Выбрать главу

Y eso le haría más difícil negarse.

– No me dejas otra opción, entonces -declaró él, implacable. Ella lo miró a los ojos.

– O vienes conmigo a Londres y… -levantó una mano para silenciarla al ver que ella iba a protestar- y te encontraré un puesto en la casa de mi madre -añadió con intención.

– ¿O? -preguntó ella.

– O tendré que informar al magistrado de que me has robado.

De pronto a ella la boca le supo a ácido.

– No harías eso.

– No deseo hacerlo, ciertamente.

– Pero lo harías.

– Lo haría -asintió él.

– Me colgarían. O me deportarían a Australia.

– No si yo pidiera otra cosa.

– ¿Y qué pedirías?

Notó que los ojos de él estaban extrañamente sosos, y comprendió que él no estaba disfrutando más que ella de esa conversación.

– Pediría que te dejaran bajo mi custodia -dijo él.

– Eso sería muy cómodo para ti.

La mano de él, que le había estado acariciando la barbilla, bajó hasta el hombro.

– Sólo quiero salvarte de ti misma.

Sophie caminó hasta una ventana cercana y se asomó, sorprendida de que él no hubiera intentado impedírselo.

– Me vas a hacer odiarte, ¿sabes?

– Puedo vivir con eso.

Ella le hizo una seca inclinación de la cabeza.

– Te esperaré en la biblioteca, entonces. Quiero marcharme hoy.

Benedict la observó alejarse, manteniéndose absolutamente inmóvil hasta que ella entró en la biblioteca y cerró la puerta. No huiría. No era el tipo de persona para echarse atrás una vez dada su palabra.

No podía dejar marchar a Sophie; «ella» se había marchado, la fabulosa y misteriosa «ella», pensó con una amarga sonrisa, la mujer que le había tocado el corazón.

La mujer que ni siquiera quiso decirle su nombre.

Pero ahora estaba Sophie, y le «producía» cosas, cosas que no había sentido desde «ella». Estaba harto de suspirar por una mujer que prácticamente no existía. Sophie estaba ahí, y Sophie sería de él.

Además, pensó con una sonrisa resuelta, Sophie no lo abandonaría.

– Puedo vivir con tu odio -dijo a la puerta cerrada-, pero no puedo vivir sin ti.

Capítulo 13

Se informó anteriormente en esta columna que esta cronista pronosticaba un posible enlace entre la señorita Rosamund Reiling y el señor Phillip Cavender. Esta cronista puede decir ahora que no es probable que ocurra eso. Se ha oído decir a lady Penwood (la madre de la señorita Reiling) que no se conformará con un simple «señor» sin título, aun cuando el padre de la señorita Reiling, si bien de buena cuna, no era miembro de la aristocracia.

Por no mencionar, claro, que el señor Cavender ha comenzado a demostrar un decidido interés por la señorita Cressida Cowper.

Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 9 de mayo de 1817.

Sophie comenzó a sentirse mal en el instante mismo en que salió el coche de Mi Cabaña. Cuando se detuvieron para pasar la noche en una posada de Oxfordshire, ya sentía muy delicado el estómago. Y cuando llegaron a las afueras de Londres, estaba convencida de que se iba a poner a vomitar.

Se las arregló para mantener el contenido del estómago donde debía estar, pero cuando el coche se adentró en las tortuosas calles de Londres, ya la invadía una intensísima aprensión.

No, no aprensión exactamente; una sensación de desastre.

Estaban en mayo, lo cual significaba que la temporada de fiestas estaba en pleno auge, lo cual significaba que Araminta estaba en Londres.

Lo cual significaba que su llegada allí era muy inconveniente, muy mala idea.

– Muy mala -masculló.

Benedict la miró.

– ¿Has dicho algo?

– Sólo que eres un hombre muy malo.

Él se echó a reír. Ella ya sabía que se iba a reír, pero la irritó de todas maneras.

Él apartó la cortina de la ventanilla y miró fuera.

