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Lamentablemente para la señorita Reiling, parece que no consigue cazar a ninguno.

Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 12 de mayo de 1817.

Benedict sólo había dado dos pasos en dirección a la sala de estar cuando apareció Eloise corriendo por el pasillo. Como todos los Bridgerton, tenía abundantes cabellos castaños y una ancha sonrisa. Pero a diferencia de él, sus ojos eran de un luminoso y vivo color verde, el tono exacto de los ojos de su hermano Colin.

El tono exacto de los ojos de Sophie, pensó.

– ¡Benedict! -exclamó ella, corriendo a abrazarlo con cierta exuberancia-. ¿Dónde has estado? Madre ha estado gruñendo toda la semana, preguntándose dónde te habías metido.

– Curioso, cuando hablé con ella, no hace dos minutos, sus gruñidos eran por ti, preguntándose cuándo pensarías en casarte por fin.

Eloise arrugó la nariz.

– Cuando conozca a alguien con quien valga la pena casarse, entonces. Ojalá llegara gente nueva a la ciudad. Tengo la impresión de que veo a las mismas cien personas más o menos una y otra vez.

– Pues sí que ves a las mismas cien personas más o menos una y otra vez.

– Exactamente lo que quiero decir. Ya no quedan secretos en Londres. Ya lo sé todo de todos.

– ¿Ah, sí? -preguntó Benedict, con no poca medida de sarcasmo.

– Búrlate todo lo que quieras -dijo ella, apuntando un dedo hacia él de una manera que, estaba seguro, su madre consideraría impropio de una dama-, pero no exagero.

– ¿Ni siquiera un poco? -sonrió él.

Ella lo miró enfurruñada.

– ¿Dónde estuviste la semana pasada?

Él entró en la sala de estar y se dejó caer en un sofá. Tal vez tendría que haber esperado a que ella se sentara primero, pero sólo era su hermana, después de todo, y jamás sentía la necesidad de andarse con ceremonias cuando estaban solos.

– Fui a la fiesta de Cavender -contestó él, poniendo los pies sobre una mesilla-. Fue abominable.

– Madre te matará si te pilla con los pies en la mesa -le advirtió Eloise sentándose en un sillón que hacía esquina con el sofá-. ¿Por que fue tan horrorosa la fiesta?

– La compañía. -Se miró los pies y decidió dejarlos donde estaban-. No había visto jamás un grupo de gamberros más aburrido.

– Mientras no tengas pelos en la lengua.

Él arqueó una ceja ante el sarcasmo.

– Por lo tanto se te prohíbe que te cases con cualquiera de los asistentes.

– Orden que, creo, no tendré ninguna dificultad para acatar.

Golpeó las manos en los brazos del sillón y Benedict no pudo dejar de sonreír; Eloise siempre había sido un atado de energía nerviosa.

– Pero eso no explica dónde estuviste toda la semana -continuó ella, mirándolo con los ojos entornados.

– ¿Te han dicho que eres muy fisgona?

– Ah, todo el tiempo. ¿Dónde estuviste?

– E insistente también.

– Es la única manera de ser. ¿Dónde estuviste?

– ¿Te he contado que estoy pensando en invertir en una fábrica de bozales para humanos?

Ella le arrojó el cojín a la cabeza.

– ¿Dónde estuviste?

– Da la casualidad -repuso él, lanzándole suavemente el cojín-, que la respuesta no es de lo más interesante. Estuve en Mi Cabaña, recuperándome de un antipático resfriado.

– Creí que ya te habías recuperado.

Él la miró con una inverosímil expresión mezcla de sorpresa y disgusto.

– ¿Cómo sabes eso?

– Lo sé todo. Eso ya deberías saberlo -añadió, sonriendo de oreja a oreja-. Sí que son antipáticos los resfriados. ¿Tuviste una recaída?

– Después de conducir bajo la lluvia -asintió él.

– Bueno, no fuiste muy inteligente al hacer eso.

– ¿Hay alguna razón -preguntó él, mirando alrededor como si la pregunta fuera dirigida a otra persona- para que me deje insultar por mi boba hermana menor?

