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– Vamos. Te presentaré a mi madre. Seguro que ella te encontrará uno u otro puesto.

– Podría no tener ningún puesto vacante -observó ella. Él se encogió de hombros.

– Me quiere. Creará un puesto.

Sophie se mantuvo en sus trece, negándose a dar un solo paso mientras no hubiera dejado claras las cosas.

– No voy a ser tu querida.

– Sí, ya lo has dicho -dijo él, su expresión extraordinariamente impasible.

– No, lo que quiero decir es que no va a resultar tu plan.

Él la miró, todo inocencia.

– ¿Tengo un plan?

– Vamos, por favor. Vas a tratar de conquistarme con la esperanza de que yo claudique.

– Eso ni lo soñaría.

– Seguro que lo sueñas más que un poco -masculló ella en voz baja.

Él debió oírla, porque se rió. Sophie se cruzó de brazos, sublevada, indiferente a lo poco decorosa que pareciera su postura, allí en la acera a plena vista de todo el mundo. Nadie se fijaría en ella, en todo caso, vestida como estaba con la lana basta de una sirvienta. Debería adoptar una actitud más alegre y considerar su nueva posición con más optimismo, pensó, pero, maldición, en ese momento le apetecía mostrarse hosca.

La verdad, se lo había ganado. Si alguien tenía derecho a estar resentida y contrariada, era ella.

– Podríamos quedarnos en la acera todo el día -dijo Benedict, en un tono bastante impregnado de sarcasmo.

Ella alzó la vista para mirarlo furiosa, pero entonces se fijó en el lugar donde estaban. No estaban en Grosvenor Square; en realidad no sabía dónde estaban. En Mayfair, seguro, pero la casa que tenían delante no era de ningún modo aquella donde asistió al baile.

– Eh…, ¿ésta es la casa Bridgerton?

Él arqueó una ceja.

– ¿Cómo sabías que mi casa se llamaba casa Bridgerton?

– Tú lo has dicho.

Por suerte, eso era cierto. En sus conversaciones él había hablado varias veces de la casa Bridgerton y de la residencia de la familia en el campo, Aubrey Hall.

Él pareció aceptar eso.

– Ah. Bueno, en realidad no lo es. Mi madre dejó la casa Bridgerton hace casi dos años. Ofreció un último baile allí, que fue un baile de máscaras, por cierto, y la entregó a mi hermano con su mujer. Siempre había dicho que se marcharía tan pronto como mi hermano se casara e iniciara una familia propia. Creo que su primer hijo nació un mes después de que se marchara mi madre.

– ¿Fue niño o niña? -preguntó ella, aunque lo sabía. Lady Whistledown siempre informaba de esas cosas.

– Un niño. Edmund. Tuvieron otro hijo, Miles, a comienzos de este año.

– ¡Qué bien! -exclamó ella, aunque sintió oprimido el corazón.

No era probable que ella tuviera hijos nunca, y ésa era una de las conclusiones más tristes a las que había llegado. Para tener hijos se necesita un marido, y el matrimonio para ella era un sueño imposible. No fue educada para ser una sirvienta, por lo que tenía muy poco en común con la mayoría de los hombres con los que se encontraba en su vida diaria. Ciertamente los demás criados eran personas buenas y honorables, pero se le hacía difícil imaginarse compartiendo la vida con un hombre que, por ejemplo, no supiera leer.

No necesitaba casarse con un hombre de origen particularmente elevado, pero incluso la clase media estaba fuera de su alcance. Ningún hombre que se respetara en el comercio se casaría con una criada.

Benedict le indicó que lo siguiera, y lo siguió hasta que llegaron a la escalinata de la puerta principal. Allí se plantó.

– Entraré por la puerta lateral de servicio.

Él apretó los labios para reprimir una sonrisa.

– Entrarás por la principal.

– Entraré por la puerta lateral -repitió ella firmemente-. Ninguna mujer de alcurnia contrata a una criada que entra por la puerta principal.

– Vienes conmigo -dijo él, entre dientes-. Entrarás por la principal.

A ella se le escapó una risita.

