, me llamaste estúpida -repuso ella, en tono furioso.

Acto seguido giró sobre sus talones, y en la fracción de segundo anterior a que echara a andar, él comprendió que sólo tenía una manera de impedírselo. No lograría levantarse rápidamente en el estado de aturdimiento en que se encontraba, de modo que se estiró y le cogió el tobillo con las dos manos, haciéndola caer de bruces al suelo, junto a él.

No fue una maniobra particularmente caballerosa, pero los mendigos no pueden elegir. Además, ella había dado el primer puñetazo.

– No irás a ninguna parte -gruñó.

Sophie levantó lentamente la cabeza, escupió tierra y luego lo miró furiosa.

– No puedo creer que hayas hecho esto -le dijo, dolida.

Benedict le soltó el pie y se incorporó hasta quedar de pie y agachado.

– Créelo.

– Eres un…

– No digas nada ahora -dijo él, levantando una mano-. Te lo ruego.

Ella lo miró con los ojos desorbitados.

– ¿Me lo ruegas?

– He oído tu voz, por lo tanto debes de haber hablado.

– Pero…

– En cuanto a rogarte -continuó él, interrumpiéndola eficientemente otra vez-. Te aseguro que sólo fue lenguaje figurado.

Ella abrió la boca para decir algo, y luego, pensándolo mejor, volvió a cerrarla, con la expresión irritada de una niñita de tres años. Benedict hizo una espiración corta y le ofreció la mano. Después de todo ella seguía sentada en la tierra y no con una expresión especialmente feliz.

Ella le miró la mano con visible repugnancia y luego pasó la mirada a su cara, y lo miró con tanta ferocidad que él pensó si no le habrían brotado cuernos. Sin decir palabra, ella no aceptó su ofrecimiento de ayuda y se levantó sola.

– Como quieras -musitó él.

– Mala elección de palabras -ladró ella y echó a andar.

Puesto que él ya estaba de pie, no fue necesario incapacitarla. La siguió, manteniéndose detrás de ella a una molesta, seguro distancia de sólo dos pasos. Al cabo de un minuto ella giró la cabeza y le dijo:

– Por favor, déjame en paz.

– Creo que no puedo.

– ¿No puedes o no quieres?

Él lo pensó un momento.

– No puedo.

Ella lo miró ceñuda y reanudó la marcha.

– Lo encuentro tan difícil de creer como tú -dijo él, reanundando la marcha también.

Ella se detuvo y se giró.

– Eso es imposible.

– No puedo evitarlo -explicó él, encogiéndose de hombros-. Me siento absolutamente reacio a dejarte marchar.

– Reacio dista mucho de «no puedo»

– No te salvé de Cavender para luego dejarte desperdiciar tu vida.

– Ésa no es una decisión que debas tomar tú.

Ella tenía su punto de razón en eso, pero él no se sentía inclinado a ceder.

– Tal vez, pero la tomaré de todos modos. Te vienes conmigo a Londres. Y no se hable más.

– Quieres castigarme porque te rechacé.

– No -repuso él, considerando esas palabras mientras hablaba-. No. Me gustaría castigarte, y en el estado mental en que me encuentro incluso llegaría a decir que mereces que te castigue, pero no lo hago por eso.