– Ya casi hemos llegado -dijo.

Le había dicho que la llevaría directamente a la casa de su madre. Sophie recordaba la grandiosa mansión de Grosvenor Square como si hubiera estado ahí la noche anterior. El salón de baile era inmenso, con miles de candelabros en las paredes, cada uno con una perfecta vela de cera de abejas. Las salas más pequeñas estaban decoradas al estido Adam, con exquisitas conchas en relieve en los cielos rasos, y las paredes de color pastel claro.

Ésa había sido la casa de sus sueños, muy literalmente. En todos sus sueños con Benedict y su futuro juntos, ella siempre se veía en esa casa. Eso era una tontería, lógicamente, puesto que él era hijo segundo y por lo tanto no estaba en la línea de sucesión para heredar la propiedad; de todos modos, era la casa más hermosa que había visto en su vida, y los sueños no eran para hacerse realidad. Si hubiera querido soñar que entraba en el Kensington Palace, tenía el derecho.

Claro que no era muy probable que viera el interior de Kensington Palace, pensó, sonriendo irónica.

– ¿De qué sonríes? -le preguntó Benedict.

– Estoy planeando tu muerte -repuso ella, sin molestarse en mirarlo.

Él sonrió; no lo estaba mirando, pero era una de esas sonrisas que ella oía en su forma de respirar.

Detestaba ser tan sensible hasta los más pequeños detalles de él. Sobre todo porque tenía la molesta sospecha de que a él le ocurría lo mismo con ella.

– Al menos parece interesante -comentó él.

– ¿Qué? -preguntó ella, apartando los ojos del borde inferior de la cortina, que llevaba horas mirando.

– Mi muerte -contestó él, con una sonrisa sesgada y traviesa-. Si me vas a matar, bien podrías disfrutar mientras lo haces, porque, Dios lo sabe, yo no lo disfrutaré.

Ella casi se quedó boquiabierta.

– Estás loco.

– Probablemente. -Se encogió de hombros con despreocupación y, acomodándose en su asiento, apoyó los pies en el asiento del frente-. Poco menos que te he secuestrado, después de todo. Yo diría que eso se puede calificar de la locura más grande que he cometido en mi vida.

– Podrías dejarme marchar ahora -dijo ella, aún sabiendo que él no aceptaría.

– ¿Aquí en Londres? ¿Donde te pueden atacar forajidos en cualquier momento? Eso sería grave irresponsabilidad por mi parte, ¿no te parece?

– No se compara con raptarme en contra de mi voluntad.

– No te rapté -dijo él, examinándose tranquilamente las uñas-. Te hice chantaje. Hay un mundo de diferencia.

El brusco movimiento que hizo el coche al detenerse libró a Sophie de tener que responder.

Benedict apartó una última vez la cortina y la dejó caer.

– Ah, hemos llegado.

Sophie esperó a que él se apeara y se acercó a la puerta. Se le pasó por la mente no hacer caso de la mano que le ofrecía y saltar sola, pero la puerta estaba bastante separada del suelo, y de verdad no quería hacer el ridículo tropezándose y aterrizando en la cuneta de desagüe. Le encantaría insultarlo, pero no a costa de un esguince en el tobillo. Suspirando, le cogió la mano.

– Muy inteligente decisión -susurró Benedict.

Sophie lo miró sorprendida. ¿Cómo supo lo que estaba pensando?

– Siempre sé lo que estás pensando -dijo él.

Ella tropezó.

– ¡Epa! -gritó él, cogiéndola expertamente antes de que aterrizara en la cuneta.

La retuvo un momento más largo del necesario y la depositó en la acera. Ella habría dicho algo si no hubiera tenido los dientes tan apretados que no dejaban salir ninguna palabra.

– ¿No te mata la ironía? -le preguntó él, sonriendo perversamente.

Ella logró aflojar la mandíbula.

– No, pero bien podría matarte a ti.

Él se echó a reír, el muy condenado.