– Probablemente que yo lo hago muy bien -dijo ella, empujándole el pie sobre la mesa con el suyo, tratando de hacerlo caer.

– Madre entrará en cualquier momento.

– No. Está ocupada -repuso él.

– ¿Haciendo qué?

Él agitó la mano indicando el cielo raso.

– Orientando a la nueva criada.

Ella se enderezó.

– ¿Tenemos una nueva criada? Nadie me lo ha dicho.

– Cielos, ha ocurrido algo y Eloise no lo sabe.

Ella volvió a echarse hacia atrás y a golpearle el pie con el suyo.

– ¿Criada? ¿Doncella? ¿Fregona?

– ¿Por qué te interesa?

– Siempre va bien saber qué es qué.

– Doncella, creo.

Eloise se tomó medio segundo para asimilar eso.

– ¿Y cómo lo sabes?

Benedict calculó que valía más decirle la verdad. Dios sabía que a la puesta de sol ella ya sabría toda la historia, aun cuando él no la supiera.

– Porque yo la traje aquí.

– ¿A la criada?

– No, a madre. Pues claro que a la criada.

– ¿Desde cuando te tomas la molestia de contratar sirvientes?

– Desde que esta determinada joven casi me salvó la vida, cuidando de mí cuando estaba enfermo.

Eloise se quedó boquiabierta.

– ¿Tan enfermo estuviste?

Tal vez le convenía hacerla creer que había estado a las puertas de la muerte, pensó él. Un poco de lástima y preocupación podría funcionar a su favor la próxima vez que necesitara conseguir que lo ayudara en algo.

– Me he sentido mejor -dijo modestamente-. ¿Dónde vas?

Ella ya se había levantado.

– A buscar a madre para conocer a la nueva doncella. Es probable que nos atienda a Francesca y a mí, ahora que no está Marle.

– ¿Perdisteis a vuestra doncella?

Ella hizo una mueca.

– Nos dejó por esa odiosa lady Penwood.

Benedict no pudo dejar de sonreír al oír ese epíteto. Recordaba muy bien su único encuentro con lady Penwood; él también la había encontrado odiosa.

– Lady Penwood es notoria por maltratar a sus criados. Ya ha tenido tres doncellas este año. Una se la robó a la señora Featherington en sus mismas narices, pero la pobre muchacha sólo duró con ella dos semanas.

Benedict escuchó pacientemente la parrafada de su hermana, asombrado por su interés en el tema. Pero por algún extraño motivo, le interesaba.

– Marie volverá arrastrándose dentro de una semana, a pedirnos que la recibamos, entiéndeme bien.

– Siempre entiendo bien lo que dices -repuso él-. Pero no siempre me interesa.

– Lamentarás haber dicho eso -replicó ella, apuntándolo con el dedo.

– Lo dudo -dijo él, negando con la cabeza y con una leve sonrisa.

– Mmm. Voy a subir.

– Que te diviertas.

Ella le sacó la lengua, ciertamente un gesto nada apropiado para una joven de veintiún años, y salió de la sala.

Benedict había logrado disfrutar de tres escasos minutos de soledad cuando oyó pasos en el corredor, rítmicos pasos en dirección a la sala de estar. Cuando levantó la vista, estaba su madre en la puerta.

Se puso de pie al instante. Se pueden descuidar ciertos buenos modales con una hermana, pero jamás con la propia madre.

– Te vi los pies sobre la mesa -dijo Violet antes de que él lograra abrir la boca.

– Sólo quería abrillantar la superficie con mis botas.

Ella arqueó las cejas y fue a sentarse en el sillón que acababa de desocupar Eloise.

– De acuerdo, Benedict -dijo, en un tono extraordinariamente serio-. ¿Quién es?

– ¿La señorita Beckett, quieres decir?

Violet hizo un formal gesto de asentimiento.

– No tengo idea, aparte de que trabajaba para los Cavender y su hijo la maltrataba.

Violet palideció.

– ¿Quieres decir que él…? Dios mío. ¿La…?

– Creo que no -contestó Benedict-, pero no por falta de empeño por parte de él.