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– ¿Por qué, entonces?

– Por tu bien.

– Eso es lo más paternalista, lo más desd…

– Tienes razón sin duda -interrumpió él-, pero en este determinado caso, en este determinado momento, sé lo que es mejor para ti y es evidente que tú no, así que… no, no vuelvas a pegarme.

Sophie se miró la mano cerrada en un puño, la que sin darse cuenta había echado hacia atrás, lista para golpear. Él la estaba convirtiendo en un monstruo. No había otra explicación. Jamás había golpeado a nadie en su vida, y ahí estaba lista para hacerlo por segunda vez ese día.

Sin dejar de mirársela, abrió lentamente la mano y extendió y separó los dedos como una estrella de mar, y permaneció así contando hasta tres.

– ¿Cómo pretendes impedirme que siga mi camino? -preguntó en voz muy baja.

– ¿Importa eso? -preguntó él, encogiéndose de hombros tranquilamente-. Ya se me ocurrirá algo.

Ella lo miró boquiabierta.

– ¿Quieres decir que me vas a atar y…?

– No he dicho nada de esa suerte -la interrumpió él-, pero la idea ciertamente tiene sus encantos -añadió, con una pícara sonrisa.

– Eres despreciable.

– Y tú hablas como la heroína de una mala novela -replicó él-. ¿Qué dijiste que estuviste leyendo esta mañana?

Sophie sintió moverse los músculos de su mejilla y la mandíbula tan apretada que estaba a punto de romperse los dientes. No entendería jamás cómo se las arreglaba Benedict para ser el hombre más maravilloso y el más horrendo del mundo al mismo tiempo. Aunque en ese momento parecía estar ganando el lado horrendo y, dejando de lado la lógica, estaba segura de que si continuaba un segundo más en su compañía, le explotaría la cabeza.

– ¡Me marcho! -declaró, con gran resolución y dramatismo, en su opinión.

– Y yo te sigo -contestó él con una media sonrisa irónica.

Y el maldito continuó caminando a dos pasos detrás de ella todo el camino a la casa.

Benedict no solía tomarse mucho trabajo en molestar a los demás con la notable excepción de sus hermanos, pero Sophie Beckett le hacía surgir el demonio que llevaba dentro. Se puso en la puerta de su habitación mientras ella metía sus cosas en su bolsa, apoyado despreocupadamente en el marco. Estaba cruzado de brazos de un modo que sabía la fastidiaría, y tenía la pierna derecha ligeramente doblada y la punta de la bota apoyada en la puerta para que no se cerrara.

– No olvides tu vestido -le dijo amablemente. Ella lo miró furiosa. -El feo -añadió, por si era necesaria esa aclaración.

– Los dos son feos -ladró ella.

Ah, una reacción, por fin.

– Lo sé.

Ella reanudó la tarea de meter cosas en la bolsa.

– Siéntete libre para coger un recuerdo -dijo él haciendo un amplio gesto con el brazo.

Ella se enderezó y plantó las manos en las caderas.

– ¿Incluye eso el servicio de té de plata? Podría vivir varios años con lo que me darían por él.

– Por supuesto que puedes llevarte el servicio de té -repuso él afablemente-, puesto que estarás en mi compañía.

– No seré tu querida -siseó ella-. Ya te lo dije. No. No puedo hacer eso.

Algo en la forma como ella dijo «no puedo» le pareció importante, significativo. Lo pensó un momento, mientras ella echaba las últimas cosas y cerraba la bolsa tirando del cordón.

– Eso es -musitó.

Como si no lo hubiera oído, ella se dirigió a la puerta y lo miró con intención. Él comprendió que quería que le dejara paso para poder marcharse. Continuó inmóvil, sin siquiera mover un músculo, aparte del dedo que se pasó, pensativo, por el contorno de la mandíbula.

– Eres ilegítima -dijo.

Ella palideció.

– Lo eres -dijo él, más para sí mismo que para ella.

Curiosamente esa revelación lo aliviaba bastante. Explicaba el rechazo de ella, convirtiéndolo en algo que no tenía nada que ver con él y tenía todo que ver con ella.

Le quitaba la espina.