– Benedict, sólo ayer querías que me convirtiera en tu querida. ¿Te atreverías a traer a tu querida para presentarla a tu madre, haciéndola entrar por la puerta principal?

Eso lo confundió. Ella sonrió al verle arrugar la cara, frustrado. Eso la hizo sentirse mejor de lo que se había sentido desde hacía días.

– ¿Traerías a tu querida a conocer a tu madre? -continuó, simplemente para torturarlo más.

– No eres mi querida.

– No.

Él adelantó el mentón y la miró, perforándole los ojos con una furia apenas contenida.

– Eres una maldita criadita, porque has insistido en serlo. Y en calidad de criada, si bien estás algo abajo en la escala social, sigues siendo una persona muy respetable. Ciertamente respetable para mi madre.

A Sophie se le desvaneció la sonrisa. Tal vez había llevado demasiado lejos la provocación.

– Muy bien -gruñó él, cuando tuvo claro que ella no iba a seguir discutiendo-. Ven conmigo.

Ella subió las gradas con él. En realidad eso podría representar una ventaja. Seguro que su madre no contrataría a una criada que tenía el descaro de entrar por esa puerta. Y puesto que ya se había negado firmemente a ser su querida, él tendría que aceptar la derrota y dejarla volver al campo.

Benedict empujó la puerta y la sostuvo abierta hasta que ella entró delante de él. El mayordomo sólo tardó unos segundos en aparecer.

– Wickham, tenga la bondad de informar a mi madre que estoy aquí.

– Al instante, señor Bridgerton -repuso Wickham-. ¿Y podría tomarme la libertad de informarle que ella ha estado bastante curiosa respecto a su paradero esta semana pasada?

– Me sorprendería si no -contestó Benedict.

Wickham hizo un gesto hacia Sophie, con una expresión que se cernía entre curiosidad y desdén.

– ¿Podría informarla de la llegada de su huésped?

– Sí, por favor.

– ¿Podría informarla de la identidad de su huésped?

Sophie miró a Benedict con gran interés, pensando qué diría.

– Su nombre es señorita Beckett. Ha venido en busca de empleo.

Wickham arqueó una ceja. Eso sorprendió a Sophie. Por lo que sabía, los mayordomos debían ser absolutamente inexpresivos.

– ¿De criada?

– De lo que sea -respondió Benedict, indicando con su tono que ya empezaba a impacientarse.

– Muy bien, señor Bridgerton -acató Wickham y desapareció en la escalera.

– Creo que no le pareció nada bien -comentó Sophie en un susurro, cuidando bien de ocultar su sonrisa.

– Wickham no está al mando aquí.

Sophie exhaló un suspiro como diciendo «lo que tú digas».

– Me imagino que Wickham se opondría.

Benedict la miró incrédulo.

– Es el mayordomo.

– Y yo soy una criada. Lo sé todo de los mayordomos. Más que tú, diría.

– Tú actúas menos como criada que cualquier mujer de las que conozco -dijo él, mirándola con los ojos entrecerrados.

Ella se encogió de hombros y fingió estar contemplando atentamente una naturaleza muerta que colgaba de la pared.

– Usted hace surgir lo peor de mí, señor Bridgerton.

– Benedict -siseó él-. Ya nos tuteamos. Trátame con mi nombre de pila.

– Su madre no tardará en bajar la escalera -le recordó ella-, y usted insiste en que me contrate como criada. ¿Son muchos los criados que le tratan con su nombre de pila?

Él la miró indignado y ella comprendió que él sabía que ella tenía razón.

– No puede tener las dos cosas, señor Bridgerton -dijo, permitiéndose una leve sonrisa.

– Yo sólo deseaba «una» -gruñó él.

– ¡Benedict!

Sophie miró hacia la escalera, por la que venía bajando una mujer menuda y elegante. Sus cabellos eran más rubios que los de Benedict, pero su fisonomía decía claramente que era su madre.

– Madre, cuánto me alegra verte -dijo él, avanzando para recibirla al pie de la escalera.

– Y a mí me alegraría más verte si hubiera sabido dónde estabas esta semana pasada -respondió ella con desparpajo-. Lo último que supe de ti fue que habías ido a la fiesta de Cavender, pero después todos volvieron y tú no.