– No me importa que seas ilegítima -dijo, tratando de no sonreír.

Ése era un momento serio, pero, por Dios, sentía deseos de sonreír de oreja a oreja, porque ella vendría con él a Londres y sería su amante. Ya no habría más obstáculos y…

– No entiendes nada -dijo ella, negando con la cabeza-. No se trata de si yo valgo lo suficiente para ser tu querida.

– Yo cuidaría de cualquier hijo que pudiéramos tener -dijo él solemnemente, apartándose del marco de la puerta.

Ella se puso aún más rígida, si era posible eso.

– ¿Y tu esposa?

– No tengo esposa.

– ¿Nunca la tendrás?

Él se quedó inmóvil. Por su mente pasó danzando la imagen de la misteriosa dama del baile de máscaras. Se la había imaginado de muchas maneras; a veces llevaba el vestido plateado que llevaba esa noche. A veces no llevaba nada encima.

A veces llevaba un vestido de bodas.

Sophie, que le había estado observando la cara con los ojos entrecerrados, emitió un bufido despectivo, y pasó por su lado saliendo de la habitación.

Él la siguió pisándole los talones.

– Ésa no es una pregunta justa, Sophie.

Ella continuó avanzando por el corredor y al llegar a la escalera comenzó a bajarla sin detenerse.

– Creo que es más que justa.

Él bajó corriendo la escalera y al llegar abajo se volvió, bloqueándole el paso.

– Tengo que casarme algún día, Sophie.

Ella se detuvo, por necesidad, pues él le bloqueaba el camino.

– Sí, tú tienes que casarte. Pero yo no tengo por qué ser la querida de nadie.

– ¿Quién fue tu padre, Sophie?

– No lo sé -mintió ella.

– ¿Quién fue tu madre?

– Murió al nacer yo.

– Creía haberte oído decir que era ama de llaves.

– Está claro que no dije la verdad -repuso ella, indiferente a que él la hubiera cogido en una mentira.

– ¿Dónde te criaste?

– Eso no tiene ningún interés -dijo ella, tratando de pasar.

Él le cogió el brazo y la mantuvo firmemente en su lugar.

– Yo lo encuentro muy interesante.

– ¡Suéltame!

El grito resonó en el silencioso vestíbulo, lo suficientemente fuerte para que acudieran los Crabtree corriendo a rescatarla. Pero la señora Crabtree había ido al pueblo y el señor Crabtree estaba fuera de la casa, no podía oírla. No había nadie que la ayudara; estaba a merced de él.

– No puedo dejarte marchar -le susurró él-. No estás hecha para una vida de servidumbre. Esa vida te matará.

– Si fuera a matarme, ya me habría matado hace años -replicó ella.

– Pero ya no tienes por qué seguir haciéndolo -insistió él.

– No te atrevas a hacerme esto -dijo ella, casi temblando de emoción-. No haces esto porque te preocupe mi bienestar. Lo que pasa es que no te gusta que te frustren.

– Eso es cierto -reconoció él-, pero tampoco quiero verte abandonada a la deriva.

– He estado a la deriva toda mi vida -susurró ella, y sintió el picor de unas traicioneras lágrimas.

Dios de los cielos, no quería llorar delante de ese hombre. No debía llorar en ese momento, sintiéndose tan desequilibrada y débil. Él le acarició la barbilla.

– Permíteme que yo sea tu áncora.

Sophie cerró los ojos. Su caricia era dolorosamente dulce, y una parte no muy pequeña de ella ansiaba aceptar su ofrecimiento, dejar la vida que se había visto obligada a vivir y echar su suerte con él, con ese hombre fabuloso, maravilloso, enfurecedor, que había acosado sus sueños esos años.

Pero el dolor de su infancia estaba demasiado vivo todavía. Y el estigma de su bastardía lo sentía como una marca a fuego en el alma. No podía hacerle eso a un hijo.

– No puedo -susurró-. Ojalá…

– ¿Ojalá qué? -preguntó él, ansioso.

Ella negó con la cabeza. Había estado a punto de decirle que ojalá pudiera, pero comprendió que esas palabras serían imprudentes. Él se aferraría a ellas y empezaría a insistir de nuevo.